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Siri Hustvedt - La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres

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Siri Hustvedt La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres
  • Libro:
    La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2016
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La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres: resumen, descripción y anotación

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Título original A Woman Looking at Men Looking at Women Siri Hustvedt 2016 - photo 1

Título original: A Woman Looking at Men Looking at Women

Siri Hustvedt, 2016

Traducción: Aurora Echevarría

Editor digital: Titivillus

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INTRODUCCIÓN En 1959 C P Snow un físico inglés que llegó a ser un novelista - photo 2

INTRODUCCIÓN

En 1959, C. P. Snow, un físico inglés que llegó a ser un novelista popular, pronunció en la Senate House de la Universidad de Cambridge la Rede Lecture anual. Con el título «Las dos culturas», la conferencia lamentaba el «abismo de mutua incomprensión» que se había abierto entre los «científicos físicos» y los «intelectuales literarios». Aunque Snow reconocía que había científicos instruidos, afirmó que eran la excepción. «Casi todos los demás, cuando alguien intentaba sonsacarles qué libros habían leído, confesaban modestamente: “Bueno, he probado con algo de Dickens”, como si Dickens fuera un escritor extraordinariamente esotérico, enrevesado y dudosamente gratificante, algo así como Rainer Maria Rilke». Por cierto, la observación de Snow de que la obra de Dickens es transparente y la de Rilke demasiado opaca para disfrutarla, que da a entender que refleja la opinión literaria mundial, me parece muy cuestionable. Sin embargo, apuntaba en una dirección. Aunque Snow veía la falta de conocimientos literarios por parte de los científicos como una forma de autoempobrecimiento, le irritaban mucho más los personajes que había al otro lado del abismo. Confesó que «en un par de ocasiones», por despecho, había pedido a esos representantes altivos de lo que llamó «la cultura tradicional» que describieran la segunda ley de la termodinámica, una pregunta que consideraba equivalente a «¿Ha leído alguna obra de Shakespeare?». ¿Acaso enrojecieron o se encogieron de vergüenza los defensores de la tradición? No; según informó, su respuesta fue «negativa» y «fría». Snow pedía una reforma en la educación para resolver el problema. Criticó que en Inglaterra se hiciera tanto hincapié en la educación clásica —el griego y el latín eran esenciales—, porque estaba convencido de que la ciencia tenía la llave para salvar el mundo, en particular para mejorar la terrible situación de los pobres. El resonante título de la conferencia de Snow y el hecho de que esta precipitara una desagradable réplica personal de F. R. Leavis, un destacado crítico literario del momento, parecen haber procurado a sus palabras un lugar duradero en la historia social angloamericana. Tengo que admitir que cuando finalmente leí la conferencia de Snow y a continuación la versión ampliada de la misma, no hace mucho tiempo, quedé muy decepcionada. Aunque él identificaba un problema que no ha hecho más que agravarse en el último medio siglo, sus deliberaciones me parecieron farragosas, flojas y un tanto ingenuas.

Pocos científicos sienten hoy día la necesidad que expresa Snow de protegerse de los altaneros «intelectuales literarios» porque la ciencia ocupa una posición cultural que solo puede describirse como el locus de la verdad. Sin embargo, a pesar de los espectaculares avances en la tecnología que se han realizado desde 1959, la implacable fe de Snow en que la ciencia acabaría resolviendo los problemas del mundo ha resultado errónea. La fragmentación del conocimiento no es nada nuevo, pero no creo arriesgado decir que en el siglo XXI las posibilidades de mantener un verdadero diálogo entre personas de diferentes disciplinas han disminuido en lugar de aumentar. Un hombre que participó conmigo en una mesa redonda en Alemania reconoció que dentro de su campo, la neurociencia, existen graves lagunas de comprensión creadas por la especialización. Confesó con sinceridad que aunque se mantenía informado acerca de su propia especialidad, tenía muchos colegas que trabajaban en proyectos que simplemente sobrepasaban su entendimiento.

