EL ARCO IRIS DE GRAVEDAD
THOMAS PYNCHON
Traducción de Antoni Pigrau
Título original: Gravity's Rainbow
1.a edición en colección Andanzas: noviembre de 2002
1.a edición en Fábula: octubre de 2009
© 1973, Thomas Pynchon
Diseño de la colección: adaptación de FERRATERCAMPINSMORALES de un diseño original de Pierluigi Cerri
Ilustración de la cubierta: ilustración (2002) tratada digitalmente por Opal, realizada especialmente para esta edición, a partir de una idea de BM.
© Opal, 2002.
Reservados todos los derechos de esta edición para
Tusquets Editores, S.A. - Cesare Cantü, 8 − 08023 Barcelona
www. tusquetseditores. com
ISBN: 978-84-8383-189-2
Depósito legal: B. 30.777-2009
Impresión y encuademación: Liberdúplex, S.L,
Impreso en España
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A Richard Fariña
1 - MÁS ALLÁ DEL PUNTO CERO
La naturaleza no conoce la extinción;
sólo conoce la transformación.
Todo lo que la ciencia me ha enseñado
y continúa enseñándome reafirma
mi creencia en la continuidad de nuestra
existencia espiritual después de la
muerte.
Wernher von Braun
Llega un grito a través del cielo. Ya ha ocurrido otras veces, pero ahora no hay nada con que compararlo.
Es demasiado tarde. La Evacuación todavía continúa, pero todo es teatralidad. No hay luces en el interior de los coches. No hay luces en ningún sitio. Por encima de él, unas vigas de sustentación tan antiguas como una reina de acero y, aún más arriba, unos cristales que permitirían pasar la luz del día. Pero es de noche. Le asusta la manera en que pronto caerán los vidrios. Será un espectáculo: la caída de un palacio de cristal. Un derrumbamiento en apagón total, sin un solo destello de luz; sólo un estrepitoso e invisible desplome.
Está sentado, sin nada para fumar, en la aterciopelada oscuridad del interior del vagón construido en varios niveles. Siente el metal cada vez más cerca y, más lejos, la fricción y la conexión; luego el surgir del vapor a chorros, una vibración en la estructura del vehículo, un balanceo, un malestar, todos los demás apretujados a su alrededor, los débiles, esas ovejas de segunda clase, todos sin fortuna y sin presente: borrachos, viejos veteranos todavía impresionados por un armamento obsoleto hace veinte años, inquietos en sus trajes de paisano, desaliñados; mujeres agotadas con más niños de los que nadie creería que pudiesen tenerse, todos amontonados entre el conjunto de cosas que deben ser conducidas a la salvación. Únicamente los rostros más próximos son visibles, aunque sólo como imágenes semi-plateadas observadas a través de un visor, caras teñidas de verde que recuerdan las de los tipos importantes que uno ha visto alguna vez, detrás de ventanillas de coche a prueba de balas, cuando atravesaban velozmente la ciudad…
Han comenzado a moverse. Pasan en fila, salen de la estación principal, se alejan del centro de la ciudad y empiezan a empujarse hacia las zonas más viejas y desoladas. ¿Es éste el camino de salida? Los rostros se vuelven hacia las ventanillas, pero nadie se atreve a preguntar en voz alta. Cae la lluvia. No, esto no es un desenmarañarse de, sino un progresivo enredarse en: pasan bajo arcadas, entradas secretas de cemento en mal estado que parecen recovecos de un pasaje inferior… Varios puntales de madera ennegrecida se han movido lentamente por encima de las cabezas y comienza a entrar el olor a carbón de días pretéritos, el olor a inviernos con nafta, a domingos en que no había tránsito, el olor del crecimiento a la manera del coral y misteriosamente lleno de vitalidad, que llega por las curvas sin visibilidad, procedente de las solitarias vías muertas, un olor acre a ausencia de material rodante, a maduración de moho, que penetra con fuerza y profundidad a través de esos días vacíos, especialmente al amanecer, con sombras azules que dejan el estigma de su paso, que tratan de llevar los acontecimientos al cero absoluto…Y el ambiente es más pobre y deprimente cuanto más avanzan…, ruinosas y mezquinas ciudades desconocidas, lugares cuyos nombres él nunca ha oído…, se derrumban las paredes y cada vez quedan menos techos, lo mismo que las posibilidades de luz. El camino, que debería abrirse a una carretera más amplia, se ha ido estrechando, cada vez más quebrado, haciéndose más angosto a cada curva, hasta que, de improviso, más pronto de lo que esperaban, se encuentran bajo el arco final: los frenos se clavan con una terrible sacudida. Es un juicio ante el que no hay apelación.
