Glenn Parrish - La Piel de la Serpiente
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- Libro:La Piel de la Serpiente
- Autor:
- Editor:Bruguera
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La Piel de la Serpiente: resumen, descripción y anotación
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GLENN PARRISH
LA PIEL DE LA SERPIENTE
Colección
LA CONQUISTA DEL ESPACIO n.° 21
Publicación semanal
Aparece los VIERNES
EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
BARCELONA - BOGOTA - BUENOS AIRES - CARACAS - MEXICO
Depósito Legal B 44.056-1970
Impreso en España - Printed in Spain
a edición: enero, 1971
© GLENN PARRISH - 1971
sobre la parte literaria
© MIGUEL GARCIA - 1971
sobre la cubierta
Concedidos derechos exclusivos a favor de EDITORIAL BRUGUERA, S. A. Mora la Nueva, Barcelona (España)
Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A,
Mora la Nueva, - Barcelona - 1971
Todos los personajes y entidades privadas que aparecen en esta novela, así como las situaciones de la misma, son fruto exclusivamente de la imaginación del autor, por lo que cualquier semejanza con personajes, entidades o hechos pasados o actuales, será simple coincidencia
ULTIMAS OBRAS PUBLICADAS
EN ESTA COLECCIÓN
- — Un minuto en la cuarta dimensión. — Ralph Barby.
- — Torbellino de horror. — Marcus Sidéreo.
- — Máquinas rebeldes. — Glenn Parrish.
- — S.O.S. Venus. — Peter Debry.
- — Nunca se muere. — Lucky Marty.
CAPITULO PRIMERO
La plaza era un hervidero de gentes de todas clases. Desfilaban los hombres rojos de Gerstek VI, los «pieles escamosas» de Bro-Tu, parecidos a lagartos humanos; los acáfalos de Heetsi, bípedos que parecían haber sido decapitados recientemente, pero cuya cabeza formaba un todo con el tórax, en cuyo centro estaban los órganos visuales y auditivos; los gigantes de Raknar XX, con una estatura media de tres metros; los enanos de Forli-Sto, increíblemente diminutos... Era un colosal abigarramiento de razas estelares que se movía en un ambiente de luz y ruidos verdaderamente estallantes.
Había puestos de venta ambulantes en los que se podía comprar de todo: desde un bocadillo a una esclava joven y hermosa; desde la joya más cara —esmeraldas de Rohr-U— a un simple par de sandalias... Todo se exponía en aquella gigantesca ágora, todo se vendía y todo se compraba..., con tal de que el comprador dispusiera del dinero suficiente para adquirir lo que necesitaba o el objeto del cual se había encaprichado.
Naturalmente, no faltaban los vividores, tahúres, ladrones y rameras, pero la guardia de Iowar tenía el ojo vivo y no permitía desmanes. Que cada cual hiciera lo que fuese de su gusto, con tal de no perjudicar al vecino. O, por lo menos, pagándole.
Había estrados donde diferentes artistas exhibían sus habilidades. Una bailarina danzaba, pero su cuerpo no se movía en absoluto, salvo el ombligo, que describía una pequeña órbita de cinco centímetros de radio. La gente se quedaba embobada contemplando aquel fenómeno, mientras el dueño de la bailarina pasaba la bandeja en busca de monedas.
Jugadores, adivinadores del porvenir de ambos sexos, encantadores de serpientes tricéfalas, vendedores de souvenirs de los más lejanos planetas de la Galaxia... En aquella plaza cabía y había de todo.
Incluso estaba Magnus, el Mago, el hombre que podía hacer cualquier cosa que sus espectadores le pidieran.
—¿Que no lo creen? —exclamó Magnus, dirigiéndose a su embobado auditorio—. A ver, tú, estás enamorado de una joven de largos cabellos verdosos. ¿No te gustaría tenerla ahora en brazos?
Magnus movió la mano derecha con amplio ademán y el curioso se tambaleó repentinamente bajo el peso de una hermosa muchacha de pelo intensamente verde.
—¡Kuyna! ¡Kuyna! ¡Estás aquí, estás aquí! —gritó el individuo, a la vez que emprendía precipitada huida con su preciosa carga.
