Philipp Vandenberg - César y Cleopatra
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- Libro:César y Cleopatra
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1986
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César y Cleopatra: resumen, descripción y anotación
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Una apasionante desmitificación de dos figuras legendarias: Cayo Julio César y Cleopatra. Él era un romano de la baja aristocracia, un hombre de leyes mediocre que se convirtió en emperador y ensanchó más que ningún otro las fronteras del imperio. Ella era una oscura princesa de origen macedonio, menos bella de lo que afirma la leyenda, y la mujer capaz de conquistar al invencible César. Fue por decisión de éste que se la elevó al trono de Egipto, y fue él quien ordenó que se considerase divina su imagen, equiparándola con Venus. Ambos mantuvieron una intensa relación que cambiaría el curso de la historia.
Philipp Vandenberg
ePub r1.0
Titivillus 20.05.16
Título original: Cäsar und Kleopatra
Philipp Vandenberg, 1986
Traducción: María Antonieta Gregor
Retoque de cubierta: Harishka
Imagen de cubierta: Julio César y Cleopatra de Jean-Léon Gérôme
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
César
Eres en verdad un universo, oh Roma,
pero sin el amor, el mundo no sería mundo,
Roma tampoco sería Roma.
Elegías
JOHANN WOLFGANG VON GOETHE
César y Cleopatra
Los hombres gobiernan a la República,
las mujeres gobiernan a los hombres.
CATÓN
Antonio y Cleopatra
No por haber perdido sus velas las naves de los Estados habrán sacrificado sus anclas.
JEAN PAUL
Roma es el polvo de Cartago, el centelleante mármol de Atenas, la opresiva estrechez de Esparta y la infinita anchura de Babilonia. En ella vemos a la Tebas de las cien puertas, a la Corinto amoral, a los cíclopes de Troya y a las incontables almenas de Jerusalén. Se encuentran aquí industriosos efesios, cultos alejandrinos, ociosos de Antioquía y delfianos mojigatos, prostitutas que estampan su huella en el polvo de la calle, silenciosos filósofos y ricachones jactanciosos rodeados por un ejército de esclavos, mendigos harapientos, oradores encaramados en dorados podios y masas en el barro. Se ven cortesanas transportadas en literas y esclavos semidesnudos, gladiadores, llorosas y caras sicofantes, calumniadores profesionales y nomencladores que susurran al oído de su amo el nombre del que viene a su encuentro. Roma, un intrincado laberinto de calles y callejuelas estrechas inaccesibles a los carruajes, con tabernas en cada esquina y comidas baratas, como las cantineras, en su mayoría malolientes. Desde los pisos superiores de las torres habitacionales, adosadas sin orden ni concierto y ventiladas por pequeños ventanucos, a veces hasta cae mierda, sit venia verbo (con perdón de la palabra). Los senadores, ataviados con sus togas de orlas purpurinas, se dirigen con premura al Foro para conocer las últimas novedades del acta diurna, los periódicos murales que los esclavos copian para sus amos. Se ven dioses vernáculos: Júpiter y Venus, y otros extranjeros cuyos nombres nadie conoce, provenientes de África y Asia, así como obras de arte de Grecia, ¡qué delicia! Y todo se ofrece a la vista al unísono, no en intervalos de países y años, no de un momento a otro, sino en una sola ciudad: Roma.
«Si las calles estuvieran más despejadas y no fueran tan peligrosas para los pensadores», se lamentaba en la Via Apia, entre Samnio y Apulia, el más grande de los poetas de Roma, Quinto Horacio Flaco, hijo de un liberto de Venusia. Sacudido en sus años tempranos y, sin duda, no mimado por su progenitor (que solía limpiarse la nariz con la manga), decía pestes del caos romano. «Aquí eres embestido por un presuroso intendente de obras con su ejército de mulas y porteadores; allí sobresale de una enorme enredadera una viga o un sillar; aquí se cruza en tu camino una pesada y chirriante carroza fúnebre; allí corre un perro rabioso; aquí te sale al encuentro un puerco despavorido y embarrado. De pronto, entre esta congestión reparo en uno que recita versos.»
Y Juvenal, el orador, poeta y satírico, se quejaba de que en Roma no se podía siquiera salir a cenar sin haber hecho antes testamento: «En la carreta que avanza hacia ti se bambolea un largo tronco, en otra llevan madera de pino amontonada en altas pilas que trepidan y amenazan a los transeúntes. Cuando vuelca una carreta cargada de bloques de mármol ligúrico, y la carga se desploma sobre una densa muchedumbre, ¿qué queda de los cuerpos?» Para poder dormir en Roma, al decir de Juvenal, era menester ser muy rico. El escándalo era indescriptible y muchos romanos habrían muerto tras enfermar por falta de sueño. Sólo se podía hallar el reparador descanso nocturno en las fincas rurales, fuera de la ciudad.
En la centuria anterior a la venida de Cristo poblaba la ciudad de las siete colinas un millón de personas: pululaban, reventaban por todas las costuras, rezumaban de las paredes como el leonado Tíber en su pantanoso cauce, y cada día eran más.
Roma, cien años antes de Cristo: depravada riqueza junto a la miseria administrada, ciudad de millonarios y menesterosos a merced de la asistencia pública con derecho, uno de cada dos, a 44 medidas de trigo al mes. Roma, ciudad de los marginados y truhanes, metrópoli, ciudad madre de la loba que devoraba todo lo que se le antojaba peligroso: Alba Longa, la capital del Lacio; Veyes, la ciudad de los etruscos; Capua, segunda ciudad en importancia del país itálico; Cartago, en África; Corinto, en Acaya; Numancia, en el nordeste de España. Roma: megalópoli, comunidad megalómana cuyos innumerables grupos de intereses la hacían ingobernable, ciudad de parásitos, aborrecida, temida en todo el Imperio, por chupar la sangre del campo como una garrapata hinchada a punto de reventar, tempus edax, época voraz.
Roma: desconsiderada, despiadada, cruel, sanguinaria ya desde sus comienzos, que Marco Terencio Varrón fijó con exactitud el 21 de abril de 753 a. C. En aquel entonces, Rómulo debió matar a su hermano gemelo Remo, descendiente del héroe troyano Eneas, por haber saltado por encima del pequeño muro que aquél había tendido alrededor de su aldehuela, y así continuó a través de las centurias. En Roma, siempre rigió el puño, nunca la cabeza como en Atenas. Las cabezas, como el mármol, eran importadas de Acaya, los perfumes de los ungüentos, del Asia y el grano, de Egipto. No se preguntaba por el intelecto, sino por el dinero. Desde los días de la República dos cónsules conducían los negocios de Estado, administraban justicia, controlaban la administración militar y civil y dieron sus nombres al año; el tiempo no se contaba.
Quien era dueño de un millón de sestercios, tenía derecho a un asiento en el Senado, donde distraían su tedio eméritos funcionarios encumbrados, y controlaban todos los cargos importantes: la política exterior, las finanzas y la religión.
Quien poseía un caballo y 400.000 sestercios era un miembro de la Orden Ecuestre. Al menos, eso sonaba distinguido, pertenecía al mundo de los negocios, a la nobleza adinerada, no apta para desempeñar cargos, pero todavía en la capa superior. Por debajo de ese nivel, el destino estaba señalado de antemano. Si se era uno de los humiliores, de los impotentes, apenas se tenía una oportunidad. Sin embargo, se formaba parte de la masa de los pobres con derecho a voto (y ese voto era capital; quien lo quisiera debía pagarlo) o, al menos, a formular promesas. De los esclavos, la mercancía humana, no se hablaba.
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