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INTRODUCCIÓN
Érase, y sigue siendo, una vez un príncipe al que se le encomendó la difícil misión de marchar hacia un país lejano en busca de la flor de la medicina. Su padre, el rey, estaba muy triste; aquella flor era la única que podría restablecerle de su enfermedad.
Un día el príncipe, sin vacilar, partió al amanecer. Sin embargo, sintióse muy desconsolado cuando llegó a la extraña región del mundo de la materia densa. Firme en su empeño, recorrió caminos procurando sólo lo necesario. Preguntaba y preguntaba por la dirección adecuada para llegar a la flor de la salud. Mas a lo largo de su dilatada trayectoria construyó aldeas, ciudades, participó en batallas, se perdió en numerosos atajos, pues al parecer nadie sabía dónde estaba el camino que llevaba a la flor maravillosa. Por fin, dedicado a mirar en su interior, en una especie de sueño lúcido reconoció la vía, la dibujó y, mostrándola a los lugareños, recibió indicaciones sobre un atajo recóndito, intransitable, misterioso, olvidado. De nuevo se puso en camino tras las explicaciones, lo que le permitió llegar hasta la misma flor. Cuando ya la tenía a unos metros, de repente, un inmenso dragón surgió rugiendo de debajo de la tierra. Nuestro príncipe huyó despavorido y comprendió el por qué del miedo de los habitantes de aquel extraño país. De nuevo se refugió en adquirir y fabricar, sin ton ni son, cosas y más cosas. La angustia fue surgiendo sin que supiera muy bien el por qué. Los habitantes de su país de origen, viendo que el príncipe estaba perdido, y que además se había olvidado de su misión, no cesaban de acercarse en sus sueños y meditaciones. Cada vez que el príncipe no estaba obsesionado con mirar hacia fuera y con adquirir objetos, su mente se abría a las voces de su país de origen. Un día, harto de estar enterrado en cosas que al final no le proporcionaban la felicidad, se levantó, escuchó muy bien los mensajes que le llegaban, recordó su propósito, se armó de valor y fue en busca del temible dragón. Después de una ardua pelea, como san Jorge, acabó con la fiera, que se transformó en un bellísimo pavo real, tomó la flor y en aquel momento la realidad extraña de aquel país de guerras y enterrado en cosas inútiles cambió instantáneamente. Se había convertido en su verdadero país, miró a su alrededor y se emocionó como nunca al reconocer a los habitantes como hermanos de su país de origen. Allí estaban todos, también su padre, el rey, feliz y curado. El reino de la felicidad había ensanchado sus dominios.
Brian Witine comienza un artículo sobre psicología transpersonal con un cuento de Idries Shah. Gran parte de los cuentos infantiles tienen ese argumento común de la búsqueda de la fuente o de la flor sanadora, muchos de ellos provienen originalmente de oriente y llevan siglos de boca en boca. De ellos he adaptado este relato para explicar que de alguna manera hay un mensaje del que ignoramos el “darnos cuenta”, siendo los niños quienes con su mente aún limpia pueden tener un más fácil acceso. De alguna manera la psicología transpersonal, lo transpersonal, viene a despertar y a recorrer junto con el príncipe ese camino olvidado, recóndito y casi intransitable, hacia la flor del amor y de la sabiduría. A lo largo de la historia humana siempre ha habido desde atisbos hasta grandes preocupaciones para encontrar la naturaleza íntima de lo que somos. En la historia moderna, después de una psicología empantanada en la filosofía especulativa, comienza con gran fuerza una necesidad de comprobar en vez de perderse en opiniones de salón. En principio fue el conductismo, que al establecer como verdadero lo empíricamente medible sólo se quedó en la boya de los sucesos. Posteriormente, con Freud, el psicoanálisis encuentra pensamientos que no son pensados, con ello se da el gran paso a la existencia del “inconsciente”, piedra angular en las psicologías posteriores; aunque desde este psicoanálisis se tache también como degradante lo que pueda ser supraconsciente. Posteriormente las psicologías humanistas, entre ellas la Gestalt, Rogers, etc., amplían el panorama, tomando en consideración los sentimientos y el cuerpo, el organismo en su totalidad, en un presente interpersonal que comprende el yo-tú y el aquí y ahora, los organismos, etc. La bioenergética potencia la decisiva importancia de lo que esconde el cuerpo y su energía. Con Jung reconocemos la sombra y nos adentramos profundamente en el inconsciente colectivo, desde donde los arquetipos moldean la actividad de los humanos. Todo ello ha servido para que un día el espíritu, sin paliativos y sin miedos, sea admitido en la vida del hombre industrial; ahí comienza la psicología transpersonal. Ello admite la complementariedad de los contrarios, como la del orden implicado-orden explicado, materia-espíritu, tonalnagual, hilotrólicoholotrópico, oriente-occidente e incluso peligro-oportunidad, obstáculo-palanca, etc.
La psicología transpersonal acoge que somos cuerpo-mente-espíritu, conectando de nuevo con la tradición. Un cuerpo que es consciencia, en una ecuación que equipara consciencia-materia-energía. Una consciencia que, como dicen los orientales, está enterrada en múltiples capas de porquería, patrones negativos de conducta, traumas, anclajes, deseos y creencias, sobre las que progresivamente el príncipe ha de ir realizando su limpieza, saboreando el acercamiento a ese trozo de sol que aguarda la llegada del guerrero. Ese dragón formado de escamas de porquerías produce nuestros grandes conflictos, escindiendo al príncipe, oscureciendo su misión y empujándole a la amnesia, marcando así una separación entre su yo real y su yo ilusorio. Este yo ilusorio se mantiene hoy en una realidad consensual fabricada y robótica que huye del encuentro con el dragón y con la muerte. Esas placas de porquerías nos hacen participar en la hipnosis consensual, fijarnos en una cadena de montaje, con-viritiéndonos en “hombres automáticos”, “hombres máquinas” cada vez más sofisticados pero cada vez más enfermos. Son los hombres industriales, hombres informáticos, respaldados por una educación y una formación que se refleja en nuestros patrones físicos, nuestros gestos, nuestras proporciones, nuestras conductas programadas. O bien como golosos de experiencias excitantes, reflejadas ya en “un panal de rica miel…”. O en historias que quedan “bien” en una pobre búsqueda que se conforma con el consuelo de la lectura en la cama. Es el mundo del hombre robot, que se esconde en sus hábitos rutinarios fabricando un imposible paraíso artificial, planteado en una lucha contra la naturaleza. El fin de la historia, que se preconiza desde posiciones plastificadas, será el fin, pero por su fracaso. Hoy somos un esperpento noticiero, un desecho del maravilloso Renacimiento, que comenzó superando el ahogo en lo divino para confiar y realizar en lo humano. Sólo que hoy apuramos ya la copa de Leonardo, expoliando nuestra casa, nuestra única casa, en aras de la soberbia de nuestro “poder”, en un proceso en el que llega antes la ciencia que la consciencia; la capacidad mortífera de nuestros inventos que la dudosa capacidad para neutralizar nuestros odios.