Daniel Balmaceda
La comida en la historia argentina
Sudamericana
A Silvia, y a Sofía y Pancho Balmaceda
INTRODUCCIÓN
Entre las mañas que cada uno de los escritores tenemos, hay una que recordé en cuanto empecé a escribir esta introducción. Evito comenzar un texto con la palabra “no”. Por eso, una reacción interna frenó mi impulso de comenzar escribiendo algo que a esta altura del párrafo puedo decir sin problemas: no sé cocinar. Mejor dicho, sé resolver el básico de supervivencia, pero nada más. En contraposición, me encanta la comida. Por lo tanto, este libro no ha sido escrito por un experto, sino por un fanático.
Ocurrió algo inesperado, y a la vez interesante, mientras escribía La comida en la historia argentina. Desde hace un par de años, cuando comencé a investigar, cada vez que alguien me preguntaba sobre qué estaba trabajando, mi respuesta generaba reacciones muy disímiles. Algunos me entregaron recetas. Otros me reclamaron la presencia de determinado plato tradicional. Hubo quienes me contaron que en su casa se comía búho o que las empanadas llevan trece repulgues, que para revolver los dulces se usa palo de higuera, que los alfajores son santafesinos, que los alfajores son cordobeses, que el chimichurri se llama de esa manera porque un inglés dijo “Give me the curry”, que el queso y dulce se llama “Martín Fierro”, que la milanesa napolitana nació en el bar Nápoli, que los sorrentinos los inventó Felucho Sorrentino.
Se percibía la pasión por las cuestiones gastronómicas y el inestimable deseo de colaborar. Aprovechando el entusiasmo, consulté a amigos de las provincias por sus empanadas. ¿Cómo es la clásica empanada salteña? ¿Y la tucumana? ¿Y la correntina, la santiagueña, la cordobesa, la jujeña? Terminé teniendo tantas empanadas tucumanas como tucumanos consultados. Lo mismo en el resto de las provincias. O tantas tabletas mendocinas como mendocinos entrevistados. Es una muy buena lección que me dejaron los sondeos. Cada región, provincia o inclusive ciudad defiende con celo su comida. Así como cada cual tiene su versión sobre estos asuntos, me permito ofrecer la mía en este libro.
También merecen mucha atención los mitos en torno de los alimentos. Existen conceptos muy arraigados. El postre vigilante habría nacido en un bar cercano a una comisaría de Palermo. Un cocinero quemó una milanesa y tapó la quemadura con queso y tomate, inventando la napolitana. El edecán de Roca inventó el revuelto Gramajo en la Campaña del Desierto. Y el más arraigado: la cocinera de Rosas inventó el dulce de leche.
La comida en la historia argentina rastrea el origen de gran variedad de alimentos: empanadas, milanesas, hamburguesas, choripán, chivito, asado, pastas, locro, mazamorra, puchero, especias, tomates, quesos, papas fritas, aderezos, pizzas, helados, dulce de leche, duraznos, postres, chocolate, tabletas y alfajores, entre otros. A su vez, se ocupa de las historias de algunos restaurantes, ya inexistentes, que fueron emblemáticos.
Sin dejar de lado una mirada antropológica sobre la relación del hombre y los alimentos, rescata anécdotas y situaciones que vincularon a las personalidades de nuestra historia con la comida. ¿San Martín tomaba helado? ¿Se comían pastas en 1810? ¿Con qué postre Urquiza sorprendió a Sarmiento? ¿A quiénes agasajó Güemes con empanadas? ¿Qué salsa inventó Leloir? ¿Quién creó la parrillada? ¿Cuál era el postre preferido de Borges? ¿Y el plato que cautivaba a Gardel? ¿Cuál fue el primer fracaso culinario de doña Petrona? ¿Cómo conoció Fidel Castro el choripán? Asimismo, repasaremos las historias de los pioneros, como Noel, Magnasco, Saint o Fort.
Contiene, además, recetas en casi todos sus capítulos, para entretenimiento de aquellos que poseen el talento de convertir los alimentos en esas comidas tan exquisitas que forman parte de las mesas argentinas.
