© Jorge Bucay y Demián Bucay, 2015.
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PREFACIO
Escribir un libro a cuatro manos no es tarea fácil. Implica encontrar acuerdos cuando estos son posibles y, cuando no, mantener los desacuerdos con respeto y firmeza a la vez.
Implica también encontrar un modo de trabajo que permita el fluir de lo que se va produciendo entre uno y otro, que vaya y venga y que, en ese ir y venir, se transforme.
Mientras trabajábamos en el libro, descubrimos con agrado que la tarea que habíamos emprendido reproducía y recorría exactamente los mismos caminos que eran necesarios para construir un vínculo (cualquier vínculo) entre dos personas.
Solo es posible decir que se ha formado un vínculo cuando, como resultado del encuentro entre tú y yo, emerge algo nuevo, un nosotros diferente de mí y de ti.
Como terapeutas que somos, sabemos que cuando el vínculo es sano, la presencia de ese nosotros nunca hace desaparecer a las personas individuales. Al contrario, preserva y potencia que siga habiendo un yo y que siga habiendo un tú.
En cualquier vínculo sano pueden entonces reconocerse esas tres instancias: yo, tú y nosotros. Y lo mismo sucede con este libro.
Encontrarás por ello, aquí, tres tipos de textos. Algunos escritos por la mano de Demián, cuando, por ejemplo, comparte sus experiencias en el entorno de su familia y las anécdotas de sus vivencias con sus propios hijos, junto a las reflexiones que estas experiencias le generan. Otros, consensuados y escritos a cuatro manos (en realidad a dos bocas), fruto de conversaciones, acuerdos y desacuerdos entre los dos, reunidos para planear y compartir las ideas que este libro contiene. Unas pocas, al fin, escritas solo por mí, con mis limitados comentarios, con las opiniones que supongo que no tendrían el consenso de mi hijo, y con la diferente perspectiva que me brindan los treinta años de diferencia que tenemos (vivencias que seguramente llegarán a ser también parte de su propia experiencia... ¡dentro de treinta años!).
Quizás en la lectura del libro comiences interesándote por saber quién dijo qué y por eso diferenciaremos los textos utilizando este tipo de letra cuando habla Demián, utilizando este otro en cursiva cuando lo hago yo y el general cuando hablamos los dos. Sin embargo, es nuestro deseo que, a lo largo de la lectura, deje de importarte identificar al autor y te quedes solo con tu experiencia personal de lo que lees, aprendiendo lo que te sirve y descartando el resto.
Dicen que alguna vez el más grande maestro de toda China, Lao Tsé, desapareció del templo donde vivía y donde hablaba diariamente para los miles de discípulos que se sentaban en los jardines esperando con avidez sus enseñanzas. Durante semanas los discípulos más antiguos lo buscaron por los alrededores y mandaron después emisarios a buscarlo por los confines de toda China. Ninguno de los esfuerzos por hallarlo tuvo frutos. Nadie sabía adónde había ido ni por qué. Nadie lo había visto.
Meses después, un hombre de negocios espera en un muelle el bote que lo cruzará al otro lado del caudaloso río Min en Sechuán. Está anocheciendo cuando el barquero acerca el rústico transporte a la costa y le tiende la mano para subir. El pasajero le paga su traslado con una moneda y se acomoda para el cruce que tardará un par de horas. El anciano barquero toma el dinero, lo guarda en su bolsa y, agradeciendo con un gesto, suelta la amarra.
El río está sereno y el cielo muestra una luna enorme y luminosa que invita al diálogo..., quizás por eso el viajero comienza a compartir sus preocupaciones respecto de su familia, sus hijos adolescentes, sus negocios; el barquero escucha su relato y entremezcla comentarios tan sensatos y sabios que sorprenden al pasajero.
Cuando llegan a puerto, antes de bajar, el hombre le alcanza al barquero una moneda extra por sus consejos y este la acepta con humildad. Es en ese momento cuando por primera vez el pasajero ve la cara de quien lo ha traído y lo reconoce.