—Y tú —siguió Magnus —, ¿no desearías tener ahora mismo un collar de perlas de Frandunare? ¡Pues ahí las tienes, preciosa!
La mujer se encontró repentinamente con un collar de perlas en torno al cuello y prorrumpió en gritos de alegría. Magnus dio un salto y se apeó del pequeño estrado y, acercándose a la gente, empezó a sacarles monedas de oro de boca y narices, en medio de un jolgorio y una algazara impresionantes.
—Magnus nunca falla, Magnus siempre da a sus clientes lo que le piden —gritó el mago jovialmente, mientras se autotransportaba de nuevo hasta el tablado—. ¿Qué es lo que quieres tú, viejo barrigón? —señaló con la mano a un individuo de orondo aspecto y lujosa vestimenta.
—Suprime a mi vieja y gruñona esposa —gritó el individuo, en medio de las risotadas de todos los presentes.
Magnus alzó las manos.
—Yo no suprimo personas, las creo —dijo—. Si me hubieras pedido una esclava joven y hermosa...
—Mi casa se convertiría en un infierno, no, gracias —contestó el gordo.
Magnus hizo otra demostración de sus fabulosos poderes. Sacudió las manos y una bandeja, con una botella y varios vasos, apareció flotando en el aire. Llenó los vasos y empezó a repartirlos entre los presentes.
—¡Bebed a la salud de todos, amigos! ¡Magnus, el Mago, invita! —gritaba, mientras iban apareciendo vasos incesantemente y la botella no daba señales de agotar su rojo contenido.
Aquella demostración originó luego una cerrada salva de aplausos. Magnus se quitó el gorro verde y morado con que se cubría y, colocándolo al extremo de un palo, empezó a pasarlo entre la concurrencia.
—Animo, amigos, pagad vuestra diversión con una simple monedita de d enario. También admitiré sexter cios, no faltaría más.
Las monedas cayeron en el gorro. Un chungón gritó:
—¿No eres capaz de llenártelo tú mismo?
—Al Banco Nacional de Iowar no le gusta que le hagan la competencia —contestó Magnus alegremente.
La pequeña multitud que se había congregado a su alrededor empezó a dispersarse. El día de mercado se acababa ya y la plaza se vaciaba, aunque todavía muy lentamente.
Magnus contó la recaudación y meneó la cabeza.
—No está mal —dijo—. Cincuenta denarios y doce sextercios. Peor podría haberme ido.
Guardó el dinero en la bolsa y saltó al suelo. Era un hombre corpulento, de unos treinta años y casi noventa kilos de peso, pelo negro y ojos azules. Su vestimenta consistía en una túnica corta, de color anaranjado, y pantalones negros.
Magnus, el Mago, en la vida real José Lann, abandonó el ágora y se encaminó a su alojamiento. La noche caía rápidamente sobre la capital de Iowar. Lann tenía ganas de comer un buen trozo de pierna asada y beberse una jarra de vino. Sabía dónde hacerlo.
Abandonó las calles del centro y se metió por un dédalo de callejuelas de suelo empedrado, la mayoría en pendiente hacia el río que pasaba a orillas de la ciudad. Era la hora de la cena y casi todo el mundo estaba en sus casas.
De pronto, Lann oyó pasos a sus espaldas. Se volvió.
Dos hombres le seguían. Apretó el paso y los individuos aceleraron el suyo.
Lann comprendió. «Ladrones», pensó en el acto. Rufianes sin escrúpulos, capaces de enterrarle un palmo de hierro entre las costillas, para robarle un denario. La ocasión no podía ser más propicia.
De pronto, entró en una calle angosta, absolutamente desierta. El lugar adecuado, pensó Lann.
Los ladrones corrieron tras él. Lann se detuvo y les plantó cara.
—Danos tu dinero —pidió uno de los forajidos.
—Si lo haces sin resistencia, vivirás —señaló el otro.
Lann se echó a reír.
—¿Sabéis quién soy yo? —preguntó.
—Sí, Magnus, el Mago, pero con nosotros no valen tus trucos de hipnotismo —contestó uno de los ladrones.
—Sugestionas a la gente fácilmente, pero nosotros nos hemos preparado —dijo el otro, a la vez que sacaba de sus ropas un espantable machete de treinta centímetros de longitud.
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