ediciones carena © Daniel Riu Maraval © ediciones carena
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Diseño de colección y cubierta:
Ilustraciones: Daniel Riu Maraval Depósito legal:
ISBN-13: 978-84-96357-45-7
Y perdemos los nombres de la piedra
Daniel Riu Maraval
Prólogo de Miguel Veyrat
LA PIEDRA QUE SEGUIRÁ CANTANDO
Le livre survit au livre Edmond Jabés
Teníamos dieciocho años. Y reíamos, cantábamos, llorábamos y bebíamos. Daniel Riu ya había publicado un libro de poesía. Yo también, pero el suyo era el bueno. Ya en aquel primer libro, llamado Momentos , y con qué acierto, Daniel daba a entender lo que sería a lo largo de su vida su entendimiento secreto y fugaz de las cosas, el afán de nombrarlas de nuevo, de poner tibiamente la mano por encima y sentirlas palpitar para despertarlas a una nueva aventura vital incorporándolas a la propia respiración: o el lacerante dolor de perderlas. Ya entonces su palabra poética brotaba desnuda y veraz, sin adornos ficticios, sin rimas ni corsés, con un ritmo interno perfecto en el diástolesístole del decir.
Daniel Riu empezó a encarnar para mí esa tercera vía que en la polémica abierta y dura entre Heidegger y Sartre pretendía distinguir la prioridad de paso entre esencia y existencia, entre Ser y Tiempo o entre Ser y Nada. Daniel investía ya tempranamente al homo viator que enunció más tarde un Gabriel Marcel todavía marxista, cortando la polémica al anunciar que el hombre “es” al tiempo que avanza, y que al conocer existe. Así avanzó poéticamente Daniel, casi sin saberlo, desentrañando la esencia que la más dura experiencia de saberse vivir latiendo le proporcionaba. Y así nos lo cantaba a sus amigos. Así era, tal como existía. Sencillamente. Dando “voz a los silencios” y “abriendo agujeros en el aire” por donde se filtrase el conocimiento.
Ahora, sí,
sé cosas que antes no sabía.
Tal como hubiera querido Hölderlin al anunciar en su verso que “Poéticamente habita el hombre la tierra”, ha ido poblando Daniel Riu Maraval paso a paso, libro a libro, el aliento de su tránsito por su propia vida entre los seres y las cosas. Ha caminado conociendo, reconociendo, identificando, nombrando, asombrándose ante la injusticia y el dolor de los demás, denunciando, conmoviéndose, apasionándose ante “las mentiras de los ángeles” o el “nacimiento de las madrugadas”, y comunicándolo al oído del amigo que le acompaña en el paseo, para implicarle en su secreto.
Daniel y yo dejamos de vernos durante casi cincuenta años: nos dispersamos, cada uno tras sus propios anhelos y un buen día, no hace mucho, Daniel localizó un libro mío en un librero de viejo, lo compró, me buscó con denuedo, con tenacidad de hormiga, me localizó en alguno de mis destinos periodísticos, me abrazó efusivamente en larguísimas conversaciones telefónicas y después puso entre mis manos sus breves, intensos, densos, ligeros, profundos versos.
Ahora, ya viejos los dos, me llega el último libro escrito por Daniel Riu y me pide que lo inicie con unas líneas como pórtico. ¿Y qué voy a hacer yo más que contar, como estoy haciendo, cómo es Daniel, cómo era, cómo sigue siendo, cómo lo leemos, lo queremos sus lectores? Ya sé que la tradición en la llamada “vida literaria” pide que el prologuista ilustre con hondas frases y sabias citas ad hoc el elogio del poeta, que ahonde en los lagos de la filología, la filosofía o la lingüística para exaltar sus habilidades y virtudes. Pero en este caso no va a hacer ninguna falta.
