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Evan Osnos - China: la edad de la ambició (Ensayo político) (Spanish Edition)

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Evan Osnos China: la edad de la ambició (Ensayo político) (Spanish Edition)
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    China: la edad de la ambició (Ensayo político) (Spanish Edition)
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China: la edad de la ambició (Ensayo político) (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación

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EVAN OSNOS

CHINA : LA EDAD

DE LA AMBICI ÓN

TRADUCCIÓN DE LUIS MURILLO FORT

Para Sarabeth que lo vivió todo Por qué tengo que ser como todo el mundo - photo 1

Para Sarabeth,

que lo vivió todo

¿Por qué tengo que ser como todo el mundo,

solo por haber nacido en una familia pobre?

MICHAEL ZHANG , maestro

Al jefe de un poderoso ejército se lo puede

capturar, pero no así las aspiraciones de un

hombre común y corriente.

CONFUCIO

PRÓLOGO

Siempre que una nueva idea recorre China — sea una moda, una filosofía, un estilo de vida nuevos — , los chinos hablan de ella como de una «fiebre». Poco después de que el país se abriera al mundo, la gente contrajo la «fiebre del traje a la occidental», la «fiebre Jean - Paul Sartre» y la «fiebre del teléfono privado». Era difícil predecir cuándo o dónde prendería una fiebre o qué consecuencias tendría.

En un pueblo llamado Xiajia (. habitantes) se produjo la fiebre por la serie norteamericana de policías Hunter , que en China se conoció como El experto inspector Heng Te . Cuando la serie se estrenó en la televisión china en 1990 , los habitantes de Xiajia empezaron a reunirse para ver las aventuras del sargento Rick Hunter del departamento de policía de Los Ángeles y su socio, el sargento Dee Dee McCall, como agentes encubiertos. Y los xiajianos se acostumbraron a esperar que el sargento Hunter encontrara al menos dos oportunidades para pronunciar su frase característica, «Por mí, vale» — aunque en chino acabó sonando como si fuera un hombre religioso, porque lo tradujeron erróneamente como «será lo que Dios quiera» — . La fiebre se fue contagiando, y cada enfermo reaccionó de distinta manera. Unos meses más tarde, cuando la policía local intentó registrar la casa de un campesino de Xiajia, este les dijo que volvieran con una orden judicial, expresión que había aprendido mirando la serie del inspector Heng Te.

Cuando me fui a vivir a China en 2005 , estaba habituado a oír contar la historia de la metamorfosis del país en grandes y envolventes pinceladas alusivas a una sexta parte de la población humana y a grandes ejes de la economía y la política. Sin embargo, una vez allí comprobé que los cambios más profundos eran de índole personal y de percepción de la realidad, y que estaban inmersos en el ritmo de la vida cotidiana, lo que los hacía difíciles de percibir. La mayor fiebre de todas fue la aspiración, o, dicho de otro modo, la fe en que empezar de cero era posible. Unos lo intentaron y salieron airosos; muchos otros, no. Lo más importante fue el hecho de desafiar la secular tendencia a no intentarlo siquiera. Lu Xun, el autor contemporáneo más famoso de China, escribió una vez: «La esperanza es como un sendero en pleno campo: al principio no lo había, pero se va formando conforme la gente empieza a pasar».

Durante los ocho años que viví en China, fui testigo de cómo cobraba forma esta era de la ambición. Por encima de todo es una época de abundancia, el apogeo de una transformación cien veces mayor, y diez veces más rápida, que la primera Revolución Industrial, de donde surgiría la Gran Bretaña moderna. El pueblo chino ya no pasa hambre — el ciudadano medio come seis veces más carne que en 1976 — , pero estamos ante una era voraz en otro sentido, un período histórico en que el pueblo se ha despertado hambriento de nuevas sensaciones, ideas y respeto. China es el mayor consumidor mundial de energía, películas, cerveza y platino, y está construyendo más ferrocarriles de alta velocidad y aeropuertos que el resto del mundo junto.

