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Luis Suárez - En los orígenes de España. Mitos y realidades

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Luis Suárez En los orígenes de España. Mitos y realidades
  • Libro:
    En los orígenes de España. Mitos y realidades
  • Autor:
  • Editor:
    Ariel
  • Genre:
  • Año:
    2011
  • Índice:
    4.5 / 5
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En los orígenes de España. Mitos y realidades: resumen, descripción y anotación

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Los orígenes de la actual nació española a menudo se encuentran deformados a causa de sus propios mitos. La pasió por la verdad y el rigor histórico permiten a Luis Suárez deconstruir uno por uno estos mitos, y revistar un tiempo clave y fascinante de nuestra historia. Sus investigaciones muestran la significativa conexió que existe entre la revolució protagonizada por los Trastámara a mediados del siglo XIV con el éxito del proyecto nacional llevado a cabo por los Reyes Católicos un siglo más tarde.

Al mismo tiempo, nos invitan a replantearnos el papel que jugó el reino de Granada, último bastió del al-Andalus, en la fase final de la Reconquista, y nos ofrecen nuevas luces a episodios tradicionalmente observados desde su vertiente más oscurantista, como el tribunal de la Santa Inquisició o la expulsió de los judíos. Incluso el renacimiento humanista, prolegómeno de la Edad de Oro, adquiere mayor relieve que el tradicionalmente admitido.

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Tenemos cierta tendencia a considerar que las revoluciones son movimientos que - photo 1

Tenemos cierta tendencia a considerar que las revoluciones son movimientos que proceden del fondo de la sociedad, quizás porque damos especial importancia a los actos de violencia de que suelen acompañarse. Pero en realidad una revolución, acto de ruptura, acaece cuando un sector de la sociedad se ha elevado hasta un punto que entiende que las estructuras políticas deben cambiar a fin de que a él corresponda asumir la potestad política. Por eso los historiadores recientes han asumido el término «revolución Trastámara» para explicar los sucesos que en España tuvieron lugar en torno a 1368, y después, sobre los cuales vino a edificarse la Monarquía católica española, que perduraría sin disputas hasta finales del siglo XVIII . A ella corresponde con exactitud el calificativo de Antiguo Régimen, que no sería relevado hasta esas décadas de tránsito hacia el siglo XIX cuando un nuevo sector, la burguesía capitalista, tuvo la sensación de que había llegado su hora.

La gran depresión del siglo XIV afectó a las rentas de la tierra, tanto laicas como eclesiásticas, ya que produjo una vertical pérdida de su poder adquisitivo. La fuerte nobleza «antigua» experimentó de este modo daños irreparables. Pero en su lugar apareció la que los genealogistas del siglo XVII llamarían nobleza «nueva» que busca en los señoríos jurisdiccionales un modo de sostenimiento. Al tratarse de ejercicios de la justicia, la milicia y el mercado, las nuevas rentas no experimentaban los daños de las anteriores. Todo esto significaba una reforma social y también de la Iglesia. De ahí que la revolución Trastámara presentara tres dimensiones: el sistema feudal es sustituido por el señorío jurisdiccional, la Iglesia experimenta una reforma que cambia el modo de vivir de los religiosos y eclesiásticos, y el comercio se convierte en la actividad clave para la Monarquía.

Tanto la nobleza como el alto clero y los religiosos, aportaron una nueva imagen de la persona humana que, invocando raíces antiguas, conducía sin embargo a establecer un nuevo orden de valores. Pues la nobleza se identifica con una conducta. Todavía hoy empleamos palabras como noble, señor, caballero o don, que proceden de los términos de aquella revolución. Y la Iglesia puso en marcha las ideas de santa Catalina de Siena descubriendo que también se puede, mediante el ejercicio, progresar en las virtudes sobrenaturales. Los ejercicios espirituales nacen precisamente en estos momentos. Más importante aún es la aceptación de la doctrina de que existen unos derechos naturales, vida, propiedad y libertad, que alcanzan a todos los seres humanos sin diferencia en cuanto a su etnia o color. Los maestros de Salamanca los llamaron «derecho de gentes».

De ahí la importancia que debemos atribuir a la Monarquía entonces creada. No se trata de defender ni de formular juicios de valor. Como en todos los grandes acontecimientos humanos, no faltan los errores. Pero debemos explicar, con serenidad y equilibrio, la estructura de ese Antiguo Régimen en España. Los Reyes Católicos Isabel y Fernando no son el punto de partida sino el término de llegada en un proceso que reconocía en el Ordenamiento de Casa y Corte de Pedro IV y en el Ordenamiento de las Cortes de Alcalá de 1348 sus primeros fundamentos constitucionales. No debemos desconocer tampoco que, en este tiempo, el término «constitución» ya estaba en uso. Se refería a las leyes fundamentales que emperador y Papa proponían a los europeos como temas inconmovibles que no podían ser revisados aunque sí enriquecidos. Los navarros apelaban a un término, «amejoramiento», que debemos tener en cuenta.