Porque basta con abrir este libro de enigmático título —ya volveremos a él— por cualquier página, para que salte al aire la auténtica poesía escapándose para siempre del silencio, existiendo con voz propia, naciendo directamente del lenguaje que en choque brutal con la emoción balbucea un canto nuevo. Basta con abrirlo, este libro, para sentirse ganado por él y no poder dejarlo hasta terminar de leer el último verso, pues la lenta elegía que brota de su primer poema pide que el aliento siga sin desmayo “por la ambigua orilla” hasta la invocación final:
Volved a sembrarme en esta tierra donde el jilguero canta.
Sembradme sin ojos y sin boca, sin dolor y sin sombra.
Sembrad mi corazón desnudo, como un sonido dulce
una semilla cierta
o un secreto.
Bastaría en verdad leer sólo estos versos a quien ignorase todo de la obra de este poeta cierto y certero, para adivinar enseguida cuán adentro lleva y de qué modo se adentra en la poesía de la que conoce a la perfección su esencia. Pues es su poesía sonido puro que procede de la semilla cierta del secreto. Es instrumento de conocimiento que al nacer precede al pensamiento, que a su vez se torna pasión pura, que es luego canto y sólo canto. Y en ello no se busca el poeta a sí mismo sino a todos y a cada uno.
“Poesía es reintegración, reconciliación, abrazo que cierra en unidad al ser humano con el ensueño de donde saliera, borrando las distancias”, dice María Zambrano. Y tal parece que este libro se le escapó al poeta para cumplir tal propósito, y con él cerrar un círculo, un ciclo vital. Su tono mayor es elegíaco, de despedida, de recorrido por cada pequeño o gran dolor sentido, de constatación de que “han cesado los prodigios”, de interminables ecos que proclaman “el derrumbe de los almendros”, de que
las tinieblas invaden
y perdemos los nombres de la piedra.
¿Pero quién nombró a la piedra? ¿Cuántos son los nombres de la piedra? ¿Noventa y nueve, como los de Jhvé o Alá? ¿Quién, qué es la piedra? ¿Por qué invoca Daniel Riu sus nombres perdidos? Existe en la Tradición —eso que el poeta conoce por intuición, pues la Tradición con mayúsculas la ha creado él a lo largo de los siglos direc-tamente desde la Naturaleza— una relación estrechísima entre el ánima y la piedra. Desde Prometeo, procreador del género humano, las piedras han conservado un aroma humano. La piedra y el hombre presentan un doble movimiento de ascenso y descenso: el hombre nace del espíritu y a él retorna.
La piedra tallada con la que construimos los templos no es sino la obra humana: desacraliza la obra de Dios, simboliza la acción que se sustituye a la energía creadora del Universo. La piedra bruta ha sido siempre el símbolo de la libertad, andrógina, viva, caída del cielo y que sigue viviendo entre nosotros. Cuando la talla el hombre, la piedra de la palabra nace para servir, para comunicar colaboración, amor, verdad, belleza. Y piedra es ahora y siempre símbolo de conocimiento, como bien sabían los practicantes de la Gaya Ciencia, que yace enterrada — Pistis Sophia , piedra filosofal o bien ruah Elohim , aliento de Dios, como quería el Abraham fundador del primer templo en torno a la piedra negra Ka’aba , símbolo de la luz oscura— y sólo se levanta ante la voz del iniciado para dar comienzo a su transformación espiritual .
Solamente un auténtico iniciado, un poeta como Daniel Riu puede evocar el fin, la pérdida de los nombres, la propia vida, pero dejar en su lector la verdadera emoción de saber que la piedra seguirá alentando, que su fuerza ígnea, magmática, seguirá golpeando sílex contra sílex mientras la talla un hombre que tiene el don del canto, para hacer brotar el fulgor que da lugar al fuego. Que algunos llaman Verbo, otros Logos, y que en estado puro no es sino Poesía cuando se une al amor que le da forma y lo comunica: tan auténtica esta vez que cuando ustedes comiencen a leerla notarán que forma ya parte irremediable de su propia vida y desearán —como yo mismo deseo, para brotar con él de nuevo—, que ahora mismo siembren su propio corazón, desnudo, muy cerca del de su autor, con el que siempre
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