Historia de historias, relato de relatos ambientado en la Praga del siglo XVI, De noche, bajo el puente de piedra nos habla del emperador Rodolfo II, rey de Bohemia y emperador del Sacro Imperio, amante de las artes, manirroto y paranoico; del gran rabino Loew, místico y vidente; y del riquísimo judío Mordejai Meisl y su bella esposa Esther, eslabón entre la corte y el gueto.
El depositario de todos estos relatos es Jakob Meisl, un misterioso estudiante de medicina de Praga dispuesto a demostrarnos que «los profesores de historia que enseñan en los colegios y los señores que escriben los libros de historia no saben ni entienden nada», que el relato histórico suele olvidar la parte humana y mágica de nuestra existencia y que la verdadera literatura es, gran parte de las veces, mucho más real que la propia historia.
Publicada por primera vez en 1953, poco antes de la muerte de su autor, De noche, bajo el puente de piedra está considerada unánimemente como la obra maestra de Leo Perutz —uno de los grandes narradores del siglo XX, admirado por escritores tan dispares como Graham Greene, Ian Fleming o Jorge Luis Borges— y como una de las mejores novelas históricas de la literatura universal.
Leo Perutz
De noche, bajo el puente de piedra
ePub r1.0
Titivillus 04.02.2017
Título original: Nachts unter der steinernen Brücke
Leo Perutz, 1953
Traducción: Cristina García Ohlrich
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
A mi querido compañero G. P.,
en agradecimiento
Índice
De noche, bajo el puente de piedra
Peste en el barrio judío
La mesa del emperador
El coloquio de los perros
La zarabanda
Enrique, el del infierno
El tálero robado
De noche, bajo el puente de piedra
La estrella de Wallenstein
El pintor Brabanzio
El alquimista olvidado
La jarra de aguardiente
Los fieles del emperador
La vela consumida
El ángel Asael
Epílogo
Peste en el barrio judío
En el otoño de 1589, un año en que la muerte hizo grandes estragos entre los niños del barrio judío de Praga, dos pobres cómicos, de cabello ya encanecido, que se ganaban el sustento haciendo reír a los invitados en las bodas, caminaban por la calle de Beleles, la que lleva desde la plaza de San Nicolás al cementerio judío.
Empezaba a oscurecer y estaban desfallecidos, pues desde hacía un par de días no habían comido más que algunos bocados de pan. Corrían malos tiempos para los cómicos. La ira de Dios había caído sobre los inocentes niños y no se celebraban más bodas ni festejos en el barrio judío.
Hacía una semana, uno de los dos hombres, Koppel-Bär, había llevado al prestamista Markus Koprivy la hirsuta piel con la que, disfrazado de animal salvaje, solía hacer sus piruetas. El otro, Jäckele-Narr, había empeñado sus cascabeles de plata. Ahora solo les quedaba la ropa y los zapatos, y Jäckele-Narr conservaba también su violín, por el cual el prestamista no había querido darle nada.
Caminaban despacio, pues aún no había anochecido del todo y no deseaban ser vistos cuando se internaran en el cementerio. Durante años se habían ganado el pan de cada día y la pitanza del sabbat trabajando honradamente, pero ahora su situación era tal que se veían obligados a recoger por la noche las monedas de cobre que, de vez en cuando, los píos visitantes del cementerio dejaban sobre los sepulcros para los pobres.
Cuando llegaron al final de la calle de Beleles y vieron a su izquierda el muro del cementerio, Jäckele-Narr se detuvo y señaló la puerta del zapatero remendón Gerson Chalel.
—Seguramente —dijo—, Florcita, la hija del zapatero, todavía está despierta. Le voy a tocar la canción Mis años son cinco, mi corazón da un brinco, para que se acerque a la puerta y salga a bailar a la calle.
Koppel-Bär despertó de su ensoñación. Había estado soñando con una sopa caliente de rábanos con tropezones de carne.
—Estás loco —gruñó—. Cuando venga el Mesías y sane a los enfermos, tú seguirás siendo un loco. ¿Qué me importa a mí la hija del zapatero? ¿Qué más me da que baile o no? Estoy enfermo de hambre y me duele todo el cuerpo.
—Si estás enfermo de hambre, coge un cuchillo, afílalo y cuélgate —dijo Jäckele-Narr y, echándose el violín al hombro, se puso a tocar.
Pero, por mucho que tocara, la hijita del zapatero no salía. Jäckele-Narr dejó caer el violín y meditó un instante. Luego cruzó la calle y echó un vistazo a la habitación del zapatero a través de la ventana.
La habitación estaba vacía y a oscuras, pero desde el dormitorio llegaba un resplandor, y Jäckele-Narr vio al zapatero y a su mujer sentados en sendos escabeles rezando una oración fúnebre por su hija Flor, a la que habían enterrado la víspera.
—Ha muerto —dijo Jäckele-Narr—. También al zapatero le tocó el turno. Yo no tengo nada, pero daría lo que fuera porque su hijita viviera. Era tan pequeña y, a pesar de ello, cuando la veía me parecía ver el mundo entero reflejado en sus ojos. Cinco añitos y ya muerde el polvo. —A la muerte pelada no hay puerta cerrada —murmuró Koppel-Bär—. Para ella nada es demasiado pequeño, demasiado insignificante.
Y, reanudando su camino, se pusieron a recitar en voz muy baja el salmo del rey David:
—Ahora que moras bajo la sombra del Omnipotente, no te sobrevendrá mal alguno. A sus ángeles mandará cerca de ti, para que te guarden en todos tus caminos. Sus manos te sostendrán, para que tu pie no tropiece en ninguna piedra.
Había caído la noche. En el cielo brillaba, entre oscuras nubes cargadas de lluvia, una pálida luna. El silencio que reinaba en las callejuelas era tal que podía oírse el susurro del agua en el riachuelo. Temerosos y avergonzados, como si lo que se disponían a hacer contraviniera los mandamientos de Dios, atravesaron la estrecha puerta que les separaba del jardín de los muertos.
El cementerio, bañado por la luz de la luna, estaba silencioso e inmóvil como la oscura y misteriosa corriente de Sam-Bathjon, cuyas olas se detienen en el día del Señor. Las piedras blancas y grises se apoyaban unas contra otras como si no pudieran soportar solas el peso de los años. Los árboles levantaban sus secas ramas hacia las nubes del cielo dibujando una queja.
Jäckele-Narr iba delante y Koppel-Bär le seguía como una sombra. Avanzaron por la estrecha senda bordeada de matojos de jazmín y de saúcos hasta el corroído sepulcro del rabino Avigdor. Allí, sobre la tumba del gran santo cuyo nombre iluminaba la oscuridad del exilio, Jäckele-Narr encontró un centavo de Maguncia, un tres de cobre y dos ochavos lombardos. Luego continuó hasta el lugar donde yacía, bajo un arce, la tumba del rabino Gedalja, el célebre médico.
Pero de pronto se detuvo, agarrando a su compañero de un brazo.
—¡Escucha! —susurró—. No estamos solos. ¿No has oído ese crujido y a alguien cuchicheando?
—Estás loco —le respondió Koppel-Bär, que acababa de encontrar un gros bohemio y se lo había guardado para sí—. ¡Estás chiflado! Es el viento que arrastra las hojas por el suelo.
—¡Koppel-Bär! —susurró Jäckele-Narr—. ¿No ves ese resplandor junto al muro?
—Si estás loco —gruñó Koppel-Bär— bebe vinagre, cabalga en un palo y ordeña chivos, pero a mí déjame en paz. Lo que ves son unas piedras blancas que brillan bajo la luz de la luna.