J. F. YVARS
La ardilla de Braque
Notas sobre arte
www.megustaleerebooks.com
Índice
En memoria de Doro Hofmann (1932-2012) y
Andreu Alfaro (1929-2012), con un gesto amigo
La historia la cuenta Françoise Gilot y merece todas las cautelas, como sucede con cuanto atañe a la vida privada de Picasso. El pintor malagueño visita a Braque, que trabaja ensimismado en un bodegón con un paquete de tabaco, una pipa y «todos los arreos usuales del cubismo». Picasso exclama con sorpresa: «¡Pobre amigo! Veo una ardilla en tu lienzo». Braque responde: «No es posible». Picasso insiste: «Quizá sea una visión paranoica, pero veo una ardilla. El lienzo está destinado a ser un cuadro y no una ilusión óptica … Puesto que la gente necesita ver algo en él, tú representas un paquete de tabaco junto a una pipa … Pero aparta de ahí esa ardilla». Braque llegó a ver la ardilla y luchó fieramente con ella: cambió la iluminación, la estructura y la composición, pero la ardilla dichosa no desaparecía. Hasta que, al fin, el tabaco y la pipa e incluso los naipes se transformaron en un cuadro cubista. Forma, composición y color sostenían la obra de arte y le imponían su realidad como pintura. Lo demás quedaba en el fantasioso salto de la ardilla.
J. F. Y VARS , Un año entero
Premisa
La idea de la obra de arte es su composición.
A NDRÉ G IDE , Diarios, 1894
La vista, ha escrito Susan Sontag, es un sentido promiscuo. La mirada es ávida y siempre pide más. Un desafío que desarma al crítico mejor dispuesto y da la voz de alerta ante la evaluación artística mejor tramada. La selección de trabajos que ahora se reúnen pretende, acaso irresponsablemente, asumir ese desafío. Aspiran a la precisión sin descuidar por ello la claridad. Otra cosa es que lo consigan. Con un par de excepciones, datan de los últimos tres años y se agavillan al hilo de una provocadora ocurrencia de Picasso: la invisible ardilla de Braque. Son textos, así, que responden a compromisos puntuales, según se precisa al pie, pero que respetan la llamada al orden del editor —en este caso joven editor—, como suele ser habitual en mis publicaciones digamos fluviales.
El libro se completa, también por sugerencia editorial, con algunas incursiones periodísticas —es una manera de hablar— de intención abiertamente divulgadora. Insistir a estas alturas en las peculiaridades y exigencias del ensayo artístico queda fuera de lugar, pero no así mi convicción, que paradójicamente crece con los años, en la necesidad del comentario artístico. Más todavía cuando, nos guste o no, los referentes históricos e incluso culturales se disuelven con celeridad en una c
I
CRÍTICA E HISTORIA
Sencillamente, maneras de hacer arte
Ver es una operación compleja: más intelectual que sensorial.
J OAN F USTER
I
Casi como un eco de la áspera denuncia de Gauguin —lo que no es plagio es provocación—, las normativas convencionales del arte moderno se obstinan en llevar al extremo, en sacar punta afilada a un argumento sugerente, dicho de otro modo, la contraposición entre clasicismo y modernidad. Con el pretexto, además, de la eclosión imaginativa y contagiosa en la médula de la tradición del arte europeo al romper el siglo XX y consumado a lo largo de su primera década. La época de las vanguardias. No pienso, desde luego, que las cosas del arte resulten siempre fáciles de explicar. Más todavía en nuestro tiempo en el que la sensibilidad se afirma por canales o por vías artísticas no siempre ortodoxas, que en mayor o menor medida alteran o desajustan los géneros y modelos discursivos tradicionales. La selección que presentamos reúne algunas obras de arte que articulan un despliegue original de medios plásticos a su alcance para despertar una diferenciada experiencia estética en nosotros. Nos permiten, así, participar de una ardua, aunque incruenta, querella formal. Tal vez la dimensión real del arte se defina en una frontera de confines siempre arriesgados, puesto que el signo historiográfico se fundamenta en la comparación entre las obras afines y el análisis discriminado de las disonancias formales más agudas, por una clara diferenciación introducida a tenor de ciertas construcciones plásticas que deben más al arbitrario desarrollo de las formas autónomas que al requerimiento de determinadas normas