Hallie Rubenhold - Las cinco mujeres
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- Libro:Las cinco mujeres
- Autor:
- Editor:Roca Editorial
- Genre:
- Año:2020
- Índice:5 / 5
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Las cinco mujeres: resumen, descripción y anotación
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Las cinco mujeres
Las vidas olvidadas de las víctimas
de Jack el Destripador
Hallie Rubenhold
Traducción de Mónica Rubio
LAS CINCO MUJERES
LAS VIDAS OLVIDADAS DE LAS VÍCTIMAS DE JACK EL DESTRIPADOR
Hallie Rubenhold
Polly, Annie, Elizabeth, Catherine y Mary Jane son famosas por lo mismo, aunque nunca se conocieron entre ellas. Eran de Fleet Street, Knightsbridge, Wolverhampton, Suecia y Gales. Compusieron baladas, regentaron cafeterías, vivieron en fincas, respiraron el polvo de la tinta de las imprentas y escaparon de traficantes de seres humanos.
Lo que sí tuvieron en común fue el año 1888. El año de sus asesinatos.
Su asesino jamás fue identificado, pero el nombre que creó la prensa para él ha llegado a ser mucho más famoso que el de cualquiera de estas cinco mujeres.
Ahora, en esta narración desoladora de esas cinco vidas, la historiadora Hallie Rubenhold finalmente pone las cosas en claro y devuelve a estas mujeres sus historias.
U N TRUE CRIME DEVASTADOR .
U NA INVESTIGACIÓN SERIA, PROFUNDA Y RIGUROSA .
ACERCA DE LA AUTORA
Hallie Rubenhold es una historiadora especializada en descubrir las vidas de mujeres desconocidas en distintos episodios de la historia. A través de material nunca antes visto y añadiendo un contexto histórico muy bien desarrollado, Hallie nos dibuja las vidas de aquellas víctimas. Es autora de varios libros de no ficción. Actualmente vive en Londres con su marido.
ACERCA DE LA OBRA
«Un majestuoso trabajo de investigación histórica. Tan poderoso como estremecedor.»
T HE G UARDIAN
«Fascinante.»
T HE N EW Y ORK T IMES
«Por fin las víctimas del Destripador tienen voz. Un relato para luchar contra el mito.»
M AIL O N S UNDAY
«Con la fuerza de un thriller, este libro te abrirá los ojos y te romperá el corazón.»
E RIN K ELLY
Para Mary Ann Polly Nichols, Annie Chapman, Elizabeth Stride, Catherine Eddowes y Mary Jane Kelly
Escribo por esas mujeres que no hablan, por las que no tienen voz porque estaban aterrorizadas, porque nos enseñan a temer al miedo más que a nosotras mismas. Nos han enseñado que el silencio nos salvará, pero no es así.
A UDRE L ORDE
H ay dos versiones de los hechos que tuvieron lugar en 1887. Una es muy conocida; la otra no.
La primera versión es la que aparece impresa en la mayoría de los libros de historia. Es la que quisieron recordar los que vivieron en la época, la versión que contaron a sus nietos con una sonrisa nostálgica. Es la historia de la reina Victoria y el verano de las celebraciones de su Jubileo de Oro. Cuando se coronó, apenas una adolescente. Medio siglo más tarde se había convertido en la personificación del imperio y se organizaron una serie de acontecimientos solemnes para conmemorar el hito. El 20 de junio, fecha en la que había subido al trono, se reunieron en Londres los reyes de Europa, príncipes indios, dignatarios y representantes de todos los rincones del imperio (hasta la reina hawaiana Liliuokalani). Los comerciantes del West End adornaron de rojo, blanco y azul sus escaparates. En cada oscuro edificio de piedra, podían verse estandartes reales y Union Jacks, tiras de flores y coloridas guirnaldas. Por la noche, las embajadas y los clubes, los hoteles y las instituciones de Saint James y Picadilly encendían las luces eléctricas y activaban los conductos de gas que iluminaban las coronas gigantes y las letras V y R adosadas a sus edificios. Los leales súbditos de su majestad acudieron al centro de la ciudad desde suburbios y barriadas; picaban sus billetes de tren en Kent y en Surrey, y se abrían paso por las atestadas calles, esperando ver siquiera fugazmente una carroza real o de alguna princesa cubierta de diamantes. Colocaban velas en las ventanas de sus casas cuando las luces de los largos atardeceres estivales se desvanecían, y brindaban a la salud de su monarca con cerveza, champán y clarete.
