INTRODUCCIÓN
Si deseamos conocer aspectos de la vida privada de las personalidades y la gente común de nuestra historia, una de las fuentes principales a la que podemos recurrir es la correspondencia. En las cartas se ven reflejadas cuestiones vinculadas con lo cotidiano que nunca vamos a encontrar en documentos oficiales. Y es muy notorio cómo, en este canal de comunicación y otros que mencionaremos, la comida está presente.
En 1870, Urquiza le escribió a uno de sus yernos para pedirle la máquina para hacer helados en los días previos a la visita de Sarmiento. Por su parte, el sanjuanino tenía un intercambio epistolar con una de sus hermanas, a quien le reclamaba que le enviara algunas delicias de la región cuyana para su mesa en Buenos Aires. En tan amplio campo de revisión, también mencionamos a Ernestina Cadret, quien desde París le contaba a su amiga que habían enseñado a la cocinera francesa a preparar puchero.
Hablar de comida o mencionarla formaba parte de cualquier charla personal. Era inevitable porque se trata de una acción que se repetía todos los días. Esta conducta también se advierte en las semblanzas y evocaciones.
Algunos oficiales de San Martín manifestaron cómo era la relación de su jefe con los alimentos. Un nieto de Sarmiento le ofreció a Leopoldo Lugones detalles de sus gustos culinarios. Un estrecho colaborador del presidente Roberto M. Ortiz contó su irresistible pasión por los dulces. Un nieto de Juan Martín de Pueyrredon comentó el gusto de su abuelo por la horticultura y los platos exóticos.
También fueron muy útiles para este libro las memorias en primera persona. Silvina Bullrich, Leonor Acevedo de Borges y Adolfo Bioy Casares, entre otros, atesoraban recuerdos de la infancia, de las costumbres y de ciertos manjares. Cerca de cumplir los setenta años, Bioy leyó un texto sobre la mandioca en un diario y se le disparó el recuerdo de las “sopas que tomaba en la casa de mi abuela, en el tercer piso de Uruguay 1400, donde nací y pasé los seis o cinco primeros años de la vida” (es decir, de 1914 a 1920): “Las sopas eran de sémola, de tapioca, de avena, de arroz, de cabello de ángel, de verduras, de lentejas o de Quaker Oats”, es decir, de un tipo diferente de avena.
Los hábitos gastronómicos reflejan una parte esencial de la vida de las personas a través de las diversas épocas. Otros buenos proveedores de información culinaria fueron los viajeros, aquellas personas que llegaron a nuestra región en forma circunstancial (incluso los invasores ingleses que desembarcaron a comienzos del siglo XIX) y reflejaron en sus escritos las costumbres de la mesa local. Así es como un oficial británico recreó un almuerzo casero en los días de la ocupación de Buenos Aires. Muchos viajeros observaban sorprendidos el alto consumo de carne y mate.
Sus cartas, semblanzas, memorias y evocaciones nos han transportado a esos momentos tan particulares alrededor de una mesa o de un fogón. Grandes historias de la cocina argentina busca transmitir esas vivencias de nuestro pasado para recrear las cocinas y las mesas de otros tiempos. Las costumbres, los menús y, por supuesto, las recetas.
En esta oportunidad hemos revisado más de cien recetarios de todos los tiempos y de todas las geografías. Agradecemos a los amigos que nos han acercado cuadernos conservados en las familias, con atractivas preparaciones que vale la pena difundir.
Para completar el marco de investigación, también han sido útiles algunos documentos oficiales. Allí pudimos ver, por ejemplo, la organización de un banquete de recepción a un virrey, las viandas que se entregaban durante alguna reunión en el Cabildo y hasta los alimentos que recibieron unos condenados mientras aguardaban la hora de su ejecución.