Consecuencias de la revolución Trastámara

La importancia que, para la construcción y ordenación de Europa, revisten los Monarcas Católicos, Fernando e Isabel, es causa de que los historiadores cometamos con frecuencia un error: considerar que su obra es un punto de partida hacia la modernidad cuando en realidad se trata de un término de llegada en el que convergen dos factores, la revolución Trastámara castellana de carácter nobiliario y el establecimiento de la Unión de Reinos que fue llamada «Corona del Casal d'Aragó» y no simplemente, como ahora acostumbramos, Corona de Aragón. También cometemos un error al entender que las revoluciones son tan sólo fenómenos subversivos que vienen de abajo. La que en torno al año 1368 se produjo en España vino desde arriba y contribuyó a establecer el predominio de una nueva elite aristocrática, basada en el señorío jurisdiccional y no en el feudo, dando de este modo la solidez jurídica a la Monarquía. Una de las tareas fundamentales de los Reyes Católicos consistió precisamente en estabilizar esa jerarquía, sus recursos y sus deberes. Los genealogistas del siglo XVII se referirán a ella llamándola «nobleza nueva». Algunos de sus títulos permanecen entre nosotros.

Como todas las revoluciones, la castellana de 1368 partía del principio de la ilegitimidad de los poderes hasta entonces vigentes. Pedro I, «aquel mal tirano que se llamó rey», según la propaganda adversa a su persona, fue depuesto y asesinado porque había conculcado las libertades, usos y costumbres del reino, especialmente las Cortes que habían sido prácticamente suspendidas. Para sucederle —mejor diríamos sustituirle—, el Papa, la Corona de Aragón y Francia convinieron en escoger a Enrique, conde de Trastámara, de Noreña y de Gijón, que era hijo bastardo de Alfonso XI (así se aseguraba la continuidad de sus tareas institucionales) pero, sobre todo, estaba casado con Juana Manuel a la que llegaban los derechos de Alfonso X y de los Infantes de la Cerda. Podía decirse que se trataba de reconocer una legitimidad de origen antes de pasar a la de ejercicio.

Es sintomático que el primer gesto de plena autoridad de Enrique II, una vez despedidos los mercenarios y aliados extranjeros, fuese la reunión de Cortes en Toledo el año 1370. Aquí tuvo lugar una especie de singular alianza o reconciliación entre rey y reino. Los Trastámara se comprometían a no aceptar otra legitimidad que la que, mediante juramento de las Cortes, se declarara, no percibir ayudas extraordinarias sin voto de las Cortes, y considerar leyes fundamentales del reino aquellas que fuesen promulgadas en las mismas Cortes. Es cierto que como han señalado eminentes investigadores de nuestros días, el rey se reservaba todo el poder legislativo. Pero debemos tener en cuenta que cuando las necesidades económicas obligaban a recurrir a petición de ayudas extraordinarias, como sucedía con frecuencia, los procuradores podían obtener una confirmación para sus peticiones, previamente negociadas por el monarca, convirtiéndose en leyes. Era, indirectamente, reconocer en aquellas Asambleas un poder legislativo.

La nueva dinastía —y así se explicaría en las negociaciones con Inglaterra— iba a apoyar su legitimidad en este argumento: Alfonso X, en 1282, había sido injustamente privado de su poder. En consecuencia, Sancho IV y sus tres sucesores podían ser considerados como ilegítimos, al menos como discutibles. Al agotarse esta línea, los derechos retornaban a la línea de Alfonso de la Cerda y, en su defecto, al infante don Manuel, hermano de Alfonso. Ahora bien, tales derechos desembocaban por línea masculina y femenina respectivamente, en Juana Manuel. De modo que Juan I, el hijo y heredero de Enrique II, ostentaba una indudable legitimidad. Para que tampoco en esto hubiera dudas, el heredero de Juan, también llamado Enrique, contrajo matrimonio con la nieta de Pedro I, Catalina de Lancaster. Y así se creó el Principado de Asturias. En adelante la Corona, en Castilla, se situaba en dos líneas, la superior, que correspondía al monarca, y la inferior, al Príncipe. Pero a éste correspondía, desde el primer momento, el ejercicio de una parte de la autoridad.

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