Hubo una ceremonia de acción de gracias en la abadía de Westminster, un banquete de Estado, una revista militar en Windsor e incluso una fiesta infantil en Hyde Park para dos mil quinientos niños y niñas que se divirtieron viendo veinte títeres de Punch y Judy, ocho teatros de marionetas, ochenta y seis visores estereoscópicos, nueve grupos de perros, monos y ponis amaestrados, así como bandas de música, juguetes y «globos inflados con gas»; además, se les invitaba a tomar un refrigerio de limonada, pastel, empanadas, bollos y naranjas. Durante el verano hubo conciertos conmemorativos del jubileo, conferencias, representaciones, regatas, pícnics, cenas e incluso una carrera de veleros. Como el jubileo coincidió con la tradicional «temporada» londinense, también hubo fiestas y bailes en jardines. Las damas se vestían a la moda veraniega: vestidos con polisón rematados con encaje de seda blanca y negra, o de tonos albaricoque, heliotropo y azul gobelinos. Se celebró un majestuoso baile en el Guildhall, donde el príncipe y la princesa de Gales atendieron a sus importantes parientes, así como al príncipe de Persia, al nuncio papal, al príncipe de Siam y al marajá Holkar de Indore. Toda la alta sociedad bailaba bajo los banderines y guirnaldas de perfumadas flores. En los espejos brillaban las tiaras y los alfileres de corbata. Las jóvenes debutantes conocían a los muchachos adecuados. El vértigo de la vida victoriana giraba sin parar en torno a la soñadora melodía de un vals embriagador.
Y luego está la otra versión.
Esta es la historia de 1887 que la mayoría de la gente preferiría olvidar. Hasta hoy, muy pocos libros de historia la relatan, sorprendentemente poca gente sabe siquiera qué ocurrió. Sin embargo, en aquel año, esta historia llenó más columnas de prensa que las descripciones de los desfiles reales, banquetes y fiestas juntos.
Aquel verano del jubileo había sido excepcionalmente cálido y seco. Los claros cielos azules que presidían los despreocupados pícnics y las fiestas al aire libre habían marchitado la cosecha de frutas y habían secado los prados. Las restricciones de agua y la ausencia de trabajo agrícola temporero solo sirvieron para exacerbar la crisis de desempleo. Mientras los ricos disfrutaban del buen tiempo bajo sus sombrillas y a la sombra de los árboles de sus villas en el extrarradio, los sin techo y los pobres lo aprovechaban para crear un campamento al aire libre en Trafalgar Square. Muchos habían llegado al centro de la ciudad buscando trabajo en el mercado de Covent Garden, donde los londinenses compraban sus alimentos, pero la sequía implicaba que había menos ciruelas y peras que descargar. Sin dinero para pagarse un alojamiento, dormían al raso en la plaza cercana, donde se les unía una población creciente de desempleados y trabajadores sin hogar que preferían estar en la calle a enfrentarse a las condiciones deplorables y humillantes del asilo. Para horror de los observadores, se los podía ver haciendo sus abluciones matutinas y lavando sus ropas «infestadas de bichos» en las fuentes, justo debajo de las narices de lord Nelson, que los miraba desde lo alto de su columna. Cuando el otoño empezó a avanzar, lo mismo hicieron los socialistas, el Ejército de Salvación y diversas organizaciones de caridad, que les entregaban biblias, billetes de admisión en casas de acogida, café, té, pan y sopa. Se alzaron lonas para formar tiendas improvisadas; se dieron apasionados discursos diarios entre las garras de los gigantescos leones de bronce. La emoción, el sentido de comunidad y los refrigerios gratuitos hicieron aumentar el número de londinenses marginados, lo que atrajo a la policía, que a su vez atrajo a los periodistas. Estos paseaban por entre la zarrapastrosa población de la plaza recogiendo los nombres y las historias de los por otro lado anónimos pobladores provisionales.
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