Para algunos de sus ciudadanos, el boom de China ha supuesto la creación de una riqueza sin parangón: China es la mayor fuente mundial de nuevos multimillonarios. Varios de los nuevos plutócratas han sido ladrones a carta cabal; otros han ostentado cargos públicos de alto rango. Algunos han sido lo uno y lo otro. Sin embargo, para la mayoría del pueblo chino el boom no ha supuesto una gran riqueza, sino que ha permitido dar los primeros, vacilantes pasos para salir de la pobreza. El crecimiento del país ha sido gratificante de una manera profunda y, a la vez, tremendamente desigual: pocas veces el bienestar humano había alcanzado esas cotas en la era moderna. En 1978 , los ingresos medios eran de dólares; en 2014 , de .. Se mire como se mire, o casi, el pueblo chino ha conseguido vivir más años, con mejor salud y con más cultura.

Ahora que vivo en Pekín, compruebo que la confianza en las propias ideas, sobre todo con respecto al futuro de China, parece ser inversamente proporcional al tiempo que uno pasa en tierra. Las complicaciones atemperan el impulso de buscarles una lógica simple. Con el fin de hallar orden en los cambios, recurrimos al «refugio» de la estadística: en los años que estuve viviendo en China, el número de pasajeros de líneas aéreas se ha duplicado; las ventas de teléfonos móviles se han triplicado; la longitud del metro de Pekín se ha cuadruplicado. Pero me impresionaron menos estas cifras que un drama que no supe cuantificar: hace dos generaciones, la gente que visitaba China se maravillaba de que todo fuera tan igual. Para los no enterados, el presidente Mao era el «emperador de las hormigas azules», como proclamaba el título de un libro memorable; un dios seglar en un país de trajes de algodón todos iguales y de «equipos de producción». El estereotipo de los chinos como colectivistas, inescrutables drones, se mantuvo en parte porque la política china contribuía a sustentarlos; la China oficial les recordaba a sus huéspedes que era una nación de comunas, de unidades de trabajo, de innumerables sacrificios.

Pero en la China que yo me encontré el relato nacional, que en tiempos fuera una actuación de conjunto, se ha dividido en millones de pequeñas historias, historias de carne y hueso, de idiosincrasias y de luchas en solitario. Ahora, los vínculos entre los dos países más poderosos de la Tierra, China y los Estados Unidos, se pueden calibrar mediante las aspiraciones de un abogado de origen campesino que eligió el día y la hora en que su destino iba a cambiar. Es la era del changeling , cuando la hija de un agricultor puede dar el salto desde la cadena de montaje hasta el salón de juntas con tal velocidad que no le da tiempo a desprenderse del estilo y de los anhelos de su pueblo natal. Es un momento en que el individuo se convirtió en un huracán, tanto en el campo de la política como en el de la economía y la vida privada, tan vital para la imagen que de sí misma tenía la nueva generación, que un joven hijo de minero puede convencerse de que lo más importante para él es ver su nombre en la cubierta de un libro.

Según se mire, el mayor beneficiario de la edad de la ambición es el Partido Comunista Chino (PCCh). En 2011 el partido celebraba su nonagésimo aniversario, algo totalmente inimaginable al final de la Guerra Fría. A partir del derrumbe de la Unión Soviética, los dirigentes chinos analizaron lo ocurrido y se juraron a sí mismos que ellos no acabarían así. Cuando varias dictaduras árabes cayeron en 2011 , China siguió adelante. Para sobrevivir, el PCCh renunció a su evangelio pero se agarró a sus santos; abandonó las teorías de Marx, pero conservó el retrato de Mao en la Puerta de la Paz Celestial, desde donde se contempla la plaza de Tiananmén.

El partido ya no promete igualdad ni el final de las penurias, sino únicamente prosperidad, orgullo y fuerza. Y eso, durante un tiempo, bastó. Sin embargo, el pueblo chino ha acabado queriendo más, y de manera harto vehemente pide una cosa: información. Las nuevas tecnologías han removido una cultura política fugitiva; cosas antaño secretas son ahora conocidas; gente que antes estaba sola ahora está conectada. Y cuanto más ha intentado el partido impedir que el pueblo reciba ideas sin filtrar, más ha exigido este tener acceso a ellas.

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