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Juan Eslava Galán - Cleopatra, la serpiente del Nilo

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Juan Eslava Galán Cleopatra, la serpiente del Nilo
  • Libro:
    Cleopatra, la serpiente del Nilo
  • Autor:
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    ePubLibre
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  • Año:
    1993
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Cleopatra, la serpiente del Nilo: resumen, descripción y anotación

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JUAN ESLAVA GALÁN nació en Arjona Jaén en 1948 se licenció en Filología - photo 1

JUAN ESLAVA GALÁN nació en Arjona (Jaén) en 1948; se licenció en Filología Inglesa por la Universidad de Granada y se doctoró en Letras con una tesis sobre historia medieval.

Amplió estudios en el Reino Unido, donde residió en Bristol y Lichfield, y fue alumno y profesor asistente de la Universidad de Ashton (Birmingham). A su regreso a España ganó las oposiciones a Cátedra de Inglés de Educación Secundaria y fue profesor de bachillerato durante treinta años, una labor que simultaneó con la escritura de novelas y ensayos de tema histórico. Sus obras se han traducido a varios idiomas europeos. Es Medalla de Plata de Andalucía y Consejero del Instituto de Estudios Giennenses.

Ha traducido la poesía de T. S. Eliot y escribe novelas de ficción histórica con el seudónimo Nicholas Wilcox. Entre sus obras destacan: En busca del unicornio (Premio Planeta 1987), El comedido hidalgo (Premio Ateneo de Sevilla 1994), Señorita (Premio Fernando Lara 1998 y Premio de la Crítica Andaluza 1998) o La mula. También ha publicado varios ensayos, como Los castillos de Jaén o Los templarios y otros enigmas de la historia.

Capítulo primero

El culebrón de los Tolomeos

Antes de entrar de lleno en la vida de Cleopatra no estará de más que hablemos un poco de su país y de la familia.

Vamos a suponer que estamos en el siglo I a. C. y que sobrevolamos Egipto a gran altura, a bordo de uno de esos ovnis en cuya existencia cree a pie juntillas mi ínclito amigo Julio Marvizón. ¿Qué vemos allá abajo? Un inmenso desierto de piedras y arena recorrido por un río caudaloso en cuyas márgenes crece un largo oasis verde cuya anchura oscila entre diez y veinte kilómetros, dependiendo del relieve. El río desemboca en amplio delta que, desde esta altura, semeja la pata de una palmípeda. Es un vergel recorrido por canales y complejos sistemas de irrigación, palmerales, huertos, trigales, pueblecitos blancos y, junto al mar, una populosa y rica ciudad, Alejandría. Ahora remontamos el río hacia el Sur. La franja verde del oasis se prolonga a lo largo de mil kilómetros y luego se diluye entre pantanos y selvas mucho más allá de los confines de Egipto porque este río parece infinito.

Entre junio y octubre el Nilo crece, se desborda e inunda los campos. Cuando mengua y regresa a su cauce, los labrantíos quedan cubiertos de un prodigioso abono natural, una gruesa capa de limo negro que el río arrastra desde el Sudán. Con este providencial fertilizante, la tierra produce varias cosechas anuales. Hasta donde alcanzan las aguas es la tierra negra, el terreno más fértil del mundo, un metro más allá comienza la tierra roja es decir, el estéril yermo. Ahora se comprende cabalmente que Egipto es un don del Nilo, como dice Herodoto.

En esa privilegiada región, tres mil años a. C. surgieron pequeñas comunidades neolíticas que, con el tiempo, se agruparon en dos reinos, el del Alto y el del Bajo Egipto. Estos dos reinos fueron unificados por el primer faraón, un tal Narmer o Menes, fundador de la primera dinastía, con capital en Menfis, la de los muros blancos.

Durante dos mil años los egipcios desarrollaron una cultura refinada cuyos máximos exponentes fueron las grandes construcciones monumentales, las pirámides del Imperio Antiguo y las tumbas y templos del Imperio Nuevo. La agricultura era próspera pero el país era pobre en metales. En sus épocas de mayor esplendor, Egipto extendió su dominio hasta el desierto del Sinaí en busca de sus minas de cobre, y hasta Nubia donde había yacimientos de oro. También llegó a Fenicia, la de los hermosos bosques de cedro.

La historia egipcia es tan larga que en ella cabe todo. Junto a la grandeza imperial hubo tiempos en que el poder del faraón se debilitó y permitió que le crecieran bajo las plantas señoríos feudales.

