Thomas Pynchon - Un lento aprendizaje
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- Libro:Un lento aprendizaje
- Autor:
- Editor:Tusquets Editors
- Genre:
- Año:1992
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Thomas Pynchon
UN LENTO APRENDIZAJE
Traducción de Jordi Fibla
Tusquets Editores
Titulo original: Slow Learner
Primeras publicaciones de los relatos: «The Small Rain» (Lluvia ligera), Cornell Writer, marzo de 1959; «Low-lands» (Tierras bajas), New World Whitting, n.° 16, marzo de 1960; «Entropy» (Entropía), Kenyon Reviere, primavera de 1960; «Under the Rose» (Bajo la rosa), The Noble Savege, n.° 3, mayo de 1961; «The Secret Integration» (La integración secreta), The Saturday Evening Post, diciembre de 1964.
1ª edición: Junio 1992
© De la traducción: Jordi Fibla, 1992
Diseño de la colección y de la cubierta: MBM
Reservados todos los derechos de esta edición para Tusquets Editores, S.A.
Iradier, 24, bajos - 08017 Barcelona
ISBN: 84-7223-489-4
Depósito legal: B. 12.463-1992
Introducción
Si no recuerdo mal, escribí estos relatos entre 1958 y 1964, cuatro de ellos cuando estudiaba en la universidad. El quinto, «La integración secreta», de 1964, es más un producto de oficial que de aprendiz. Tal vez el lector ya sepa hasta qué punto leer cualquier cosa escrita hace veinte años, incluso cheques cancelados, puede suponer un golpe para el ego de uno. Mi reacción al leer estos relatos fue exclamar: «¡Dios mío!», al tiempo que experimentaba unos síntomas físicos en los que prefiero no insistir. Mi segundo pensamiento fue el de volver a escribirlos de cabo a rabo. Ambos impulsos cedieron a uno de esos estados de serenidad propios de la mediana edad, y ahora creo que he llegado a ver con claridad cómo era el joven escritor de entonces y a entenderme con él. Por otro lado, si gracias a una tecnología aún por inventar me topara hoy con él, ¿estaría dispuesto sin recelos a prestarle dinero o siquiera a ir calle abajo con él para tomar una cerveza y charlar de los viejos tiempos?
Justo es que advierta incluso a los lectores más amablemente dispuestos hacia mí, que encontrarán aquí algunos pasajes muy pesados, a la vez juveniles y delincuentes. Al mismo tiempo, mi mayor esperanza es que, por pretenciosos, bobos e imprudentes que resulten de vez en cuando, estos relatos sigan siendo útiles con sus defectos intactos, ilustrativos de los problemas característicos a los que se enfrenta el escritor principiante, a la vez que previenen contra ciertas prácticas que probablemente los escritores más jóvenes prefieran evitar.
Mi primer relato publicado se titulaba Lluvia ligera. Un amigo que había pasado en el ejército los mismos dos años que yo en la marina me proporcionó los detalles. El huracán ocurrió realmente, y el destacamento del Servicio de Transmisiones de mi amigo tenía la misión descrita en el relato. La mayor parte de cuanto me desagrada de mi manera de escribir está aquí presente, tanto en embrión como en formas más avanzadas. Para empezar, no reconocí que el problema del personaje principal fuera lo bastante real e interesante para generar por sí mismo un relato. Al parecer, me creí en la obligación de revestirlo con un baño de imágenes de lluvia y referencias a La tierra baldía y Adiós a las armas. Me guiaba por el lema «hazlo literario», un mal consejo que yo mismo me di.