CUANDO HAY HAMBRE NO HAY SUELA DURA
Los primeros seis integrantes de la expedición de Pedro de Mendoza que desembarcaron en la banda occidental del Río de la Plata se toparon con unos yaguaretés. Este encuentro les permitió participar de la primera gran comilona. Parece que tenían mucha hambre porque no dejaron ni los huesos. Una vez concluida la degustación, los yaguaretés se retiraron satisfechos. En términos deportivos diríamos que los felinos se quedaron con el punto: Jaguares 1 - Españoles 0.
A pesar de las bajas, el adelantado despachó un segundo contingente que tuvo mejor suerte que sus predecesores. Así arrancó la llamada primera fundación de Buenos Aires, aunque se podría discutir un largo rato si debe ser considerada tal.
¿Por qué desembarcó en la entrada del Río de la Plata en febrero de 1536? Porque necesitaba esperar la comida, los alimentos que viajaban en una carabela con retraso. No pareció entender la urgencia Alonso de Cabrera, capitán de la embarcación que todos aguardaban. El hombre creyó que sería más útil navegar hacia el Norte y las provisiones nunca aparecieron por Buenos Aires. Hacía falta comida y acudieron a los querandíes, una tribu nómada que por ese tiempo se hallaba en la costa del Plata, aunque su habitual residencia era en Santa Fe.
Los aborígenes les llevaban alimentos a los españoles, en un indudable gesto de hospitalidad. Pero parece que los conquistadores no se consideraban bien atendidos y se sintieron con derecho a reclamar. El resultado fue que a las dos semanas de recibir pescado y maíz en la puerta del precario fortín perdieron el beneficio. Los nativos se retiraron y el hambre asomó en el poblado español.
El adelantado Mendoza disfrutaba de cierto privilegio, debido a su cargo y a que se encontraba postrado, muy enfermo. A su choza siempre llegaba alimento. Una perdiz o unos pichones que le cocinaban. Pero puertas afuera el panorama era otro.
Pasaron tres semanas sin comida y Mendoza envió una comisión de cazadores que tuvieron la mala suerte de toparse con los yaguaretés. Muy mala suerte: Jaguares 2 - Españoles 0. Preocupado por la acumulación de adversidades, el adelantado organizó una expedición mejor equipada rumbo al Oeste con el único fin de obtener comida. Partieron trescientos hombres a pie y treinta a caballo que el 15 de junio se toparon con los querandíes. Ya no eran amigos. Estos nativos —que cuando tenían sed y no contaban con agua, mataban animales y se bebían su sangre— respondieron al ataque de los españoles. Una vez más los conquistadores fueron derrotados.
Mendoza ordenó que se mojaran los cinturones y las suelas de los zapatos para que, una vez masticables, se los comieran. Imaginamos lo que habrían dado por un buen pastel de cabrito, cocinado al estilo propuesto por Ruperto de Nola en 1529:
1) Si por caso fueren muy gordos los cabritos para asarlos, puedes hacer de ellos pedazos y hacerlos pasteles o empanadas.
2) Puedes tomar salsa fina y perejil cortado y ponlo en empanadas con un poquito de aceite dulce y vaya esta vianda al horno.
3) Y un poco antes que las saques del horno, batir unos huevos con agraz o zumo de naranja y ponerlos dentro de la empanada por el respiradero del cobertor de la empanada.
4) Y después tornarlo al horno por espacio de tres paternostres [padrenuestros] .
5) Y después sacarlo y ponerlo este pastel delante del señor en un plato, abrirlo y dárselo.
Sin embargo, estaban muy lejos de disfrutar del cabrito en pastel. En medio del caos, tres soldados apostaron sus vidas en una acción que los salvara al menos a ellos del hambre. Durante la noche mataron uno de los pocos caballos que quedaban y se dieron un banquete aliviador. Gravísimo error: los caballos eran tan sagrados como las vacas en la India, ya que los necesitaban para cazar, pelear o trasladarse. Por la mañana se llevó a cabo la pesquisa para dar con los bandidos. Es de suponer que con solo observar sus semblantes fueron descubiertos. Confesaron y Mendoza mandó colgarlos. Por la noche, Diego González Baytos se acercó al cadáver suspendido de su hermano. Le cortó parte del muslo y lo comió asado. No fue el único: al amanecer, ninguno de los tres ajusticiados tenía piernas ni glúteos.