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Arthur Schopenhauer - El arte de hacerse respetar

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Arthur Schopenhauer El arte de hacerse respetar
  • Libro:
    El arte de hacerse respetar
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1851
  • Índice:
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El arte de hacerse respetar o como lo llamaba el propio Arthur Schopenhauer - photo 1

El arte de hacerse respetar o, como lo llamaba el propio Arthur Schopenhauer (1788-1860), Tratado sobre el honor se presenta como un prontuario cuya intención, más que puramente especulativa o teórica, es la de proponer un instrumento de sabiduría práctica. Inspirado a menudo en episodios vividos por el propio filósofo y redactado con una mordacidad que a ratos lo aproxima a su coetáneo De Quincey, Schopenhauer se revela en este opúsculo como paladín de los derechos de la razón frente al oscurantismo y el conservadurismo que impiden consolidarla en la sociedad. «Las cuestiones relativas al honor y la honorabilidad escribe en su introducción Franco Volpi, autor de la edición se perciben todavía hoy unánimemente como algo importante, persiguiéndose todavía delitos contra el honor como la injuria y la difamación. Schopenhauer sabe dirigirse a todas aquellas personas que, hoy como ayer, desean encontrar los recursos más idóneos para hacerse respetar en la vida».

Arthur Schopenhauer El arte de hacerse respetar Expuesto en 14 máximas o bien - photo 2

Arthur Schopenhauer

El arte de hacerse respetar

Expuesto en 14 máximas
o bien
Tratado sobre el honor

ePub r1.0

Titivillus 06.02.15

Título original: L’arte di farsi rispettare (Skitze einer Abhandlung über die Ehre)

Arthur Schopenhauer, 1851

Traducción: Fabio Morales

Edición, introducción y notas: Franco Volpi

Diseño de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

Epílogo Mi tema que era el honor considerado objetiva y conceptualmente ha - photo 3

Epílogo

Mi tema, que era el honor considerado objetiva y conceptualmente, ha sido pues tratado. En cuanto a los distintos puntos de vista subjetivos acerca de uno u otro género del honor, ellos no me conciernen; sin embargo, dado que creo poder neutralizar en pocas palabras una equivocación muy frecuente relacionada con la última parte de mi exposición, añadiré lo siguiente. Muchas personas, aunque se dan cuenta de lo absurdo que es el principio del honor caballeresco —e incluso están dispuestas a reconocerlo en privado—, consideran que se trata de un mal necesario, y alegan que sin él la sociedad no podría mantener las buenas costumbres.

No quiero valerme del argumento histórico de que también en Atenas, Corinto o Roma existió la buena sociedad; aunque hay que reconocer que en ella no dominaban las mujeres, como sucede entre nosotros, lo que quizás explique la preeminencia que en nuestra buena sociedad se le suele atribuir a la valentía por encima de las demás cualidades.

Pero iré directo al grano. He aquí nuestra hipótesis: Tan pronto como el código de honor caballeresco pierda su vigencia, y por lo tanto, ya nadie pueda por medio del insulto endilgarle a otro lo que se le antoje —es decir, quitarle una parte de su honor, o restituírsela al propio—; y cuando ya cualquier injusticia, rudeza o grosería no queden automáticamente justificadas por la voluntad de dar una satisfacción, es decir, de batirse en duelo; entonces cualquiera entenderá que a través del insulto, la injusticia, la grosería y la rudeza sólo está menoscabando su honor verdadero y natural, o sea, aquel que reside en la opinión, que es involuntaria, y no en las expresiones, que son arbitrarias, pues todo lo que haga u omita repercutirá únicamente sobre su propio honor, y nunca sobre el ajeno. A partir de ese momento, todos se cuidarían de insultar, como ahora se cuidan de ser insultados, y a nadie se le ocurrirá responder a los agravios de los demás con agravios iguales o mayores, así como ahora cuando en el mercado una vendedora de legumbres o pescado nos insulta furiosa a causa de un simple empujón, no hacemos sino reírnos de su tosquedad; asimismo, todos se guardarán de descender —como dice Demóstenes— a una liza como la descrita, donde es obvio que el vencido se convierte en vencedor. Y cuando uno ya no sea educado en la quimera de considerar que las palabras insultantes vulneran su honor, ellas ya no podrán seguir hiriendo la susceptibilidad, como lo hacen ahora, sino que se volverán contra aquel que las profirió, que de ese modo se estará perjudicando a sí mismo.

