J. W. von Goethe
Las penas del joven Werther
Introducción
Pesimismo que redime
Una filosofía para explicar el sinsentido
La filosofía no puede hacer más que interpretar y explicar lo dado, la esencia del mundo que se expresa y se hace comprensible a cada uno in concreto, esto es, como sentimiento.
Arthur Schopenhauer
MdS, I
En la mayor parte de traducciones, selecciones de sus textos y artículos que sobre él se han escrito, Arthur Schopenhauer (1788-1860) aparece caracterizado como un irredento pesimista. Resulta incuestionable que su sistema filosófico, así como algunas de las convicciones antropológicas que de él se siguen, esconden un tinte oscuro e incluso desazonador, una faceta indiscutiblemente desesperanzada que lo aleja de la corriente más optimista e ilustrada de la historia del pensamiento occidental, cercana a él en el tiempo. Él mismo escribió en el capítulo 46 del segundo volumen de El mundo como voluntad y representación (Die Welt als Wille und Vorstellung), su obra magna publicada por vez primera a finales de 1818 (aunque con fecha de 1819, y cuya segunda edición, extensamente ampliada, apareció en 1844), que «se ha gritado en contra del carácter melancólico y descorazonador de mi filosofía: éste consiste en que, en lugar de inventar un infierno futuro como algo equiparable a los pecados, he mostrado que allí donde reside la culpa, en el mundo, también existe algo de infernal». Más todavía, Schopenhauer no dudó en autoimponerse el mérito de ser «uno de los tres grandes pesimistas» europeos de la época junto a Lord Byron (1788-1824) y Giacomo Leopardi (1798-1837).
Sin embargo, aún se han explotado y explorado de forma muy escasa las contradicciones cordiales que impregnan el legado schopenhaueriano, y se ha querido ver en el filósofo, muy erróneamente, a un mero continuador de la doctrina kantiana o platónica. A pesar de que, sin duda, Schopenhauer siguió los pasos de Kant en la distinción entre fenómeno y cosa en sí, que él mismo aplaudió, amplió y enriqueció, o entre el mundo de las ideas (o formas) y el mundo aparente (o empírico) de Platón, ha de quedar claro que su originalidad como pensador no se debe a tal desarrollo, sino a las aportaciones que trazó sobre la condición del ser humano, es decir, a su contribución a la hora de retratar el modo en que los individuos se desenvuelven en esta tierra en la que, a su juicio, nos vemos asediados por una voluntad que nos empuja a enfrentarnos de manera incesante los unos a los otros: el ser humano es enemigo de sí mismo porque lucha, quiera o no, por mantener una primacía que nunca le es dada de manera definitiva. Y es que, apunta refiriéndose al modo en que se desenvuelve la naturaleza, «No hay victoria sin lucha» (kein Sieg ohne Kampf).
Lejos de parapetarse en el viejo y cada vez más caduco proceder especulativo, que ya hacía aguas en la época en que vivió, Schopenhauer ensayó un muy personal camino hacia el autoconocimiento a lomos de la experiencia directa del mundo. Todo cuanto vemos, escuchamos y, en general, sentimos puede ofrecernos la clave para descifrar el funcionamiento de la realidad y recorrer de manera paulatina el largo y fatigoso sendero hacia la verdad.
Antes de que el filósofo llegara a serlo, Schopenhauer fue un niño inquieto y despierto al que sus padres (Johanna y Heinrich Floris) se encargaron de estimular constantemente a través de la incitación a la lectura y a la escritura y, sobre todo, mediante la realización de imponentes travesías a lo largo y ancho de toda Europa. Sin embargo y a la vez, también en estos primeros años comienza a entender que su futura filosofía pivotará sobre la idea de un mundo que parece haber sido confeccionado por un espíritu chapucero y malvado, incluso demoníaco, que consiente la existencia de grandes contrastes en lo tocante a la felicidad humana. Más tarde, en Weimar, fallecido su padre bajo extrañas y oscuras circunstancias (aunque lo más probable es que se tratara de un suicidio), confesará a un ya anciano Christoph Martin Wieland (1733-1813), poeta muy reconocido en la época, que «la vida es un asunto deplorable; me he propuesto pasar la mía reflexionando sobre este tema».
Gracias a la condición acomodada de su familia, pudo disfrutar de una vida exenta de aprietos económicos. Esta circunstancia fue aprovechada por Schopenhauer para dedicar todos sus esfuerzos al estudio de muy diversas disciplinas y a la ardua divulgación y defensa de su pensamiento. Es conocido su ahínco, auténticamente fervoroso, por mantener sin menoscabo su independencia financiera (incluso cuando ello supuso ponerse en contra de los intereses de su madre y su hermana): sabía que, de verse obligado a trabajar como cualquier hijo de vecino, hubiera visto truncado el proyecto de emplear su intelecto en la búsqueda de la verdad, tarea que desde muy joven hizo suya y que, como no podía ser de otra manera, lo volvió insolente y arrogante a ojos de muchos. Y es que el capitalismo, y de su mano el poder fáctico del dinero y de las florecientes entidades bancarias, ya estaba bien asentado en Europa, así como las incipientes huelgas y revoluciones obreras, que recorrían el Viejo Continente en gran parte de su extensión. El siguiente fragmento, si bien escrito en su madurez, resulta tan elocuente y descriptivo como del todo profético:
Antes, el principal apoyo del trono era la fe, mientras que hoy lo es el crédito. Incluso el papa se preocupa más de la confianza de sus acreedores que de la de sus fieles. Si antes se lamentaba del pecado en el mundo, ahora contempla con horror las deudas del mundo; y si antes se profetizaba el Juicio Final, ahora se profetiza la bancarrota universal, con la esperanza de que no la tenga que vivir uno mismo. [PP, II, § 129]
Si bien es cierto que Schopenhauer pudo contemplar las grandes maravillas de la naturaleza y los más magníficos hitos del arte gracias a aquellos tempranos viajes europeos, también lo es que gracias a ellos va despertando en el adolescente un desbordado pero sano y provechoso empeño por entender por qué la existencia se manifiesta de manera tan terrible y cruda, sobre todo en lo tocante a los asuntos humanos (condenados a galeras, pobreza, desempleo, insultante desigualdad entre ricos y pobres, etc., circunstancias todas que pudo presenciar desde su privilegiado púlpito de niño burgués, lo que, sin embargo, no le hizo indiferente a tales desgracias). «El dolor de la vida no se deja soslayar», redactaba un Arthur aún muy joven. Y proseguía: «El querer impone la carencia y, por consiguiente, tiene como base el sufrimiento. A todas las facetas de la vida les resulta consustancial un sufrimiento». En este sentido, la filosofía, y más en concreto su futuro pensamiento, sólo podría interpretar y explicar lo dado, lo que observamos, sentimos y presenciamos de manera cotidiana, y acabará declarando que «la filosofía no es más que la correcta comprensión universal de la experiencia misma, la auténtica aclaración de su sentido y contenido». ¿Acaso el mundo significa algo?