de concreción figurativa. El caso de Picasso es diáfano, pero tampoco es casual el distanciamiento de la ortodoxia cubista ejemplarizado por Fernand Léger o la declarada heterodoxia de Juan Gris, pongo por caso, en contrapunto con Albert Gleizes o Jean Metzinger, empecinados en la disección de una quimérica estética cubista, para recurrir a modelos activos en la muestra que nos ocupa. Un juego de afinidades sensibles, en consecuencia, espumadas del repertorio sin fronteras acumulado por la tradición de las formas. Que la idea normativa del arte —siempre contra la forma— oscila hacia la reproducción de las apariencias sensibles o enfila el sendero imprevisible de la abstracción son variables, quiérase o no, de un realismo intencional que en último análisis hunde sus raíces en la naturaleza o en la atormentada psique del artista. Se trata, de este modo, de motivos que siempre desconciertan a la mirada contemporánea. El enigma insoluble de la obra de arte. Al igual que sucede con la idea de afinidad invocada en el título de la muestra, que recupera la identidad científica del concepto asumido por Goethe en el célebre relato iniciático: su condición de elemento químico compatible en la síntesis orgánica que el pensador alemán matiza a tenor de una escala de deseos humanos encontrados. Las afinidades electivas, selectivas cuanto menos en castellano, vendrían a afirmar la comprensión o «buena química» que preside las relaciones de la atormentada pareja protagonista.
La representación del diálogo visual que sigue, de dicción polifónica y entonación coral, rinde homenaje a la incisividad artística de Walter Benjamin, todavía hoy una personalidad prismática por descubrir, debido al alcance y la profundidad de sus exigencias intelectuales, quizá desdibujadas en un tiempo que ya no es el nuestro a pesar de la punzante actualidad de sus argumentos siempre paradójicos y desconcertantes. Un pensador lúcido al que jamás satisfacen dos facetas o aspectos alternativos a la hora de plantear una cuestión candente —como le sucedía al mítico rostro de Jano—, sino los múltipies y bien tallados puntos de vista teóricos a menudo contradictorios o cuando menos contrapuestos. Walter Benjamin nos ha legado la multitud de perfiles huidizos que escapan de sus apresuradas notas, entre los que destaca la figura del crítico de arte, protagonista de un largo fragmento de fuerte valor iniciático —pragmático me parecería una pretensión fuera de lugar— que tal vez convenga retomar en esta ocasión y en el espacio todavía paradójicamente carismático de la sala de arte. El hermético pensador berlinés propone diferenciar nítidamente en la recepción de la obra de arte su valor —diríamos— explícito, objetivo, su realidad sensible como afortunada síntesis o «compuesto» formal, el valor histórico y actual que revela su estructura orgánica y viva, del valor sobretemporal al que aspira toda obra de arte en calidad de propuesta trascendente y reveladora, de intenciones e intereses orientados al intercambio simbólico y la comunicación humana. El valor de verdad en la tensa expresión de Benjamin. Entre los trabajos de juventud del filósofo berlinés, destaca un denso ensayo de contenido moral en mayor medida que estético a propósito de la novela del desencanto de Goethe, Afinidades electivas —siempre una afinidad selectiva para Walter Benjamin a tenor de sus referencias calladas y las oblicuas interferencias emotivas que coartan a los personajes de ficción—. Junto a esta obra se alinea un iluso proyecto académico de fortuna crítica desigual pero de cortante magnetismo desde el punto de vista estético — El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán temprano —, en el que Benjamin traza una provocadora indagación en las condiciones de la crítica de arte en el primer romanticismo, cuando todavía estaba en agraz y era un fenómeno cultural alemán , en el estadio previo a la expansión contagiosa que lo convirtió en el último movimiento artístico europeo de magnitud universal. Walter Benjamin elaboró un trabajo complejo y difícil en forma y alcance que, sin embargo, nos ayuda a comprender, diluida ya nuestra simplista postmodernidad, la furtiva realidad del arte como espejo tal vez empañado de la versátil sensibilidad contemporánea.