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Stacy Schiff - Cleopatra

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Stacy Schiff Cleopatra
  • Libro:
    Cleopatra
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
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  • Año:
    2010
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Cleopatra: resumen, descripción y anotación

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Cleopatra la última reina de Egipto es una de las mujeres más misteriosas de - photo 1

Cleopatra, la última reina de Egipto, es una de las mujeres más misteriosas de la historia: pese a que todos reconocemos su nombre, apenas sabemos nada de ella. La leyenda la retrata como una sirena seductora, olvidando que, por encima de todo, Cleopatra fue una astuta estratega y una negociadora ingeniosa, una gobernanta capaz de dirigir una flota, de suprimir una revuelta popular, de controlar las oscilaciones de la moneda y de combatir la hambruna de su pueblo. Stacy Schiff ha recuperado las fuentes clásicas y ha separado los hechos de la ficción para rescatar a la carismática reina cuya muerte instauró un nuevo orden mundial una generación antes del nacimiento de Cristo. Rica en detalle, de alcance épico, la obra de Schiff es una luminosa y original reconstrucción de una vida deslumbrante.

Stacy Schiff Cleopatra Una nueva mirada a la deslumbrante vida de la reina que - photo 2

Stacy Schiff

Cleopatra

Una nueva mirada a la deslumbrante vida de la reina que sedujo al mundo antiguo

ePub r1.1

turolero 07.06.15

Título original: Cleopatra

Stacy Schiff, 2010

Traducción: David Paradela López

Editor digital: turolero

V. 1.1: Corregido error en el subtítulo (gracias a Ignotus)

ePub base r1.2

Al fin para Max Millie y Jo STACY SCHIFF Massachusetts EE UU - 26 de - photo 3

Al fin, para Max, Millie y Jo

STACY SCHIFF Massachusetts EE UU - 26 de octubre de 1961 Escritora y - photo 4

STACY SCHIFF (Massachusetts, EE. UU. - 26 de octubre de 1961). Escritora y periodista es colaboradora de medios como el New York Times y resultó ganadora de un Premio Pulitzer gracias a su excelente biografía de Vera Nabokov, esposa del escritor ruso Vladimir Nabokov.

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LA EGIPCIA

«Y es que no hay nada, créeme, más útil a los hombres que una prudente desconfianza».

EURÍPIDES

Cleopatra VII, una de las mujeres más famosas que jamás vivieron, gobernó Egipto durante veintidós años. Perdió un reino, lo recuperó, estuvo a punto de volver a perderlo, levantó un imperio, lo perdió todo. Diosa desde niña y reina a los dieciocho años, no tardó en convertirse en una celebridad y fue, ya en su tiempo, objeto de especulaciones e idolatrías, habladurías y leyendas. En el culmen de su poder, llegó a controlar la práctica totalidad de la costa oriental del Mediterráneo, el último gran reino de cualquier gobernante egipcio. Por un breve instante, tuvo en sus manos el destino de Occidente. Engendró un hijo con un hombre casado, y tres más con otro. Murió a los treinta y nueve años, una generación antes del nacimiento de Cristo, y como no hay fama sin tragedia, el fin de Cleopatra fue súbito y formidable. Desde entonces, vive en nuestra imaginación. Muchos han sido quienes han hablado en su nombre, entre ellos los más grandes dramaturgos y poetas; en los últimos dos mil años no hemos hecho otra cosa que poner palabras en su boca. Pocos personajes han conocido una fama póstuma superior a la suya: hoy en día su nombre evoca asteroides, videojuegos, clichés, cigarrillos, máquinas tragaperras, locales de striptease y hasta a Elizabeth Taylor. Ya Shakespeare habló de la variedad infinita de Cleopatra. Si él supiera.

Pero si el nombre es inmortal, su imagen es menos nítida. Pese a ser una de las figuras más reconocibles de la historia, sabemos bien poco acerca de su verdadero aspecto. Los retratos que aparecen en las monedas —acuñadas en vida suya, y muy probablemente con su beneplácito— son los únicos que pueden aceptarse como auténticos. Aparte de eso, la recordamos por los motivos equivocados: soberana lúcida y capaz, supo armar flotas, sofocar insurrecciones, controlar la moneda y aliviar hambrunas. Cierto eminente general romano dio fe de su pericia en los asuntos militares. Aunque no eran aquellos tiempos escasos en mandatarias, Cleopatra destacó como la única mujer del mundo antiguo capaz de gobernar en solitario y de desempeñar un papel en la política de Occidente. Fue con mucho la persona más rica de todo el Mediterráneo y gozó de mayor prestigio que ninguna otra mujer de su época, tal como se le recordó a un rey rival que, durante su estancia en la corte egipcia, trató de incitar a su muerte. (Su fama era tal que no resultaba factible). Cleopatra descendía de una larga saga de asesinos, y, aunque mantuvo bien alto el pabellón familiar, pude decirse que, considerando los usos del lugar y el momento, obró con relativa mesura. Con todo, su reputación ha sido siempre de mujer tentadora y licenciosa. No será la última vez que una mujer poderosa pase a la historia transmutada en descarada seductora.

