Colleen McCullough
El caballo de César
Título original: The October Horse
Traducción: Carlos Milla
Con afecto y admiración
para el embajador Edward J. Perkins,
catedrático de Ciencias Políticas
de la Universidad de Oklahoma,
por su entrega en el cumplimiento de sus obligaciones
y en tantos servicios no debidamente reconocidos.
Los idus de octubre marcaban el final de la época de campañas, y ese día se celebraba una carrera sobre el césped del Campo de Marte, ante las Murallas Servias de la Roma republicana.
Los mejores caballos de guerra del año se enganchaban a pares a los carros y se conducían al galope; el animal del lado derecho del par ganador se convertía en el Caballo de Octubre, y el flamen Martialis, el sacerdote de Marte, dios de la guerra, lo sacrificaba ritualmente con una lanza. A continuación se cortaban la cabeza y los genitales del caballo. Los genitales se trasladaban de inmediato al hogar sagrado de la Regia, el templo más antiguo de Roma, para verter allí su sangre, y se les entregaban a las Vírgenes Vestales, quienes los incineraban en la llama sagrada de Vesta; después, esas cenizas se mezclaban con la masa de los pasteles que se ofrecían en el aniversario de la fundación de Roma por su primer rey, Rómulo. La cabeza decorada se arrojaba entre dos equipos de ciudadanos humildes, uno del barrio de Subura y el otro del barrio de Sacra Via, que pugnaban denodadamente por su posesión. Si vencían los de Subura, la cabeza se clavaba en la Torre Mamilia; si ganaban los de Sacra Via, la cabeza se clavaba en el muro exterior de la Regia.
En este ritual, tan antiguo que nadie recordaba su origen, lo mejor de Roma se sacrificaba a los poderes gemelos que la regían: la guerra y la tierra. A éstos la ciudad debía su fuerza, su prosperidad, su eterna gloria. La muerte del Caballo de Octubre era a la vez un duelo por el pasado y una visión del futuro.
CÉSAR EN EGIPTO (Desde octubre del 48 a.C. hasta junio del 47 a.C.)
– Sabía que tenía razón: un terremoto muy ligero -dijo César mientras dejaba el fajo de papeles en su mesa.
Calvino y Bruto, sorprendidos, apartaron la mirada de su trabajo.
– ¿A qué viene eso ahora? -preguntó Calvino.
– ¡Señales de mi divinidad, Cneo! ¿Recordáis la estatua de la Victoria que se puso de espaldas en aquel templo de Elis, el tintineo de espadas y escudos que se entrechocaban en Antioquía y Tolemaida, el sonido de tambores en el templo de Afrodíta en Pérgamo? Según mi experiencia, los dioses no intervienen en los asuntos de los hombres, y por supuesto no enviaron un dios a la tierra para derrotar a Magno en Farsalia. Así que hice indagaciones en Grecia, el norte de la provincia de Asia y la Siria del río Orontes. Todos los fenómenos ocurrieron en el mismo momento y en el mismo día: un ligero terremoto. Consultad los informes de nuestros propios sacerdotes en Italia: todos hablan del atronador sonido de tambores procedente de las entrañas de la tierra y de estatuas que hacían cosas extrañas. Terremotos.
– Empañas nuestras ilusiones, César -contestó Calvino con una sonrisa-. Empezaba a pensar que trabajaba para un dios. -Miró a Bruto-. ¿No es una decepción también para ti, Bruto?
La risa no iluminó aquellos ojos grandes, oscuros y pesarosos de pesados párpados, que se fijaron pensativamente en Calvino.
– Ni decepción, ni desilusión, Cneo Calvino, aunque no se me había ocurrido la posibilidad de que existiera una causa natural. Tomé los informes como halagos.
César hizo una mueca.
– Los halagos son peores -declaró.
