Gay Talese - El puente
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- Libro:El puente
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1964
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El puente: resumen, descripción y anotación
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El puente — leer online gratis el libro completo
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Llegan a la ciudad en coches enormes, viven en habitaciones amuebladas, beben whisky acompañado de chupitos de cerveza y persiguen a mujeres que no tardarán en olvidar. Se quedan poco tiempo, no más del que necesitan para construir el puente; luego se marchan a otra ciudad, a otro puente, anclándolo todo menos sus vidas.
No poseen ninguno de los cimientos de sus puentes. Parte artistas circenses, parte gitanos, gráciles en el aire, inquietos en el suelo; uno diría que las carreteras que se despliegan a sus pies son incapaces de señalarles el camino como sí lo hacen las vigas de 20 centímetros que perforan el cielo, a 180 metros por encima del nivel del mar.
Si no hay un puente que construir, construirán un rascacielos, o una autopista, o una central eléctrica, o cualquier otra cosa que les suponga un reto… y horas extra. Irán a donde sea, conducirán mil kilómetros sin descanso con tal de formar parte de un nuevo boom de la construcción. No pueden resistirse a las ciudades en pleno boom. Por esto se les llama boomers.
En apariencia los boomers son siempre grandotes, o por lo menos siempre son fuertes, y su piel es rojiza de tanto sol y de tanto viento. Algunos de los que calientan remaches tienen la tez chamuscada; algunos de los que transportan remaches son duros de oído; algunos de los que introducen los remaches en pequeños conos metálicos lucen ampollas y quemaduras allá donde se les escurrieron; algunos soldadores ven fogonazos en sus sueños. Los que ensamblan el acero tienen cicatrices profundas a lo largo y ancho de las pantorrillas de trepar por las columnas. Muchos boomers tienen las manos deformes o dedos de menos al habérselos seccionado un trozo de acero resbaladizo. La mayoría han sufrido caídas y se han roto brazos o piernas al menos una o dos veces. Todos han presenciado muertes.
Hablamos de hombres bravucones, hombres sobrados de orgullo, quienes por las noches fanfarronean y construyen puentes en los bares, y a quienes en ocasiones, al darse la vuelta para marcharse, les llega la voz del barman gritándoles: «Eh, chicos, ¿qué tal si os lleváis con vosotros el acero?».
Las mujeres descarriadas se sienten atraídas por ellos, les gustan porque tienen dinero y a sus esposas bien lejos. Les llegaron a gustar tanto como para abrir un burdel flotante bajo un puente cercano a San Luis, y como para usar cascos de seguridad dados la vuelta a modo de macetas en el barrio rojo de Paducah.
© Bruce Davidson/Magnum Photos.
Los fines de semana algunos boomers conducen cientos de kilómetros para visitar a sus familias, mostrándose tiernos e indulgentes, y poniendo el grito en el cielo cuando se les sugiere que causan problemas en el trabajo; algo que sí admitirán en voz baja, a medias orgullosos y a medias avergonzados, temerosos de que sus esposas los oigan y de que cualquier indicio de estabilidad marital acabe hecho añicos.
Como la mayoría de los hombres, el boomer lo quiere todo. De tanto en cuanto su familia seguirá sus pasos, viviendo en hoteles pequeños o en parques de caravanas, pero esa no es vida para la esposa y los hijos.