La caravana se ha detenido. Es el final del trayecto. Se ordena salir a todos los evacuados. Se mueven lentamente, pero sin resistencia. Quienes los dirigen llevan distintivos de color del plomo y no hablan. Se trata de un vasto, muy antiguo y oscuro hotel, una prolongación de hierro de las sendas y desvíos por los que han llegado hasta aquí… Lámparas globulares pintadas de verde oscuro cuelgan de los caprichosos aleros de hierro, apagadas desde hace siglos… La multitud se mueve sin murmullos ni carraspeos mientras avanza por corredores rectos y funcionales como pasillos de almacenes… Negras superficies aterciopeladas contienen el movimiento: hay olor a madera vieja, a remotas salas por mucho tiempo vacías y que acaban de reabrirse para acoger el torrente de almas, olor a fría argamasa en la que todas las ratas murieron, de las que sólo quedan sus fantasmas como pinturas rupestres, fijadas tenaz y luminosamente en las paredes… A los evacuados se les lleva por grupos a un ascensor: un andamio móvil de madera abierto por los cuatro costados, izado por viejas cuerdas alquitranadas y poleas de hierro fundido cuyos radios tienen forma de S. En cada uno de los tenebrosos pisos entran y salen pasajeros… Miles de habitaciones silenciosas y sin luz…
Algunos esperan solitarios, otros comparten sus cuartos de muebles invisibles. Sí, invisibles, ¿qué importa el mobiliario en este estado de cosas? Bajo los pies cruje la mugre más antigua de la ciudad, las últimas cristalizaciones de todo lo que la ciudad negó a sus hijos, todo aquello con que los amenazó y que le sirvió para mentirles. Todos han oído una voz que cada uno creía ser el único en escuchar:
—En realidad, no creías que te salvarían. Ven, ahora ya sabemos todos quiénes somos. Suponías que nadie iba a tomarse el trabajo de salvarte a ti, viejo…
No hay salida. Permanecer y esperar, estarse quieto y callado. El grito persiste a través del espacio. Cuando llegue, ¿lo hará en la oscuridad o traerá su propia luz? ¿Llegará la luz antes o después?
Pero ya hay luz. ¿Cuánto hace que hay luz? Durante todo el tiempo, la luz ha ido filtrándose junto con el frío aire matinal que roza ahora sus pezones de hombre. La luz ha comenzado a revelar un buen surtido de borrachos perdidos, algunos de uniforme y otros no, agarrados a botellas vacías o semivacías, tumbados en un sillón, arrellanados ante una chimenea fría o acurrucados en varios divanes, alfombras o meridianas, en los distintos niveles de la enorme habitación, roncando y jadeando a distintos ritmos en un coro que se renueva a sí mismo mientras la luz de Londres crece entre los rostros procedente de las ventanas divididas con parteluz, crece, invernal y elástica, entre los estratos de humo de la noche pasada que aún penden, desvaneciéndose, de las enceradas vigas del cielorraso. Todos estos que están horizontales, estos compañeros de armas, se ven ahora tan sonrosados como un grupo de campesinos holandeses que soñaran con su segura resurrección durante los próximos minutos.