Como toda vida que se preste a la poesía, la de Cleopatra abundó en trastornos y desengaños. Creció rodeada de lujos sin parangón y heredó un reino en decadencia. Sus antepasados llevaban diez generaciones reinando como faraones, aunque en verdad los Ptolomeos eran griegos de Macedonia, lo cual significa que Cleopatra tenía de egipcia casi tanto como Elizabeth Taylor. A los dieciocho años, ella y su hermano de diez asumieron el mando de un país con un pasado ilustre y un futuro incierto: mil trescientos años separaban a Cleopatra de Nefertiti, las pirámides —que Julio César visitó casi sin duda de la mano de Cleopatra— estaban ya manchadas de garabatos, la esfinge había pasado por una restauración general mil años antes y la gloria del antaño pujante Imperio ptolemaico se había atenuado. Cleopatra se hizo adulta en un mundo ensombrecido por Roma, que durante su infancia había extendido sus dominios hasta las fronteras de Egipto. Cuando Cleopatra contaba once años, César recordaba a sus oficiales que, si no iban a la guerra para obtener riquezas y subyugar a otros pueblos, no merecían el nombre de romanos. Cierto soberano oriental que libró una batalla épica contra Roma dijo algo que Cleopatra, si bien por otras razones, podría haber suscrito: los romanos tenían el temperamento de un lobo. Odiaban a los grandes reyes. Todo cuanto poseían era fruto del saqueo. Su objetivo era hacerse con todo y para ello «o destruirán todo o sucumbirán». Las implicaciones para el último país rico en la órbita de Roma eran evidentes. Egipto, que siempre se había distinguido por su habilidad negociadora, había logrado conservar buena parte de su autonomía, pero también se había visto complicado en los asuntos de Roma.

El padre de Cleopatra había obtenido el título de «amigo y aliado del pueblo romano» a cambio de una suma desorbitada. Su hija descubriría que no bastaba con ser amiga de ese pueblo y su Senado; era preciso ganarse al romano más poderoso de su tiempo, tarea nada fácil en los últimos días de una república fustigada por las guerras intestinas. Éstas estallaron con regularidad durante la vida de Cleopatra, enfrentando a una sucesión de comandantes romanos entre sí por motivos sobre todo de ambición personal, y por dos veces se dirimieron en suelo egipcio. Cada una de estas convulsiones provocaba una conmoción en todos los países del Mediterráneo, obligados de continuo a corregir sus lealtades y modificar el destino de sus tributos. El padre de Cleopatra se había aliado con Pompeyo el Grande, el brillante general romano sobre el que siempre parecía brillar la buena estrella. Pompeyo se convirtió en valedor de la familia, pero Cleopatra tuvo la mala suerte de acceder al trono justo cuando éste, al otro lado del Mediterráneo, se enzarzaba en una guerra civil contra Julio César. En el verano del año 48 a. C., César aplastó a Pompeyo en la zona central de Grecia, y Pompeyo huyó a Egipto, en una de cuyas playas sería apuñalado y decapitado. Cleopatra tenía veintiún años y no tenía más alternativa que congraciarse con el nuevo amo del mundo romano. Pero lo hizo de forma distinta a la mayoría de reyes vasallos, cuyos nombres, no por casualidad, hemos olvidado. A lo largo de los años siguientes, luchó por aprovechar en beneficio propio el implacable avance de Roma, cambió de valedores tras el asesinato de César y terminó uniéndose al protegido de éste, Marco Antonio. Desde la distancia, su reinado parece la crónica de un indulto. Su suerte estaba echada de buen principio, aunque ella, por supuesto, debía de ver las cosas de forma muy distinta. A su muerte, Egipto se convirtió en provincia romana. El país no recuperó la autonomía hasta el siglo XX.

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