En el nombre de Roma
Jose Barroso
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Título original: En el nombre de Roma
Primera edición, 2020
© Jose Barroso, 2020
© Diseño de cubierta: Javier Garrido
© Maquetación de interior: Marta Vega
© Corrección: Encar Cuesta
Depósito legal: M159222020 ISBN: 9788412221084
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Impreso de forma cariñosa en España.
A mi madre,
en cuya fortaleza y ejemplo
me basé para confeccionar algunos de los
extraordinarios personajes femeninos de esta novela.
Prólogo
Año 648 ab urbe condita.
Cirta.
Cayo Mario observaba los lentos pero seguros movimiento de la anciana que accedía a la estancia. Iba ataviada con una especie de hatillo negruzco y sucio, llevaba un colgante festoneado con restos más o menos putrefactos de animales, que desprendía un repelente olor, y unas sandalias de esparto que parecían haber recorrido diez mil millas. Su cabello era completamente blanco, su faz presentaba profundas arrugas que más bien parecían cicatrices y sus finos labios eran la antesala de una cueva desdentada. Sin embargo, sus ojos negros eran vitales y despiertos. Parecía una pordiosera, pero su presencia hacía que todos se apartasen a su paso y la mirasen con admiración y cierta reverencia.
La anciana adivina Martha se había ganado el respeto de esclavos, porquerizos, labradores, comerciantes, soldados, patricios, nobles y reyes, con sus acertados designios y sus inequívocos pronósticos. Su fama había llegado a oídos del general romano, que la hizo llamar para conocer su futuro.
Adivina y militar se miraron de igual a igual.
—¿Tú eres la que se hace llamar Martha la adivina? —preguntó el general, divertido ante la presencia de la particular anciana.
—¿Has hecho llamar a muchas viejas extrañas hoy a tu residencia? —dijo Martha a modo de respuesta, mientras miraba al general con una ceja enarcada.
Cayo Mario soltó una carcajada buscando con su mirada a Lucio Cornelio Sila, su fiel amigo y principal legado militar.
Sila se adelantó unos pasos al resto de los presentes para observar de cerca a la anciana y miró a Mario encogiéndose de hombros.
—Poco mal puede hacerte —dijo divertido.
—No he dicho que vaya a hacerme mal alguno —respondió Mario con tono irónico y mirando con incredulidad a su ayudante.
Mario era un militar de raza. Seguro, altivo, de carácter fuerte y figura delgada aunque musculada. Sus pobladas cejas reducían los ya de por sí pequeños ojos oscuros, hasta hacerlos minúsculos, en un rostro huesudo y flanqueado por las arrugas que confiere la experiencia. Tenía una estupenda presencia a sus cincuenta y dos años, y su reciente consulado le había conferido aún más vitalidad.
Aquel consulado, aunque tardío, parecía haberle rejuvenecido.
El Senado del pueblo de Roma le encargó la pacificación de la provincia de Numidia. Mario prometió una campaña rápida y descarnada, pero le había costado tres años terminar de pacificar la zona y capturar vivo a Yugurta, su rebelde sátrapa.
El general había tenido que recurrir a la traición para capturarle. Tras varios bandazos y algún golpe de suerte para el monarca, fue Sila en persona quien logró capturarle tras urdir una treta con uno de sus principales colaboradores.
Mario, en público, concedía todo el mérito de la captura a Sila, aunque en privado narraba toda la serie de acontecimientos, vicisitudes de campaña y gestas militares que él mismo había tenido que protagonizar hasta dar con el paradero de Yugurta.
Con el sátrapa cargado de cadenas en algún calabozo cercano, Mario envió una conveniente carta al Senado informando de su captura —en la que no se hacía mención alguna a Sila—, y se dispuso a disfrutar unos días de los privilegios y comodidades de los palacios de Cirta antes de volver a Roma. Entre estos privilegios, estaba la posibilidad de conocer el futuro lejano e inmediato de manos de aquella adivina tan pestilente como irreverente.
—¿Debes sacrificar a algún animal, mujer? Inicia tu rito, nos tienes en ascuas, por todos los dioses… —dijo Mario fingiendo interés y provocando alguna carcajada en la sala.
—Tan solo necesito ver el fondo de tus ojos —dijo ella sonriendo y dejando ver su absoluta ausencia de piezas dentales.
—¡¡Mis ojos te revelarán el futuro!! —gritó Mario con teatralidad moviendo los brazos por encima de la cabeza.
El general bajó la escalinata que lo separaba de Martha y arqueó su espalda hasta situar sus ojos a la altura de los de la anciana.
Ambos se miraron fijamente.
Martha poco a poco borró la sonrisa de su rostro y adoptó un gesto serio y concentrado.
—Dime, mujer, ¿seré censor? —preguntó el general.
—No, no lo serás —dijo ella con tono convincente—. Todos los consulados que restan en tu vida te dejarán sin tiempo para ocupar otros cargos.
—¿Más consulados? ¿Habéis oído? ¡Volveré a ser cónsul! —exclamó dirigiéndose a Sila y al resto de ciudadanos romanos de la estancia.
Algunos empezaron a aplaudir y prácticamente todos sonreían divertidos mientras Mario daba vueltas alrededor de la anciana con aire triunfalista.
—Julia disfrutará menos que tú de estos honores —dijo de repente la mujer sin mirar a Mario.
El general se detuvo en seco y pudo observar que, entre la algarabía y las risas, solo él había podido oír la nueva aseveración de Martha. Pidió silencio con las manos a su alrededor.
—¿Cómo sabes el nombre de mi mujer? —preguntó a la anciana incómodo.
Ella no respondió.
—¿Quién se lo ha dicho? —dijo Mario elevando el tono de voz y mirando a la sala mientras Martha esbozaba una ligera sonrisa.
—Ella opinará que son demasiados consulados para un solo hombre. Su familia es muy tradicional —insistió la anciana buscando de nuevo la mirada del general.
—¿Demasiados? ¿Es que serán más de dos? —preguntó el aludido dando la espalda a Martha.
—Serás cónsul siete veces, Cayo Mario —dijo ella impasible a las burlas.
Mario aún miraba al resto de los presentes, evidenciando en su rostro la molestia que le había provocado la filtración del nombre de su esposa.
—Siete veces… —repitió pensativo mientras se hacía el silencio en la sala.
De repente se volvió hacia la anciana dejando escapar una estentórea y exagerada risotada.
El resto de los presentes, más relajados, le imitaron.
—Siete veces. ¡Más que Fabio Máximo! —dijo Mario dejando de reír—, eso me convertirá en el romano más famoso de la historia.
Mario seguía mirando a Martha y a sus acompañantes, esperando la confirmación de la adivina a su última aseveración.
—No —dijo ella convencida—. El romano más famoso e importante de la historia será tu sobrino.
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