Introducción
La dialéctica erística. Puede tenerse ciertamente razón objetiva en un asunto y sin embargo, a ojos de los presentes y algunas veces también a los de uno mismo, parecer falto de ella. A saber, cuando el adversario refuta mi prueba y esto sirve como refutación misma de mi afirmación, la cual hubiese podido ser defendida de otro modo. En este caso, como es natural, para él la relación es inversa, pues le asiste la razón en lo que objetivamente no la tiene. En efecto, la verdad objetiva de una tesis y su validez en la aprobación de los contrincantes y los oyentes son dos cosas distintas. (Hacia lo último se dirige la dialéctica.)
¿Cuál es el origen de esto? La maldad natural del género humano. Si no fuese así, si fuésemos honestos por naturaleza, intentaríamos simplemente que la verdad saliese a la luz en todo debate, sin preocuparnos en absoluto de si ésta se adapta a la opinión que previamente mantuvimos, o a la del otro; eso sería indiferente o en cualquier caso, algo muy secundario. Pero ahora es lo principal. La vanidad innata, que tan susceptible se muestra en lo que respecta a nuestra capacidad intelectual, no se resigna a aceptar que aquello que primero formulamos resulte ser falso, y verdadero lo del adversario. Tras esto, cada cual no tendría otra cosa que hacer más que esforzase por juzgar rectamente, para lo que primero tendría que pensar y luego hablar. Pero junto a la vanidad natural también se hermanan, en la mayor parte de los seres humanos, la charlatanería y la innata improbidad. Hablan antes de haber pensado y aun cuando en su fuero interno se dan cuenta de que su afirmación es falsa y que no tienen razón, debe parecer, sin embargo, como si fuese lo contrario. El interés por la verdad, que por lo general muy bien pudo ser el único motivo al formular la supuesta tesis verdadera, se inclina ahora del todo al interés de la vanidad: lo verdadero debe parecer falso y lo falso verdadero.
Sin embargo, esa improbidad misma, el empeño en mantener tozudamente una tesis incluso cuando nos parece falsa, todavía tiene una excusa. Con frecuencia al comienzo de la discusión estamos firmemente convencidos de la verdad de nuestra tesis, pero ahora el contraargumento del adversario parece refutarla; dando ya el asunto por perdido, solemos encontrarnos más tarde con que, a pesar de todo, teníamos razón; nuestra prueba era falsa, pero podía haber habido una adecuada para defender nuestra afirmación: el argumento salvador no se nos ocurrió a tiempo. De ahí que surja en nosotros la máxima de luchar contra el razonamiento del adversario incluso cuando parece correcto y definitivo, pues, precisamente, creemos que su propia corrección no es más que ilusoria y que durante el curso de la discusión se nos ocurrirá otro argumento con el que podremos oponernos a aquél, o incluso alguna otra manera de probar nuestra verdad. De ahí que casi nos veamos obligados a actuar con improbidad en las disputas o, cuando menos, tentados a ello con gran facilidad. De esta forma se amparan mutuamente la debilidad de nuestro entendimiento y la versatilidad de nuestra voluntad. Esto ocasiona que, por regla general, quien discute no luche por amor de la verdad, sino por su tesis como pro ara et focis [por el altar y el hogar] y por fas o por nefas puesto que como ya se ha mostrado, no puede hacerlo de otro modo.
Lo habitual será, pues, que todos quieran que sea su afirmación la que prevalezca sobre las otras, aunque momentáneamente llegue incluso a parecerles falsa o dudosa".
Aristóteles abordó en los Tópicos la exposición de la dialéctica con el espíritu científico que lo caracteriza, de forma extraordinariamente metódica y analítica; aunque esto sea muy digno de admiración, no legó a alcanzar completamente su propósito, que aquí es evidentemente práctico. Tras considerar en los Analíticos los conceptos, juicios y silogismos según su pura forma, pasó después a considerar el contenido, que únicamente tiene que ver con los primeros, ya que es en ellos donde reside. Proposiciones y silogismos son en sí mismos pura forma; los conceptos significan su contenido. Su procedimiento es el siguiente: Toda discusión tiene una tesis o un problema (éstos difieren simplemente en la forma) y luego, axiomas que deben servir para resolverlo. Se trata siempre de la relación de unos conceptos con otros. Estas relaciones son, inicialmente, cuatro. De un concepto se busca, o 1) su definición, o 2) su género, o 3) su característica particular, su marca esencial, proprium, o 4) su accidens, es decir, una cualidad cualquiera, sin importar si es peculiar y exclusiva o no; brevemente, un predicado. El problema de toda discusión hay que reconducirlo a una de estas relaciones. Ésta es la base de toda la dialéctica. En los ocho libros de los Tópicos, Aristóteles presenta el conjunto de todas las relaciones en las que los conceptos pueden hallarse recíprocamente, con respecto a las cuatro clases, e indica las reglas para toda posible relación; esto es, cómo debe comportarse un concepto con respecto a otro para ser su proprium [propio], su accidens [accidente], su genus [género] o su definitum o definición; qué errores pueden cometerse fácilmente durante la formulación y qué es lo que debe tenerse en cuenta cada vez que formulamos una relación, y qué es lo que puede hacerse para refutarla si la ha formulado el otro. Aristóteles denomina locus [tópico] a la formulación de cualquiera de estas reglas o de cualquiera de las relaciones entre tales clases de conceptos, indicando 382 topoi: de aquí el nombre de Tópicos. A éstos adjunta unas cuantas reglas sobre la discusión en general que, por lo demás, no son en modo alguno exhaustivas.
El topos no es, pues, algo puramente material; no se refiere a un objeto o a un concepto determinado, sino siempre a una relación de clases enteras de conceptos que puede ser común a un número indeterminado de ellos, en cuanto que éstos sean considerados en sus relaciones recíprocas, bajo uno de los mencionados cuatro casos que se dan en toda discusión. Estos cuatro casos tienen, de nuevo, clases subordinadas. La consideración es aquí, en cierta medida, todavía formal, aunque no tan puramente formal como en la lógica, que se ocupa del contenido de los conceptos desde el punto de vista de la forma; esto es, indica cómo debe comportarse el contenido del concepto A con respecto al del concepto B para que pueda ser formulado como su genus, o como su proprium (carácter distintivo), o como su accidens, o como su definición, o, según las rúbricas a él subordinadas, del opuesto, causa y efecto, posesión o privación, etc. En torno a una de estas relaciones debe girar toda discusión. La mayoría de las reglas que Aristóteles indica como topoi en relación con estas correspondencias, están incluidas en la naturaleza de la relación conceptual; cada uno es consciente de ellas por sí mismo, además, ya de por sí, obligan al respeto por parte del adversario, igual que en la lógica, siendo más fácil observarlas en el caso particular o darse cuenta de su negligencia que acordarse del topos abstracto correspondiente; de aquí proviene que el uso práctico de tal dialéctica no sea muy grande. Aristóteles no dice más que cosas de suyo evidentes, y a las que la sana razón arriba por sí misma. Ejemplo: "Si se afirma el genus de una cosa, entonces debe también convenirle alguna species cualquiera de ese genus; de otro modo, la afirmación será falsa. Por ejemplo, se afirma que el alma está dotada de movimiento; entonces debe serle propia alguna especie determinada de aquél: volar, caminar, crecer, disminuir, etc.; si carece de el a, entonces, tampoco está dotada de movimiento. Esto es, cuando no le conviene alguna especie, tampoco lo hace el