En 2006, mientras hablaba en público en un homenaje dedicado a su padre, Siri Hustvedt comenzó a temblar descontroladamente de la cabeza a los pies. «Mis brazos se agitaban de forma desmedida. Mis rodillas chocaban una contra otra. Temblaba como si fuera presa de un ataque epiléptico. Lo increíble era que no me afectaba la voz en absoluto. Hablaba como si siguiera impertérrita», escribió. Era como si de repente se hubiera convertido en dos personas y no fuera capaz de reconocerse en esa parte de ella que parecía enferma. Cautivada por aquel episodio, decidió ir a la búsqueda de la mujer temblorosa.
En estas memorias, Siri Hustvedt trata de encontrar un diagnóstico que resuelva aquella misteriosa transformación. Ahondando en la historia de la medicina y en su propia biografía, y profundizando en disciplinas como la neurología, la psiquiatría y el psicoanálisis, firma un libro único en el que, en la tradición de autores como Oliver Sacks, la ciencia y la literatura caminan de la mano con el objetivo de iluminar aquello que no conocemos de nosotros mismos.
Cuando murió mi padre yo me encontraba en mi casa de Brooklyn, pero apenas unos días antes había estado con él, sentada junto a su cama en la residencia de ancianos de Northfield, en Minnesota. Estaba físicamente débil aunque mentalmente lúcido y estuvimos hablando e incluso riéndonos, si bien no recuerdo el contenido de nuestra última conversación. Lo que sí recuerdo con toda claridad es la habitación donde pasó los últimos días de su vida. Mis tres hermanas, mi madre y yo habíamos colgado algunos cuadros en las paredes y habíamos llevado una colcha color verde pálido para contrarrestar la austeridad de aquel lugar. Pusimos un jarrón con flores en el alféizar de la ventana. Mi padre tenía enfisema y sabíamos que no le quedaba mucho tiempo de vida. Mi hermana Liv, que vive en Minnesota, fue la única hija que estuvo a su lado cuando murió. Había sufrido un segundo colapso pulmonar y el médico opinó que no resistiría otra intervención quirúrgica. Mientras papá aún estaba consciente, aunque ya no podía hablar, mi madre nos llamó una por una a las tres hijas que vivíamos en Nueva York para que le dijésemos algo por teléfono. Recuerdo perfectamente que me detuve un instante a pensar qué debía decirle. Se me ocurrió la peregrina idea de que no podía decir ninguna trivialidad en un momento así, de que debía elegir cada palabra con cuidado. Quería que fuera algo memorable, lo cual era absurdo puesto que muy pronto la memoria de mi padre se apagaría para siempre junto al resto de su ser. Al final, cuando mi madre le acercó el auricular, las únicas palabras que logré articular fueron: «Te quiero mucho». Luego mi madre me contaría que él había sonreído al oír mi voz.
Esa misma noche soñé que estaba con mi padre y que él extendía sus brazos hacia mí. Yo me inclinaba para que me abrazara, pero antes de que pudiera hacerlo me desperté. A la mañana siguiente me llamó mi hermana Liv para decirme que nuestro padre había muerto. Nada más colgar el teléfono, me levanté de la silla donde estaba, subí las escaleras hacia mi estudio y me senté a escribir su panegírico. Mi padre me había pedido que lo hiciera. Varias semanas antes, estando sentada junto a él en la residencia de ancianos, me había mencionado que quería que tuviera en cuenta «tres consideraciones». No dijo: «Quiero que las incluyas en el texto que escribas para mi funeral». No era necesario. Se daba por supuesto. Cuando llegó el momento, no lloré. Escribí. En el funeral leí mi texto con voz firme, sin derramar una lágrima.