—¡Tú! —le dice—. Tú eres Lao Tsé... ¿Qué haces aquí? Media China te está buscando. Tus alumnos se desesperan y nadie se resigna a perder tus magistrales clases de cada día.
—Por razones que nada tienen que ver con mi deseo, me he vuelto demasiado conocido —dice Lao Tsé—, miles de personas viajan desde lejos a escucharme, a preguntarme, a buscar ayuda, y la fama de hombre sabio e iluminado que se ha ido gestando hace que la verdad que eventualmente pueda salir de mi boca resulte menos importante que el hecho de que sea yo quien lo dijo.
El pasajero no termina de entender el sentido de su partida y lo increpa:
—Pero, maestro, no podemos prescindir de ti y de tu sabiduría. Somos muchos los que necesitamos de tus palabras, de tu luz, de tus consejos.
Lao Tsé sonríe y dice:
—Yo sigo diciendo las mismas cosas que decía en el templo, y creo que a quien me escucha le produce el mismo resultado, solo que ahora, afortunadamente, cuando alguien regresa a su casa y cuenta lo que aprendió, en lugar de decir con fastuosidad que se lo escuchó decir a Lao Tsé, solo dice: «... Me lo contó un barquero».
J. B.
1
¿QUÉ ES SER PADRES?
ESENCIAL VERSUS ACCESORIO
Si vamos a hablar, a lo largo de todo este libro, de la relación entre padres e hijos, sería importante definir de qué se trata ese vínculo. ¿En qué consiste ser padres? ¿Qué es lo esencial de ese rol? ¿Qué es lo que hace que podamos decir de alguien: «es padre» o «es madre», y de otro alguien, que no lo es?
Para definir qué es lo esencial de algo es necesario distinguir lo constituyente (es decir, lo que hace ser justamente lo que es) de lo accesorio (aquello que podría estar presente o no).
Ilustraré mejor esta idea con un ejemplo que, para ser coherente con el tema del que nos ocuparemos, tiene como protagonista a mi hijo menor.
El niño, un pequeño querubín de rizos dorados (¡una apreciación absolutamente objetiva, por supuesto!), aprendió, mucho antes de hablar, a tomar el teléfono móvil, llevárselo a la oreja y decir, como si respondiese una llamada: «¿Ah?».
Al comienzo, sin embargo, tomaba de igual modo el control remoto de la televisión y realizaba la misma mímica. Se entiende: un objeto negro, rectangular, más o menos del tamaño de una palma de la mano, lleno de botones con números en ellos... Por supuesto, pronto entendió por sí solo que el control remoto era otra cosa y comenzó a apuntarlo hacia la televisión en lugar de llevárselo a la oreja. Pero lo más sorprendente fue que, por ese tiempo, le regalaron un teléfono de juguete de Spiderman: este telefonito es rojo, más pequeño que uno verdadero y tiene tapa (en mi casa nadie usa ya teléfono móvil con tapa); sin embargo, tan pronto como se lo entregaron, lo abrió, apretó los botones numerados que hicieron sonar una especie de timbre y una voz, se lo llevó a la oreja y dijo con entonación perfecta: «¿Ah?». ¿Cómo supo el crío que eso era un teléfono? Evidentemente comprendió que ni ser negro, ni tener el tamaño de una palma, ni tener botones numerados, ni ser exactamente rectangular convertía a algo en un teléfono, pero el que sonara con un timbre y de allí saliera una voz, sí. Es decir: distinguió lo esencial de lo accesorio. Y estuvo en lo cierto: yo he visto teléfonos en forma de balones de fútbol y los teléfonos con pantalla táctil no tienen botones, pero todos ellos suenan y «hablan»... porque en eso consiste, precisamente, la «telefoneidad». Allí radica su esencia; lo demás —aunque frecuente— es accesorio. Dicho de otro modo: si no puedes hacer «ring» y no es posible hablar a través de ti, lo siento, pero teléfono, lo que se dice teléfono, no eres.