El salto de papá
El salto de papá
Martín Sivak
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Sivak, Martín El salto de papá / Martín Sivak. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Seix Barral, 2017. Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-950-731-930-3 1. Investigación Periodística. I. Título. CDD 070.44 |
© 2017, Martín Sivak
Diseño de cubierta: Departamento de Arte de Grupo de Editorial Planeta S.A.I.C.
Diseño original de la colección: Josep Bagà Associats
Fotografía de la tapa: Gentileza del autor
Todos los derechos reservados
© 2017, Grupo Editorial Planeta S.A.I.C.
Publicado bajo el sello Seix Barral®
Independencia 1682, (1100) C.A.B.A.
www.editorialplaneta.com.ar
Primera edición en formato digital: agosto de 2017
Digitalización: Proyecto451
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Inscripción ley 11.723 en trámite
ISBN edición digital (ePub): 978-950-731-930-3
Al tío Osvaldo. En su memoria.
PRIMERA PARTE
UNO. FINAL
Antes de tirarse de palito de un piso dieciséis, papá se despidió de la clase obrera argentina.
Un grupo de albañiles que levantaba el hotel Hyatt a treinta metros no le retribuyó el saludo. Intentó detenerlo con gritos cuando puso el pie derecho sobre el alféizar de la ventana. El diario Crónica los consignó en su edición de la tarde:
«¡Cuidado, loco, te vas a matar!»
«No, no, no.»
«¡Entrá para adentro!»
«¿Qué hacés, flaco? No te tirés.»
Les mostró la palma derecha y una media sonrisa. Soltó un berrido y se dejó caer.
Había llegado al departamento de su padre Samuel para la hora del almuerzo del miércoles 5 de diciembre de 1990. En Posadas, como lo llamábamos por el nombre de la calle donde quedaba, siempre me incomodaron el olor a desodorante de ambientes y los muebles excesivos que atesoraban parte de la memoria familiar.
Según consta en el expediente judicial, se sirvió un vaso de Coca-Cola y fumó uno de sus sesenta cigarrillos diarios.
En cambio, en actas no quedó asentado que llamó a nuestra casa y pidió hablar con mi hermano Gabriel, al que siempre llamamos «Gabito», y conmigo. Pero no estábamos. A Lily, la empleada doméstica, le deseó buen viaje a Santiago del Estero.
Se encerró con llave en la habitación que había sido de su hermano menor, Horacio. Después de cinco o diez minutos, ya sin el saco, se asomó a la ventana.
Algunos vecinos del edificio de Posadas al 1120 escucharon los gritos de los obreros. Un fotógrafo de la revista Gente llegó antes que la ambulancia del servicio público SAME. Captó su cara enrojecida y las pupilas fijas, pero no el flamante cráter en el césped.
El cafetero de la esquina hizo las primeras declaraciones a los periodistas: «Era el presidente del banco, salía en la tele seguido y era hermano del empresario que mataron. Me parece que lo hicieron boleta».
Los forenses sólo encontraron el hueso occipital sano. Consignaron que había muerto por un paro cardíaco. El juez Roberto Marquevich caratuló la causa «muerte sospechosa de criminalidad», pero dio a entender a la prensa que se había tratado de un suicidio.
Clarín interpretó el tema en un recuadro de su tapa del 7 de diciembre:
Liquidan el banco de Sivak
Creen que el empresario se suicidó por eso
En la nota interior del miércoles 6, el gran diario argentino incluyó una foto del edificio de Posadas con una flecha punteada con el recorrido del cuerpo, mismo recurso que usaba en la década de 1950 para mostrar el recorrido de la pelota en las páginas de fútbol. La Nación publicó el perfil titulado «Notorio, a partir de un lamentable hecho»: aludía al secuestro y asesinato de su hermano mayor Osvaldo. El semanario Noticias apostó por la ficción: especuló con un tumor maligno jamás detectado y ligó su suicidio con el levantamiento militar que había fracasado esa semana.