Dos años y medio después, volví a hablar de mi padre en público. Fue en mi ciudad natal, allá en Minnesota, bajo un cielo azul de mayo en el campus de la Universidad St. Olaf, justo detrás del antiguo edificio donde se encontraba el departamento de filología noruega donde él había sido profesor durante casi cuarenta años. Como homenaje, el departamento había plantado un abeto con una pequeña placa a sus pies que decía: LLOYD HUSTVEDT (1922-2004). Mientras redactaba aquel segundo texto, tuve la clara sensación de estar oyendo la voz de mi padre, quien solía escribir unos discursos excelentes y muy divertidos. Así que intenté reflejar ese humor tan suyo en algunas de mis frases. Incluso llegué a escribir: «Si mi padre estuviera hoy aquí, habría dicho...». Segura de mí misma y provista de fichas llenas de anotaciones, miré al público, compuesto por unos cincuenta amigos y colegas suyos que se habían reunido alrededor del abeto noruego conmemorativo, lancé mi primera frase y, a continuación, empecé a temblar descontroladamente de la cabeza a los pies. Mis brazos se agitaban de forma desmedida. Mis rodillas chocaban una contra otra. Temblaba como si fuera presa de un ataque epiléptico. Lo increíble era que no me afectaba la voz en absoluto. Hablaba como si siguiera impertérrita. Estupefacta ante lo que me estaba sucediendo y aterrada ante la posibilidad de caer redonda en cualquier momento, logré mantener la calma y terminar el discurso, a pesar de que las notas que sostenía entre las manos se desperdigaran sin orden ni concierto delante de mí. El temblor cesó en cuanto dejé de hablar. Me miré las piernas. Las tenía totalmente rojas, casi moradas.
Mi madre y mis hermanas estaban asustadas ante aquella misteriosa transformación que se había operado en mi cuerpo. Me habían oído hablar en público muchas veces, alguna de ellas frente a cientos de personas. Liv me dijo que sintió ganas de correr hacia mí y abrazarme para que dejara de temblar. Mi madre comentó que parecía que me estaban electrocutando. Era como si una fuerza ignota se hubiera apoderado de mi cuerpo de repente y hubiese decidido que necesitaba una buena sacudida. En una ocasión anterior, durante el verano de 1982, sentí como si una potente energía me levantara del suelo y me lanzara contra la pared igual que a un muñeco. Cierta vez, me encontraba en una galería de arte en París y de pronto mi brazo izquierdo se giró hacia atrás y me empujó contra la pared. El incidente duró apenas unos segundos. Poco después me invadió una gran euforia, una alegría sobrenatural. Pero, a continuación, me sobrevino una fuerte jaqueca que habría de durarme casi un año, el año del Fiorinal, Inderal, Cafergot, Elavil, Tofranil y Mellaril, de todo aquel cóctel de medicamentos para dormir que me suministraba el médico en su consulta con la esperanza de que, al día siguiente, me despertara sin dolor de cabeza. Pero no hubo suerte. Al final, ese mismo neurólogo decidió internarme en una clínica y tratarme con Thorazine, un antipsicótico. Aquellos ocho días que pasé aletargada en el pabellón de neurología se me han quedado grabados como la más negra de las comedias negras. Ocho días en los que compartí habitación con una anciana sorprendentemente ágil, que había sufrido un derrame cerebral y a la que todas las noches sujetaban a la cama con unas correas apodadas «las Caprichosas» de las que siempre lograba zafarse para escapar por los pasillos en un claro desafío a las enfermeras. Ocho extraños días que pasé medicada, salpicados de visitas de jóvenes con batas blancas empeñados en sostener lápices delante de mis ojos para ver si yo era capaz de identificarlos y en preguntarme qué día era, qué año, cómo se llamaba nuestro presidente, para después pincharme con pequeñas agujas (¿sientes esto?). Días salpicados también por aquel extraño gesto con la mano que hacía al despedirse por la puerta el mismísimo Rey de las Migrañas, el doctor C., un hombre que solía ignorarme, aparentemente irritado conmigo porque no cooperaba y me curaba de una vez. Ningún especialista sabía lo que me sucedía en realidad. Mi médico bautizó mi dolencia con el nombre de