En la última década me he encontrado en varias ocasiones en el fondo del abismo de Snow, gritando a las personas congregadas a cada lado. Los acontecimientos que han precipitado mi posición en ese valle suelen caer bajo la rúbrica biensonante de «interdisciplinarios». Y una y otra vez he sido testigo de escenas de incomprensión mutua o, peor aún, de manifiesta hostilidad. Una conferencia organizada en la Universidad de Columbia para promover el diálogo entre artistas y neurocientíficos que investigaban la percepción visual resultó instructiva. Los científicos (todos estrellas en su especialidad) impartieron sus charlas y, a continuación, se pidió a los artistas (todos estrellas en el mundo artístico) que respondieran. No funcionó. Los artistas se indignaron ante la condescendencia implícita en la misma estructura de la conferencia: cada portador de la verdad científica pronunciaba su conferencia y entonces se pedía a los tipos creativos, apiñados alrededor de una sola mesa, que opinaran sobre cuestiones científicas de las que apenas sabían nada. Durante la sesión de preguntas y respuestas hice un intento de unificación al advertir que, a pesar de que tenían vocabularios y métodos diferentes, había realmente vías abiertas para el diálogo entre los científicos y los artistas. Los científicos se quedaron perplejos. Los artistas se enfadaron. Sus reacciones estuvieron en consonancia con la posición que se les había asignado en la jerarquía del saber: la ciencia en la parte superior, el arte en la parte inferior.

Muchos de los ensayos de este volumen se basan en conocimientos de ciencias y humanidades. Sin embargo, parten de una conciencia clara de que los supuestos hechos y los métodos utilizados en las distintas disciplinas no son necesariamente iguales. El modo de saber del físico, del biólogo, del historiador, del filósofo y del artista son distintos. Desconfío del absolutismo en todas sus formas. Según mi experiencia, los científicos suelen alarmarse más que los estudiosos de humanidades ante una declaración así. Huele a relativismo, a la idea de que no existe lo correcto o lo incorrecto, que no es posible alcanzar una verdad objetiva o, aún peor, que no hay un mundo exterior ni una realidad. Sin embargo, admitir cierto recelo ante los absolutos no es lo mismo que negar, por ejemplo, que las leyes de la física se aplican teóricamente a todo. Por otra parte, la física no es completa y entre los físicos existen desacuerdos. Incluso los interrogantes resueltos pueden dar pie a nuevos interrogantes. La segunda ley de la termodinámica que Snow tomó como indicio de alfabetización científica explica cómo se esparce la energía si no se hace nada por evitarlo o por qué un huevo que se saca de agua hirviendo y se deja en la encimera de la cocina acaba enfriándose. Sin embargo, en la época en que Snow dio su charla había cuestiones aún sin resolver acerca de cómo aplicar esta ley al origen y la evolución de los seres vivos. En los años siguientes a la conferencia de Snow, Ilya Prigogine, un científico belga, y sus colegas pulieron cuestiones sobre la ley en relación con la biología y vieron premiados sus esfuerzos con un Nobel. Sus investigaciones sobre la termodinámica del no equilibrio suscitaron un creciente interés por los sistemas de autoorganización que han afectado a la ciencia de maneras que Snow nunca habría imaginado.

Pero volvamos por un momento a los artistas enfadados. ¿Qué es el conocimiento y cómo debemos abordarlo? Los artistas tuvieron la impresión de que la obra a la que habían consagrado toda su vida era reducida a los correlativos neuronales de un cerebro anónimo o a una teoría biológica de la estética, lo que les parecía sorprendentemente simplista. Me interesan los sistemas biológicos y cómo funciona la percepción humana. Creo que la neurobiología puede contribuir a una comprensión de la estética, pero no lo hará en un vacío aislado. Son dos los argumentos centrales que mantengo en este libro, a saber: todo el saber humano es parcial y nadie está libre de la influencia de la comunidad de pensadores o investigadores en la que vive. Los abismos de incomprensión mutua entre personas de diversas disciplinas tal vez sean inevitables, pero sin respeto mutuo no será posible ninguna clase de diálogo entre nosotros.

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