Es posible que este libro se interprete como una segunda parte de La comida en la historia argentina que escribí hace unos años. Mi opinión es que más bien complementa a aquella obra que estaba más relacionada con la comida, a diferencia de este trabajo que busca echar luz sobre la cocina y sus secretos, los proveedores, las preparaciones y las mesas.
En Grandes historias de la cocina argentina indagamos las compras de alimentos para los gobernadores que suscribieron el Acuerdo de San Nicolás en 1852, qué almorzó Yrigoyen el mediodía que asumió la primera presidencia, cuáles fueron los platos que se sirvieron para agasajar a Carlos Pellegrini en 1880, qué tragos eran los preferidos de los presidentes, por qué no se comía huevo de noche y cómo se desarrolló la disputa por el ajo, cuántos pasos tenían las comidas en el período de la Revolución de Mayo, cuántos en la Belle Époque , qué mandatario instaló la costumbre del té a las cinco de la tarde y cómo se supo que los pasteles de carne dulce eran más populares que las empanadas.
Este es apenas un muestrario del contenido. Esperamos que el entusiasmo con el cual hemos indagado en estos temas haya quedado reflejado en este libro de recetas con historias o libro de historia con recetas.
ALMORZANDO CON MANUEL BELGRANO
La estampida del cañón retumbó en la plaza para anunciar el momento solemne. Amanecía el 28 de junio de 1806 cuando en una ceremonia de estricto rigor, la bandera inglesa fue izada en el fuerte de Buenos Aires. De esta manera, daba comienzo la ocupación formal de la capital del vasto territorio adjudicado al virreinato del Río de la Plata.
Durante seis semanas, la ciudad fue anexada a la corona de Inglaterra. La estadía fue breve, pero dejó honda huella en las costumbres locales. Por ejemplo, el brindis. Los porteños lo adoptaron de inmediato. Ese gesto originó una necesidad que hasta entonces no se había tenido en cuenta: que todos los mayores tuvieran su propio vaso o copa. A nadie extrañaba, antes de las invasiones, que un matrimonio bebiera del mismo vaso. Pero a partir de las formas británicas, fue abandonándose la vieja práctica, para dar lugar al uso individual de los elementos de la vajilla.
En el transcurso de esas semanas, los invasores también se abrieron al conocimiento de lo novedoso. No solo descubrieron las comidas y los sabores del virreinato, sino también las costumbres criollas y españolas.
El oficial británico Alexander Gillespie fue invitado a un almuerzo en casa de un capitán de Ingenieros. Para los ingleses, cualquier actividad social era bienvenida, ya que parte de su estrategia consistía en ganar amigos en la cerrada sociedad de Buenos Aires. El joven oficial concurrió al almuerzo, donde le fue presentado Manuel Belgrano, quien hablaba muy bien inglés.
De la comida participaron el anfitrión, su esposa, Gillespie y Belgrano. Se ubicaron en una mesa larga, sin amontonarse. Al contrario, todos a distancia prudencial de los otros.
El servicio, realizado por parientes, se encargó de presentar los “veinticuatro manjares”, de acuerdo con la contabilidad del invitado extranjero. La narración de Gillespie nos permite saber qué consumieron: “primero sopa y caldo, y sucesivamente patos, pavos, y todas las cosas que se producían en el país, con una gran fuente de pescado al final”.
En siguientes páginas, el invitado inglés especificó algo más acerca de las sopas, “que tiene un almodrote con pedacitos de cerdo, carne, porotos y numerosas legumbres”, mientras que otra se presenta con “huevos, pan y espinaca con tiras de carne”. Lo que nos permite inferir que eran guisos. También menciona “carne asada en tiras” y nosotros agregamos que no se trataba de asado de tira, aún inexistente en aquel tiempo, sino cortes sin hueso. En cuanto al pescado del final, aclaró que era habitual que fuera servido “nadando en aceite, perfumado con ajo”. Destacó, como un dato simpático, el chocolate caliente y los bollitos dulces para el final de la reunión.