Papá se mató el día en que el Banco Central formalizó la quiebra de su banco, último sobreviviente de un conjunto de empresas de la familia que medio siglo atrás había fundado Samuel, el dueño de Posadas, gracias a unos fondos del Partido Comunista local y a su habilidad para los negocios. Por esas horas el presidente George Bush (padre) empezaba su visita a la Argentina, mientras caía el Eurocomunismo. Papá moría —murió— marxista-leninista, como se había reivindicado siempre.
No dejó una carta, ni un borrador o notas sueltas. Nada, ni una sola palabra.
Su estado depresivo —tres meses entonces— le aplastó el tramo final de su vida con psicofármacos, acompañantes terapéuticos, psiquiatra, psicoanalista y psicólogo de familia. Nunca antes se había deprimido de esa manera. Ni siquiera se había dejado ver abatido.
En esos meses finales a veces vestía jogging con zapatos de traje. A sus hijos nos pedía abrazos; compartíamos sesiones cortas de abrazos. Empecé, ahí, a pensar en su muerte. La imaginé producto de un paro cardíaco inducido por los tres paquetes diarios de cigarrillos. O de un secuestro y asesinato, como el de su hermano. O de una distracción al cruzar la calle.
Un par de años antes, cuando todavía lo creía inmortal, le había preguntado qué música le gustaría que sonara en su velatorio.
No quiso contestar. Insistí.
Resignado, entregó su único guion post mortem : una canción tristísima cantada por un comunista como él, Alfredo Zitarrosa.
Adagio en mi país.
DOS. SEMIFINAL
Al comienzo —durante los primeros años, diría— quise saber por qué se había suicidado. Como quien resuelve una ecuación o las palabras cruzadas.
Conseguí hipótesis prestadas. Mi mamá responsabilizaba a la familia Sivak por haberlo abandonado. Horacio, su hermano científico, sostenía que hubo mala praxis de los psiquiatras y psicoanalistas. Su amigo Daniel Viglietti, en una carta, escribió que el sistema capitalista se va comiendo a las buenas personas.
Sumé otras hipótesis. Papá temía quedar detenido por la quiebra de su banco. Hubiese sido la peor deshonra: sentía cierto orgullo por haber sido preso político de gobiernos militares veinte años atrás y le resultaba intolerable la idea de la cárcel por un delito económico. Además, lo perseguía la culpa por el secuestro y el asesinato de su hermano mayor y la desaparición, apenas empezó la dictadura de 1976, de su mejor amigo y compañero de militancia.
Me resigné, sin embargo, a no encontrar una respuesta definitiva.
Durante esos años usé todos sus sacos. El gris de empleado junior, el negro de Dior y sus tres gabanes oscuros. Nadie me recuerda de otra manera: vestido de negro o vestido de papá. Empecé a usar su reloj soviético de cuero y números romanos sobre fondo blanco. Me dejé crecer la barba.
Imaginé una fundación con su nombre o una revista bianual. Pensé en construir un monolito. Pedí que el palco 13 de la cancha de Independiente, que alquilamos durante muchos años, llevara su nombre. Nada de eso resultó.
Debí sentarme con una docena de abogados para conocer los detalles del colapso de la empresa familiar. Aprendí mucho de bancos, empresas y particulares; de quiebras, cobranzas, multas, amparos y deudas. También a presionar, negociar y ceder. Asistí a muchas de esas reuniones con el corbatín bordó y azul del uniforme de la escuela secundaria.
Visitaba a papá en el cementerio para contarle esas historias. También las novedades de mi vida, de la Argentina y del mundo.
Recuerdo dos momentos difíciles.
El primero, cuando la Unión Soviética dejó de existir.
—Pa, tengo una mala noticia.
El segundo, relatar lo que vimos con mamá y Gabito en La Habana, en 1992, en los inicios del Periodo Especial provocado, precisamente, por el colapso de Moscú. Con ojos de televidente él había visto la caída del Muro de Berlín.
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