El hijo de un boomer puede llegar a vivir en cuarenta estados y a estudiar en una docena de institutos antes de graduarse, si es que lo consigue. Y, aunque su padre jure que no quiere a un boomer por hijo, por lo general es lo que logra. Es posible que lo consiga porque lo cierto es que sí que lo deseaba, lo que explicaría que dedique los fines de semana a alardear, creando un mundo maravilloso a base de palabras forjadas con whisky, un mundo al que ningún hijo podría renunciar, ya que parece contenerlo todo: aventuras, cochazos, dinero a espuertas, visitas al casino en los días de lluvia —cuando el puente está demasiado resbaladizo—, recorrer el país de boom en boom acompañado de indios con más sentido del equilibrio que las arañas, o de tipos de Terranova tan traicioneros como los mares de los que proceden, o de remachadores de espíritu rebelde y trotamundos que escapan de la pobreza de sus pueblecitos del sur, todos ellos volcados en la construcción de algo grande y perdurable, algo que uno podrá volver a visitar años después, señalar con un dedo y decir: «¿Ves ese puente de ahí, hijo mío? Bien, pues hubo un tiempo, cuando era más joven, en el que coloqué doscientos remaches en ese maldito trasto».
© Bruce Davidson/Magnum Photos.
A sus hijos les cuentan las partes buenas, olvidando las malas, casi nunca les describen cómo, a veces, algunos hombres subidos a una estructura de acero se quedan paralizados por el miedo y se agarran a una viga con los ojos cerrados; no admitirán que, cuando pisan de nuevo tierra firme, necesitan tres lingotazos para calmar los nervios; no, ellos se centran en la gloria, en las horas extra, no en las semanas que se pasan desempleados; recuerdan cómo ayudaron a construir el Golden Gate y el Empire State, y cómo sus padres los precedieron trabajando en el puente de Williamsburg en 1902, donde alzaban vigas de acero con grúas tiradas por caballos.
Consiguen que su mundo suene como una extensión del Salvaje Oeste, lo que de algún modo es cierto, pues los boomers siguen considerándose a sí mismos unos pioneros, los últimos héroes americanos que no acabaron hechos unos calzonazos, pero la verdad es que no deben de quedar más de mil con la libertad suficiente para poder ir a cualquier sitio a construir cualquier cosa. Cuando llegan a la última ciudad que ha experimentado un boom, mantienen breves reuniones en bares, consagradas a hablar sobre los viejos tiempos, los viejos nombres: sobre Cicero Mike, quien durante la Ley Seca condujo un camión de Al Capone cargado de whisky y murió hace poco al caer de un puente cerca de Chicago; sobre el indio Al Deal, quien tenía tres mujeres felices en el oeste y se presentaba cada mañana a trabajar en el puente con una llamativa camisa de seda; y sobre Riphorn Red, quien solía pegar billetes de veinte dólares en los laterales de su maleta y al que una noche se le fue la cabeza en un cementerio. Y también sale a colación Nutley Kid, aficionado a fumarse unos puros italianos extralargos, a mascar rapé y al agua de colonia, y que bebía leche y cerveza a la hora del almuerzo sin sacarse el rapé de la boca. Y ahí está también «Agua Fría» Charley, quien, en los días más fríos y ventosos allá en lo alto del puente, mandaba a los aprendices abajo a por agua caliente, que ya se había enfriado para cuando regresaban a las alturas, lo que provocaba que la escupiera y les gritara encolerizado: «¡Agua fría! ¡Agua fría!», antes de mandarlos abajo a por más. Y también aparece Whitey Howard, el libertino de una sola pierna, quien se encontraba un día en un puente con raíles y no oyó que se aproximaba el tren, y, tras apartarse de las vías en el último momento, quedó colgando de un saliente y su pata de palo cayó al vacío, lo que le permitió pasarse el resto de la vida fanfarroneando sobre cómo había perdido dos veces la pierna izquierda.
En ocasiones se pasan horas y horas de esta guisa, bebiendo y rememorando pequeñas anécdotas sin dramatismo, protagonizadas por tipos que solo los boomers conocen, tipos lejos del alcance del resto del mundo. A continuación, echan una partida de cartas, la primera de las centenares que se jugarán mientras dure la construcción del puente en esta ciudad en pleno auge; un puente que muchos boomers jamás cruzarán. Y ello porque antes de que un puente esté acabado, quizá seis meses antes de que se abra al tráfico, algunos
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