No menos embarazoso es descubrir el mal oído que estropea buena parte del diálogo, sobre todo hacia el final. Lo mejor que podría decir de mi percepción de los acentos regionales en aquel entonces es que era primitiva. Había observado que las voces de los militares se homogeneizaban en una sola voz de la nación norteamericana. Al cabo de poco tiempo, los chicos italianos de Nueva York empezaban a sonar como sureños y los marineros de Georgia regresaban de permiso quejándose de que nadie les entendía porque hablaban como yanquis. Como soy del norte, lo que oía como «acento meridional» era, en realidad, ese acento militar uniforme y poco más. Imaginaba que había oído pronunciar a civiles oo por ow en las tierras bajas costeras de Virginia, pero no sabía que en distintas zonas del sur real o civil, incluso en diferentes partes de Virginia, la gente hablaba con una amplia gama de acentos muy distintos. Es un error que también se observa en algunas películas de la época. Mi problema concreto en la escena de la cantina es que, para empezar, no sólo hay una chica de Louisiana que habla con diptongos de las tierras bajas captados de manera imperfecta, sino, lo que es peor, insisto en convertir eso en un elemento de la trama: es algo que importa a Levine y, en consecuencia, afecta a lo que sucede en el relato. Mi error consiste en tratar de pavonearme de mi oído antes de tenerlo.
Lo más grave y preocupante es la manera defectuosa en que el narrador, casi yo mismo, aunque no del todo, trata el tema de la muerte en el quid del relato. Cuando hablamos de «seriedad» en la ficción, en última instancia nos referimos a una actitud hacia la muerte: por ejemplo, cómo pueden actuar los personajes en su presencia o cómo la tratan cuando no es tan inminente. Es algo que todo el mundo sabe, pero que no se suele mencionar a los escritores jóvenes, tal vez debido a la impresión generalizada de que dar tales consejos a la edad del aprendizaje es desperdiciar el esfuerzo. (Sospecho que una de las razones de que la fantasía y la ciencia ficción atraigan tanto a los lectores jóvenes es la de que, cuando el espacio y el tiempo han sido alterados para permitir que los personajes viajen con facilidad a cualquier parte a través del continuo y escapar así a los peligros físicos y la inexorabilidad del tiempo, la condición de mortales apenas constituye un problema.)
La forma en que los personajes de Lluvia ligera abordan la muerte es todavía propia de adolescentes. Se evaden trasnochando y buscando eufemismos. Cuando mencionan la muerte, procuran servirse de bromas. Lo peor de todo es que la acoplan al sexo. El lector observará que, hacia el final del relato, parece tener lugar algún tipo de encuentro sexual, aunque no podría inferirlo del texto. De improviso, el lenguaje se vuelve demasiado extravagante. Es posible que esto no se debiera tan sólo al nerviosismo adolescente que me producía el sexo, pues, bien mirado, probablemente existía un nerviosismo generalizado en toda la subcultura de la población universitaria, una tendencia a la autocensura. Era también la época de Aullido, Lolita y Trópico de Cáncer, y todos los excesos en la aplicación de la ley provocados por tales obras. Incluso la pornografía blanda asequible en aquellos días llegaba a extremos de simbolismo absurdo para evitar la descripción del sexo. Hoy todo esto parece un asunto zanjado, pero en aquel entonces era una represión que experimentaban los escritores.
Creo que el interés actual del relato no estriba tanto en lo rebuscado y la puerilidad de la actitud como en la manera de abordar las clases sociales. Al margen de la utilidad que tenga el servicio militar en tiempo de paz, lo cierto es que puede proporcionar una introducción excelente a la estructura de la sociedad en general. Resulta evidente, incluso a una mentalidad juvenil, que las divisiones a menudo no reconocidas en la vida civil encuentran una expresión clara e inmediata entre «oficiales» y «hombres». Uno hace el sorprendente descubrimiento de que los adultos con educación universitaria que van por ahí enfundados en un uniforme caqui con insignias y cargados de pesadas responsabilidades, en realidad pueden ser idiotas, y que los oficiales de clase obrera, aunque en teoría capaces de cometer estupideces, son más proclives a mostrar competencia, valor, humanidad, sagacidad y otras virtudes que las clases educadas consideran como propias. El conflicto de «Culón» Levine en este relato, aunque modelado literariamente, consiste en la adjudicación de sus lealtades. En los años cincuenta yo era un estudiante apolítico y no me daba cuenta de ello, pero, con la perspectiva del tiempo, creo que estaba resolviendo un problema al que la mayoría de los escritores tenemos que enfrentarnos.
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