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Thomas Bernhard - El frío

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Thomas Bernhard El frío

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THOMAS BERNHARD Heerlen Países Bajos 1931 - Gmunden Austria 1989 Poeta - photo 1

THOMAS BERNHARD (Heerlen, Países Bajos, 1931 - Gmunden, Austria, 1989). Poeta, prosista y dramaturgo austriaco considerado como uno de los más grandes autores de la literatura en lengua alemana posterior a la Segunda Guerra Mundial. Después de seguir estudios de música, se orientó hacia la literatura, y desde su primera novela, Helada (1963), desarrolló un universo nihilista habitado por personajes ferozmente autocríticos y autodestructivos.

Hijo ilegítimo de un carpintero austriaco y de la hija del escritor Johannes Freumbichler, Bernhard vivió en casa de sus abuelos maternos hasta que su madre se casó. El marido de ésta no lo prohijó sino que pasó a ser únicamente su tutor. A los dieciséis años interrumpió sus estudios de bachillerato en Salzburgo y empezó a trabajar como aprendiz en un almacén de comestibles. Contrajo entonces una grave pleuresía que degeneró en una tuberculosis, enfermedad que padecería toda la vida. Pasó cuatro años ingresado en el sanatorio de Grafenhof (Salzburgo), donde comenzó a escribir.

Ya en 1943 empezó a tomar clases de música y a partir de 1952 estudió canto, dirección teatral e interpretación en el Mozarteum de Salzburgo. Paralelamente a sus estudios trabajó como reportero para el Demokratisches Volksblatt, en donde publicó también sus poemas. Realizó numerosos viajes, algunos con Hedwig Stavianicek, una mujer 37 años mayor que él que fue su mecenas y «el ser de su vida».

Siempre lo acompañó la polémica: en 1983 fue secuestrada por orden judicial su obra Tala, a consecuencia de una querella del compositor G. Lampersberg. El escritor prohibió entonces la venta en Austria de su obra y no modificó su actitud hasta el año siguiente, en que Lampersberg retiró su demanda. El último gran escándalo lo produjo el estreno de su obra Plaza de héroes en 1988.

La gran producción de Bernhard puede dividirse en tres etapas: una fase religiosa, una fase intermedia más patética y una tercera, que se deriva de la anterior, en la que lo patético se expresa preferentemente a través de la ironía. Los primeros intentos líricos de Así en la tierra como en el infierno (1949) muestran un Bernhard que en la línea de Pascal busca a Dios. El infierno (Hölle) es la realidad terrenal que espera redención. «Negro es mi mensaje», dice el yo lírico de estos poemas, una afirmación que se revelará válida para todo el opus bernhardiano.

El tono todavía conciliador con el mundo de estos poemas desaparece ya en el ciclo Ave Virgilio (1981), que compila las poesías de la década de 1970. El fervor religioso se convierte aquí en pura negatividad y ésta pasará a dominar su prosa. El primer resultado de este giro es la novela Helada (1963) con la que entra de lleno en el panorama literario contemporáneo. «El suicidio es mi naturaleza», dice el pintor Strauch al estudiante de medicina que se ha desplazado a Weng, un pueblo situado en un valle, para observar la paranoia del artista.

La locura es presentada como la única respuesta posible en un mundo pervertido, falto de toda espiritualidad y sentido que, en la novela, está representado por el pueblecito rodeado de montañas, un espacio frío, malvado, enemigo del hombre, en donde sus habitantes han adoptado las características de la naturaleza. Los espacios que tradicionalmente la literatura ha escogido como idílicos, Bernhard los transforma en escenarios de delirio, en los que únicamente domina la ley de la muerte y la locura. Strauch es el primer artista (de los muchos que aparecen en la obra del autor) que vive alejado del mundo para sacar el máximo partido de su creatividad.

Sin embargo, está utopía de la soledad será constantemente negada. El intelectual, el artista, es un ser absolutamente ridículo, con una retórica repetitiva, hiperbólica y patética. Konrad, en La Calera (1970), lo ha abandonado todo para poder escribir un estudio sobre el oído; cuando ya está a punto para empezar a redactar, mata a su mujer y enloquece. Destinos comparables padecen los protagonistas de Corrección (1975) y Hormigón (1982). Paradójicamente, el valor de la producción artística y, en general del arte, es puesto en duda por un gran artista que, después de fantasear con su propia vida en los libros autobiográficos El origen (1975), El sótano (1976), El aliento (1978), El frío (1981) y Un niño (1982), queda libre para la ironía más feroz.

Uno de los componentes más destacables de la obra bernhardiana, especialmente de la dramática desde Una fiesta para Boris (1970), es su musicalidad. Se trata de piezas casi escritas como para representar con marionetas que actúan como repetitivos altavoces de distintas posiciones. Más que dramas son libretos escritos para actores admirados por el escritor, como Minetti. Entre sus títulos más importantes se hallan La fuerza de la costumbre (1974), La partida de caza (1974), Ante la jubilación (1979), Almuerzo en casa de Ludwig W (1984) y la última, Plaza de héroes (1988) en la que arremete de nuevo contra la Austria católica y nacionalsocialista.

Toda enfermedad puede llamarse enfermedad del alma.

