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Fueron necesarios siete años y setenta mil dólares para que yo quedara embarazada. Mi infertilidad comenzó como un misterio y con el paso de los años se convirtió en «porque eres vieja». A lo largo de todo tuve cinco, quizá seis abortos espontáneos. Perdí la cuenta. Al quedar finalmente embarazada y permanecer embarazada, vomitaba cada día; mi esposo, John, parado frente a la puerta del baño donde yo estaba vomitando, decía a modo de sugerencia: «tienes que retener el alimento, estás matando a los bebés». Solo aumenté seis kilos durante un embarazo con gemelos; después del nacimiento fue la única vez en mi vida que estuve delgada. Cuando la placenta falló completamente, tuve una cesárea de urgencia aproximadamente a las treinta y tres semanas. John insiste que el obstetra le dijo: «Casi los perdimos». John es un cantante de ópera jubilado, no está ajeno al melodrama, y yo no recuerdo nada similar a esa aseveración. Sin embargo, Henry pesó un kilo con cuarenta gramos; Gus, un kilo con cuarenta y un gramos; y ambos se quedaron un tiempo en la unidad neonatal de cuidados intensivos. Una amiga amante de los bebés que dirige una revista de consejos a los padres sobre la crianza vino a visitarme. Me dijo que de inmediato supo que Henry era muy inteligente. Ella no dijo nada de Gus. Varios meses después ella fue diagnosticada con cáncer de esófago, y mientras estuve sentada en su cama en el hospital no creí oportuno preguntarle lo que percibió o no de Gus. Poco después ella murió. La quise mucho. Y todavía me pregunto qué percibió o no en Gus.
¿Sabía yo que algo no era anormal? Sí y no. Atribuí todos los pequeños problemas a que Gus y Henry eran gemelos y prematuros. Si Gus tenía hipotonía, o sea, sus músculos eran débiles y flácidos, Henry tenía exactamente el problema opuesto. «Bien, él va ser muy musculoso o tendrá parálisis cerebral», dijo su pediatra, calmadamente.
Resultó que no fue lo uno ni lo otro. Pero el hecho de que ambos tenían atrasos físicos fue el impedimento para que no se notara las diferencias mentales de Gus. Además, ¿qué podía saber yo? Como hija única, no pasé tiempo con los bebés. Si hubieran sido perros, hubiera sabido que aproximadamente en dos semanas abrirían los ojos y que a los ocho meses dejarían de morder mis zapatos. Pero ellos no eran perros o loros o hámster o iguanas o cualquiera de las mascotas de casa que mi muy tolerante madre permitió que me rodearan. De modo que el comportamiento de ellos me resultaba ajeno. Y de alguna manera de perversa resistencia al culto de la infancia que sucedía a mi alrededor, vivo en el centro de Manhattan, ambiente cero para el exceso de atención en la crianza, me negué a usar la tapa de El primer año de tu bebé. ¡A quién le importa las etapas! A menos que Gus y Henry se pongan sombreros de copa y esmoquin y comenzaran a danzar a los seis meses, no hubiera sabido que algo inusual estaba sucediendo.
Después hubo un momento.
Henry y Gus tenían aproximadamente siete meses. Aunque la cabeza de Henry era muy grande y muy pesada, se inclinaba si se sentaba por mucho tiempo, sin embargo se mantenía sentado, procurando alcanzar las cosas, observándonos, cosas normales que hace un bebé. Un día mis padres vinieron de visita y yo les estaba mostrando cuán genios eran sus nietos. Gus estaba sentado en su silla alta y tenía ese juguete móvil girando frente a él, y la idea era que alcanzara y golpeara a los juguetes. Yo le llamaba el batmovil. En los años siguientes, casi yo no podía evitar que siguiera girando las cosas. Pero ahora, que tiene la edad apropiada, y se espera, de girar objetos brillantes, se queda absorto mirando un punto en el espacio, no reconociendo los juguetes frente a él.