El reino alcanzó su máximo esplendor en los llamados imperios Antiguo y Medio (entre 2850 y 1570 a. C.). Ésta es la época en que se construyen las grandes pirámides. El invento partió del arquitecto Imhotep que ideó la pirámide escalonada de Saqara. El grupo de pirámides que forman hoy la estampa más divulgada de Egipto, las de Keops, Kefrén, Dashur y Micerinos, se construyó en sólo cincuenta años, durante la IV dinastía (aproximadamente 2575-2465 a. C.). Después sobrevino la decadencia, se debilitó el poder central que financiaba aquellas colosales obras, se engalló la nobleza y, como en la Europa medieval, incluso se produjeron subdivisiones del territorio en pequeños reinos y subsiguientes reunificaciones. En esta época las pirámides apenas alcanzaron cuarenta metros de altura (una nadería comparadas con la de Keops que mide casi ciento cincuenta). En el Imperio Medio los faraones recuperaron el poder y hubo otra vez centralización administrativa pero ya la moda de las pirámides gigantescas había pasado. Los faraones de las restantes dinastías, las del llamado Imperio Nuevo, prefirieron construirse tumbas subterráneas y los templos del Valle de los Reyes.

Durante el segundo milenio Egipto había sido una gran potencia; en el primero solamente vivió una larga decadencia, baqueteado por los cambiantes poderes que surgían en Oriente. Ni siquiera se privaron de invasiones de pueblos extranjeros (la de los hicsos, hacia 1650 a. C., la de los llamados pueblos del mar, hacia 1180 a. C., la de los etíopes, hacia 700 a. C., la de los asirios, en 662 a. C. y la de los persas en 525 a. C.).

En tiempos de Cleopatra hacía siglos que se había dejado de construir pirámides y aunque había miles de ellas esparcidas por todo Egipto, casi todas muy pequeñas, eran ya una reliquia del pasado como lo puede ser el acueducto de Segovia para nosotros. Hoy se conservan pocas, acaso un centenar, algunas en deplorable estado.

Los antepasados de Cleopatra no eran egipcios. Cleopatra pertenecía a una familia griega por los cuatro costados, los Tolomeos, que se había establecido en el trono de Egipto tres siglos atrás. Conviene advertir que Cleopatra era, por sangre y por educación, más griega que egipcia, si bien admiraba la grandeza de los buenos tiempos faraónicos y respetaba la cultura egipcia. De hecho fue la primera reina de su dinastía que se molestó en aprender la lengua del país. Los otros Tolomeos, sus predecesores, sólo hablaban griego.

La herencia de Alejandro

Los griegos se establecieron en el trono de Egipto el año 332 a. C., cuando Alejandro Magno conquistó el imperio persa del que a su vez dependía Egipto desde dos siglos antes.

Alejandro Magno se presentó en Egipto como un libertador enviado por los dioses para rescatar al pueblo egipcio del yugo persa e hizo circular una disparatada leyenda legitimista que lo hacía hijo del faraón Nectanebo y por lo tanto heredero legítimo de Egipto. Después de fundar Alejandría en el delta del Nilo, el caudillo griego no tuvo inconveniente en peregrinar al santuario y oráculo del dios nacional Amón, en el desierto líbico, donde, de acuerdo con su supuesta legitimidad, fue proclamado dios, como todos los faraones.

El imperio de Alejandro Magno abarcaba casi todo el mundo conocido desde Grecia hasta la India. Cuando Alejandro murió sin hacer testamento, en 323, a los treinta y tres años de edad, víctima del paludismo, sus generales, los llamados diadochoi (herederos) se repartieron el imperio y fundaron tres dinastías: los antigónidas, que reinaron sobre Macedonia y los Balcanes; los seléucidas, que reinaron sobre Siria y Asia, antiguas posesiones de los persas aqueménidas, y los tolemaicos que señorearon Egipto.

Quizá el más capaz de los generales de Alejandro fuera este Tolomeo I, el antepasado de Cleopatra que inauguró la dinastía egipcia. Era tan astuto que escogió quedarse con Egipto, una posesión cuya menor extensión territorial estaba sobradamente compensada por las grandes ventajas que comportaba: tierra muy rica habitada por un pueblo muy dócil y conservador y fácilmente defendible por estar rodeada de desiertos. Todo ello garantizaba estabilidad y prosperidad. Tolomeo se procuró, además, la legitimidad del legado alejandrino cuando convenció a sus conmilitones de la conveniencia de que el cuerpo de Alejandro, fallecido en Babilonia, recibiera sepultura en Egipto, en el santuario de Amón, cuyo divino hijo era. Después olvidó lo del santuario y lo sepultó en Alejandría, en la propia capital, en un suntuoso mausoleo a donde peregrinaban sus incondicionales, como antiguamente los comunistas iban a la tumba de Lenin.

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