Colocado así el honor de cada cual en sus propias manos —tal como lo aconsejan la naturaleza y la razón—, cada uno lo defenderá en su aspecto activo, como ahora lo hace en el pasivo. Sólo entonces, a mi juicio, se habrá impuesto el verdadero bon ton; especialmente porque la inteligencia y la razón se expresarán libremente, sin tener que consultar si incomodan a los pareceres de la estulticia; y no habrá necesidad de arriesgar a los dados la cabeza que alberga a las primeras, por el cráneo huero donde mora esta última. Sólo entonces recuperará su primado en la sociedad la superioridad intelectual, que ha sido desplazada por una superioridad física artificialmente ennoblecida. Y en eso —sostengo yo— consisten el bon ton y la buena sociedad. El bon ton ofrecerá incluso la ventaja adicional de que un sinnúmero de pequeños pero molestos vicios —que en Inglaterra aparecen únicamente entre las clases más bajas, pero que en Alemania pululan incluso entre las más elevadas—, ya no tendrán que ser tolerados con resignación, como sucede ahora, porque sólo pueden ser castigados a riesgo de la propia vida, por lo que asolan todo lo que encuentran a su paso, hasta que se topan por casualidad con alguien dispuesto a jugarse el pellejo para reprender a su autor. Entonces no se concederá a tales asuntos más importancia de la que merecen por su naturaleza. Esto y mucho más se ganará con el verdadero bon ton, que —como todo lo bueno— es sencillo y acorde con la naturaleza.

Y esta, sin duda, fue la forma que revistió el bon ton en la sociedad refinada de Atenas, Corinto y Roma. Afirmar que nuestra época no está madura para el mismo, porque lleva aún demasiado adheridos el óxido y el polvo de la Edad Media, de cuyo seno procedería, es un pésimo cumplido, que yo dejaré que otros hagan por mí. Prefiero pensar que la raison finira toujours par avoir raison [que la razón terminará siempre por tener razón], y que nuestro siglo —no obstante algunos altibajos y el puñado de oscurantistas que nunca faltan por haberme atrevido a enfrentar de una vez por todas a tal espantajo, tal Mino-tauro multiplicado, que cobra anualmente como tributo —y no de un solo país, sino de todos ellos— la ofrenda sangrienta de una gran cantidad de jóvenes de nobles familias. Derribarlo de un solo golpe es imposible, pero me permito albergar la esperanza de haberle infligido una herida que acaso se le agrave y termine por matarlo. Pues,

On peut [assez] longtemps chez notre espèce,

Fermer la porte à la raison.

Mais dès qu’elle entre avec adresse,

Elle reste dans la maison,

Et bientôt elle en est maîtresse.

VOLTAIRE.

Sólo esta esperanza ha podido motivarme a romper un silencio de once años, y a dar a la luz un παρέργον de un género tan subordinado como el presente, o incluso a poner en funcionamiento, en una época de rápido declive intelectual como la nuestra, la ya no tan honorable máquina de la imprenta, aunque sólo sea por algunos pliegos. Pero ¿quién podría contener pensamientos semejantes, al presenciar, varias veces al año, cómo personas de otro modo razonables y habilidosas cometen la tontería muy seria de prestarse a servir recíprocamente de diana para su respectivo oponente, y todo ello, sólo porque han sido convencidas de que su honor se los exigía? (¡De qué cosas no se puede convencer al nombre, si uno se toma el tiempo suficiente para ello!). Y los buenos reyes y repúblicas de los dos hemisferios del globo terráqueo, con sus decretos sobre el duelo, bienintencionados pero poco efectivos, merecen sin duda que un filósofo que por lo general tiene pocas oportunidades de hacerse útil, los tome siquiera una vez bajo su cuidado y ataque al mal de raíz junto con la opinión que lo sustenta, una opinión sobre la que aquellos no tienen poder alguno.

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