Con la esperanza que mis padres no notaran la falta absoluta de interés de Gus a su alrededor, tomé sus manitas y golpeé los juguetes por él. Hice esto una y otra vez. Incluido palabras de elogios por el trabajo bien hecho: «¡Muy bien cariño! ¿Ves el juguete blando? ¡Golpea el juguete blando! ¡Bieeen!» Era como esa película Weekend at Bernie’s [Fin de semana con locura o Este muerto está muy vivo] donde Andrew McCarthy y Jonathan Silverman paseaban alrededor a su jefe muerto como una marioneta bigotuda gigante. Mis padres, siendo educados, cariñosos y con ninguna idea de lo que ocurría, repetían heee y haaaa, y cuando se marcharon tiré el batmovil en el basurero.
A los diez meses el pediatra sugirió que marque una cita a domicilio con un especialista de intervención temprana. Gus rápidamente fue diagnosticado con trastorno de integración sensorial, que según entiendo significa que él no se sacó el calcetín títere con suficiente rapidez. Sin duda hubo muchas pruebas, pero esa es la que recuerdo: un terapista vino a nuestra casa y puso un pequeño títere por su pie. Creo que el proceso mental de Gus fue así: Dededede, hay un dragón sobre mi pie... Dededede, mira esos ojazos... Dededede. Peludo... Dede, bien, es hora para sacarlo. Él lo miró absorto por largo tiempo, aunque la supuesta reacción normal debe ser ¡Títere Fuera! La lentitud con respecto el títere es una señal de que el niño tiene sensación y percepción táctil insuficiente.
En ese tiempo pensé que el diagnostico era absurdo, como fueron las otras indicaciones de la alegada anormalidad de Gus. Bueno, claro, en diez meses él no puso cosas en su boca (no exploraba), no miraba a los extraños cuando le lanzaban al aire, tenía aversiones contra las texturas y los gustos no familiares. La terapista de intervención temprana trató amablemente de explicar: «Hay personas que pasan toda su vida sin poder tolerar ruidos fuertes, o el masaje no les resulta placentero, o no pueden soportar la sensación de la arena porque—”
“¿Porque es horrible?» Interrumpí mientras me apartaba de ella para lavarme las manos por la décima vez ese día. Ella estaba describiéndome. Cuando era pequeña gritaba cuando alguien trataba de ponerme en una caja de arena; también me asusta un poco todo lo que podría ser viscoso, pescado, ocra, leche, y me encantó descubrir recientemente de que hay una palabra para eso: «blenofobia». Durante un Haloween, mi prima insistió que vaciara con ella la parte interna de la calabaza. Hasta hoy es día hasta me persigue. Sin embargo, logré convertirme una mujer adulta que puede desempeñarse bien.
Mi marido, John, y yo siempre hemos vivido en apartamentos separados porque su apartamento anteriormente era un estudio de música y por tanto a prueba de ruidos; él detesta el ruido fuerte. Además, es fastidioso, y como me rehúso a alinear todos mis zapatos en las cajas y organizar mis vestidos según la textura, ambos sabíamos que no podríamos habitar juntos. (Nuestro acuerdo despierta el interés de las personas; incluso me han pedido que escribiera un libro al respecto. Siempre quise el cuento de hadas de amor y compromiso al igual que cualquier otro; simplemente no entiendo por qué compartir las mismas cuatro paredes era un requisito previo. Ahí, eso es todo, y ahora tengo 79.975 más palabras que llenar)).
De manera que gran parte de la divergencia de Gus de la conducta diaria no nos parecía tan extraño. Entonces, ¿qué pasa si él no puede comer más de una cosa a la vez, y si había dos cosas en su plato rehusaría comer nada? Sí, es cierto que Gus lloraba histéricamente y después se volvía catatónico cuando oía ciertos sonidos, por el ejemplo, el ruido profundo de ascensores viejos. ¿Pero qué importa eso? ¿Cuándo las preferencias personales algo excéntricas se convierten en una patología?
Durante los años siguientes, mi marido y yo hemos usado mucho nuestra palabra favorita: «peculiar». Gus era peculiar. Su lentitud era consecuencia de haber nacido prematuro, al igual que su tamaño pequeño. Es decir, si un niño pesa solamente seis kilos con 350 gramos a los diez meses de edad, naturalmente el resto de las cosas tomará tiempo. Era preocupante ver que a los nueve meses de edad, él era apenas un