Los tres se hallaban sentados en la habitación confortable pero no suntuosa que el etnarca de Rodas les había cedido como despacho, aparte de los aposentos donde se relajaban y dormían. La ventana daba al bullicioso puerto de aquella importante encrucijada de la ruta comercial que unía el mar Egeo con Chipre, Cilicia y Siria; una atractiva e interesante vista, entre el enjambre de barcos, el intenso azul del mar y las altas montañas de Libia al otro lado del estrecho, pero ninguno de ellos le prestaba atención.
César rompió el sello de otro comunicado, le echó una ojeada y dejó escapar un gruñido.
– De Chipre-dijo antes de que sus compañeros pudieran reanudar el trabajo-. Según el joven Claudio, Pompeyo Magno ha partido hacia Egipto.
– Habría jurado que se reuniría con el primo Hirro en la corte del rey de Partia. ¿Qué hay que recoger en Egipto? -preguntó Calvino.
– Agua y provisiones. Al paso de caracol que avanza, antes de que salga con rumbo a Alejandría soplarán ya los vientos etesios. Magno va a reunirse con los demás fugitivos en la provincia de África, imagino -declaró César con cierta tristeza.
– Así que no ha terminado -dijo Bruto con un suspiro.
César contestó chasqueando los dedos.
– Puede terminar en cuanto Magno y su Senado acudan a mí y me digan que puedo aspirar al consulado in absentia, mi querido Bruto
– Bah, eso es demasiado sentido común para hombres del talante de Catón -afirmó Calvino al ver que Bruto no contestaba- Mientras Catón viva, no llegarás a ningún acuerdo con Magno o su Senado.
– Soy consciente de eso.
César había cruzado el Helesponto para llegar a la provincia de Asia hacía tres nundinae con el objetivo de descender por el litoral egeo e inspeccionar los estragos causados por los republicanos en su desesperado esfuerzo por reunir flotas y dinero. Se había despojado a los templos de sus tesoros más preciosos. Se habían saqueado las cámaras acorazadas de los bancos, se había llevado a la bancarrota a los plutócratas y los publicani; gobernador de Siria más que de la provincia de Asia, Metelo Escipión había permanecido allí en su viaje desde Siria para reunirse con Pompeyo en Tesalia e ilegalmente había impuesto tributos sobre todo aquello que se le había ocurrido: las ventanas, las columnas, las puertas, los esclavos, el censo por cabezas, el grano, el ganado, las armas, la artillería y la compraventa de tierras. Al ver que el rendimiento no era suficiente, instituyó y recaudó impuestos provisionales para los diez años venideros, y ante las protestas de algunos lugareños, los ejecutó.
Aunque los informes que llevaron a Roma trataban más sobre la evidencia de la divinidad de César que sobre tales asuntos, de hecho el avance de César era a la vez una misión para recabar información y el inicio de la ayuda económica a una provincia incapacitada para prosperar. Así que habló con las autoridades municipales y comerciales, despidió a los publicani, condonó los tributos de toda clase por cinco años, dictó órdenes para que los tesoros encontrados en diversos almacenes de Farsalia fueran devueltos a los templos de donde habían salido, y prometió que tan pronto como se hubiera establecido un buen gobierno en Roma, adoptaría medidas más específicas para auxiliar a la pobre provincia de Asia.
Razón por la cual, pensó Cneo Domitio Calvino observando a César mientras leía los papeles dispersos sobre su mesa allí en Rodas, la provincia de Asia tiende a verlo como a un dios. El último hombre que había comprendido el funcionamiento de la economía y a la vez había tenido trato con Asia había sido Sila, cuyo justo sistema impositivo fue abolido quince años después ni más ni menos que por Pompeyo Magno. Quizá, reflexionó Calvino, sea necesario un anciano patricio para apreciar las obligaciones de Roma con sus provincias. Los demás no tenemos los pies tan firmemente anclados en el pasado, así que tendemos a vivir en el presente más que a pensar en el futuro.
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