Este no es un ensayo convencional sobre «El Caso JFK». Nunca lo pretendió. Más bien al contrario, en la segunda parte del texto se denuncia la falsedad de cierto número de ensayos convencionales acerca del tema, algunos de ellos muy reputados, si no intocables. Porque en Dallas, entre los días 22 y 24 de noviembre de 1963, exactamente desde las ejecuciones públicas de John Kennedy y su presunto asesino, Lee Oswald, tuvo lugar un complejo golpe de Estado desde dentro que afectaría no solo a los EE. UU. sino al mundo entero, trastocando a peor el mapa geopolítico. Luego, durante tres lustros, por lo menos medio centenar de testigos fue liquidado a fin de ocultar una verdad que aún hoy se niega a nivel oficial. Dicho complot, coordinado por La Central de Inteligencia Americana, dejará tras de sí uno de los grandes misterios de la pasada centuria, aunque ahora podamos saber mucho más al respecto.
Javier García Sánchez
Teoría de la conspiración
Deconstruyendo un magnicidio: Dallas 22/11/63
ePub r1.0
Titivillus 22.05.2020
Javier García Sánchez, 2017
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
Si el señor no guardare la ciudad, en vano velan los guardianes.
JOHN KENNEDY, del discurso que nunca
llegó a pronunciar en el Trade Markt, Dallas
I
PROLEGÓMENOS
¿Esto es? ¿Va a estar riéndose todo el rato como una nenita?
ROBERT KENNEDY a Sam Giancana,
en la Comisión McClellan
Se va a hablar aquí de una guerra de religión política.
De hecho, esta será de principio a fin una historia de soldados.
El propósito es describir la increíble crónica de cómo un empleado municipal con antecedentes subversivos mató al presidente de Estados Unidos disparándole con un arma defectuosa y obsoleta desde una dependencia del Ayuntamiento de la ciudad más anticomunista, del estado más anticomunista, del país más anticomunista de la Tierra, y de cómo al poco, dentro de otro edificio municipal, la comisaría de Policía, ese mismo empleado de la Administración pública, que a su vez era protegido por decenas de agentes del orden, fue muerto de un certero tiro por un mafioso que en aquel momento al parecer pasaba por allí, derivándose de todo ello que las autoridades, tanto locales como estatales y federales, decidieran dar rápido carpetazo al asunto, mientras que algunos, sin duda conocedores de lo turbio del tema, admitieron sin rebozo hallarse ante la mayor coincidencia de la historia del mundo.
Se intentará explicar de qué modo concreto el magnicidio de Dallas fue una acción ejecutiva en toda regla, ideada, coordinada y finalmente llevada a cabo por la Agencia Central de Inteligencia norteamericana, aunque con ayudas muy significativas. A estos hombres les llamaremos ellos, al margen de sus nombres y apellidos, que existen y nunca fueron negados. Sin embargo, y de forma paradójica, la ingente cantidad de datos recabados sobre dichas ayudas contribuyó, con el paso de los años, a enmarañar hasta lo indecible, y con frecuencia de forma deliberada, el relato de lo sucedido en Texas, desvirtuándolo en sentido medular: maravillas de la contrainformación, que se irán analizando sobre la marcha.
En el 22-11-63 nada es casual sino que todo es causal. Desde nuestra perspectiva, no resulta cómodo reflexionar acerca de la certidumbre de que el mundo en que vivimos se mueve sobre el andamiaje de la ocultación, algo que en cierta forma se inició estrepitosamente en Dallas por una simple cuestión mediática: contra la realidad que fue, se opuso la creación de un mito, Oswald. Pero sabido es que la solidez y permanencia de un mito se fundamenta a menudo en la cantidad de veces que se le invoque. Esto lo supieron desde siempre los comunicadores, los propagandistas de todas las épocas, incluyendo al doctor Goebbels. Lo escribió Elias Canetti: «El mito es una historia cuya frescura aumenta con la repetición». Nosotros, ejerciendo de aquello que somos, el eslabón de turno, intentaremos derrumbar ese mito mostrándolo a la luz de lo que en verdad posiblemente sucedió. Para eso ¿habremos de ser detallistas? No, seremos tan solo inmisericordes. Como ellos lo fueron.
Dallas demostró el grado de credibilidad rayano en lo patológico de una buena parte de la sociedad norteamericana. Necesitaban creer en aquellas instituciones gubernamentales que, en teoría, estaban allí para protegerlos. Fue entonces cuando, al igual que pasa con el metal líquido al fundirse, la conciencia crítica se evaporó y ejercieron de criaturas incautas que por instinto largo tiempo domesticado asentían a la palabra oficial. En 1963 las circunstancias propiciaron que todo ocurriese de ese modo, y solo hoy podemos entenderlo en su apabullante plenitud. Abrase, pues, la cripta del caso JFK, o más bien la del martirio, enigma y transubstanciación de Lee Harvey Oswald, un fantasma que no deja de incordiar. Por algo será.
Para enfrentarnos a dicha tarea habrá que contrastar postulados y criterios, así como apurar discrepancias, nunca eludirlas, que es exactamente lo que durante medio siglo se hizo desde el bando contrario. Si se me permite, habrá que incurrir en la bisoñez de hacer de abogados del diablo, o sea, ponernos eventualmente, y por mortificante que eso resulte, en el lugar de quienes opinan lo opuesto. Incluso ahí, a veces, se descubren cosas que iluminan nuestra esfera de conocimiento. No obstante, a menudo parecerá que nos movamos por ecolocación, como los murciélagos: sin ver, más bien desplazándonos al tacto y según los sonidos-percepciones que nos llegan rebotados del pasado. Dada la fabulosa maquinaria rival a la que hay que desmentir con argumentos no solo verosímiles sino ciertos, ello debe hacerse por elevación y asfixia. Abramos, pues, una brecha de seguridad en el sistema virtual que sostiene el mayor engaño de la última centuria.
Si se desea comprender y penetrar el espeso follaje de la Conspiración, así como la para algunos anacrónica e inexplicable exogamia que concitó esta, es necesaria una continua labor de peritaje mental a fin de descomponer y luego ensamblar con tiento el jeroglífico del 22-11-63, aquel impune coup d’état palatino cuyo recuerdo, y sobre todo cuyos detalles aún hoy desconciertan y estremecen a partes iguales. Me refiero no solo al cerebro del presidente Kennedy desparramado sobre la carrocería de la limusina Lincoln, sino también, y principalmente, a ese territorio inhóspito que es Lee Oswald.
Dallas, transcurrido más de medio siglo de los hechos, sitúa al hombre de nuestra época en su posición real sobre si es o no posible vivir en el perpetuo engaño. Incluso si es necesario o inevitable hacerlo. Y admitámoslo: la gente está harta de que les recuerden que se les miente, pues ello aumenta su impotencia para cambiar el curso de las cosas. Como en verdad no se puede modificar nada, mejor inhibirse ante todo. A partir de entonces, 1963, al instalarse la conciencia crítica en una cómoda apatía —bien fuese esto por temor, desidia, dudas, desconocimiento y supuesto hartazgo—, se certificó de facto el triunfo de la Conspiración, si se quiere sublime metáfora o epítome de la Mentira, y por ello se hace necesaria la vivisección forense de tal distorsión de la realidad, la mayor de cuantas jamás nos contaron.
Pero mientras se debate sin descanso sobre por qué mataron a Kennedy, o cómo lo hicieron exactamente, fantaseando acerca de la posible identidad de sus verdugos directos, uno se desvía de la matriz primigenia:
Página siguiente