Novalis

Título original: Die Kälte. Eine Isolation

Thomas Bernhard, 1981

Traducción: Miguel Sáenz

Editor digital: Titivillus

ePub base r2.1

Notas 1 Ácido paraaminosalicílico Nota del traductor 2 En Austria es - photo 2
Notas

[1] Ácido paraaminosalicílico. (Nota del traductor).

[2] En Austria es frecuente dar a la mujer el título del marido. (Nota del traductor).

[3] Pavian significa en alemán «babuino». (Nota del traductor).

En este volumen, cuarto de su autobiografía, Thomas Bernhard, tras haber pensado una vez más en abandonarse a la enfermedad, reanuda la lucha.

Observador implacable, testimonia en contra de la injusticia del destino, la tiranía y la vanidad de médicos incompetentes y la iniquidad en el tratamiento de los enfermos. En sus largas horas de inmovilidad, trata de elucidar el misterio de su personalidad y la parte que corresponde a sus ancestros y, sobre todo, a su padre, un tipo atravesado del que nunca sabrá nada. Su pasión por la música contribuye a su restablecimiento. Un día, los médicos de Grafenhof le dan permiso para salir.

Las reglamentaciones sanitarias y los cuidados que su estado exige le impiden un destino de empleado. Tampoco puede pensar ya en ser cantante: tiene que escribir o reventar.

El frío es algo más que el simple relato de la odisea de un enfermo entre hospitales, casas de reposo y sanatorios. Thomas Bernhard se subleva, se subleva contra el hecho mismo de estar en el mundo, se subleva contra la arbitrariedad y la indiferencia de los que tienen el poder médico, se subleva contra la desigualdad en la enfermedad. Sólo la música y la literatura le unen a la vida, y ese periodo sombrío de su autobiografía no es únicamente un cuadro del mundo de los sanatorios y hospitales, sino también una escuela de voluntad. Esta atroz «Montaña mágica» de un hombre pobre deja una impresión indeleble gracias a la fuerte personalidad de un escritor que escribe con lenguaje inimitable.

Con la, así llamada, sombra de mi pulmón había caído otra vez una sombra sobre mi existencia. Grafenhof era una palabra aterradora, allí imperaban absolutamente y con plena inmunidad el Jefe y su Ayudante y el ayudante de su Ayudante, así como las condiciones, espantosas para un joven como yo, de un establecimiento público para enfermos del pulmón. Buscando ayuda, no me enfrentaba aquí, sin embargo, más que con la falta de esperanza, eso habían mostrado ya los primeros momentos, las primeras horas, todavía más insólitamente los primeros días. El estado de los pacientes no mejoraba, empeoraba con el tiempo, y también el mío, temía, tendría que seguir exactamente el mismo camino de los ingresados antes que yo en Grafenhof, en cuyo rostro no podía leer más que la desesperación de su estado, en los que no podía estudiar más que la degeneración. Al dirigirme por primera vez a la capilla, en la que se celebraba diariamente una misa, había podido leer una docena de esquelas en las paredes, textos lacónicos sobre los fallecidos en las últimas semanas, los cuales, como pensé, habían recorrido, exactamente como yo, aquellos pasillos altos y fríos. Con sus batas raídas de la posguerra, sus zapatillas de fieltro gastadas y los cuellos de sus camisones sucios, pasaban con sus cuadros de temperaturas bajo el brazo, por delante de mí, uno tras otro, dirigiéndome recelosamente sus miradas, y su meta era la galería de reposo, un mirador de madera semiderruido al aire libre, adosado al edificio principal y que daba sobre el Heukareck, la montaña de dos mil metros de altura que, durante cuatro meses, proyectaba ininterrumpidamente su sombra de kilómetros de longitud sobre el valle de Schwarzach situado bajo el sanatorio, valle en el que, en esos cuatro meses, no salía el sol. Qué horror más infame imaginó aquí el Creador, había pensado yo, qué forma más repulsiva de miseria humana. Al pasar, aquellos seres, expulsados indudablemente de forma definitiva de la sociedad humana, repulsivos, miserables y como heridos en un orgullo sagrado, iban desenroscando sus pardas botellas de cristal para escupir y escupían dentro, con una solemnidad pérfida, extraían por todas partes, sin vergüenza y con un arte refinado que era sólo suyo, los esputos de sus pulmones carcomidos, escupiéndolos en sus botellas de escupir. Los pasillos estaban llenos de aquel solemne extraer de docenas y docenas de lóbulos pulmonares corroídos y de aquel arrastrar de zapatillas de fieltro por el linóleo embebido en fenol. Se desarrollaba aquí una procesión, que terminaba en la galería de reposo, con una solemnidad como hasta entonces sólo había constatado en los entierros católicos, y cada uno de los participantes en aquella procesión llevaba ante sí su propio ostensorio: la parda botella de cristal para escupir. Cuando el último había llegado a la galería de reposo y se había instalado allí en la larga fila de camas de barrotes oxidados, cuando todos aquellos cuerpos hacía tiempo deformados por la enfermedad, con sus largas narices y sus grandes orejas, con sus largos brazos y sus piernas torcidas, y con su olor penetrante y podrido, se habían envuelto en aquellas mantas gastadas, grises, que olían a humedad y no calentaban ya en absoluto, y a las que sólo podía llamar cobertores, reinaba la calma. Todavía estaba yo allí de pie, en un rincón, desde el que podía verlo todo con la mayor claridad, pero en el que apenas podían descubrirme,

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