No sabes nada de mí
Pilar Cernuda
No sabes nada de mí
Quiénes son las espías españolas
Primera edición: abril de 2019
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© Pilar García-Cernuda Lago, 2019
© La Esfera de los Libros, S. L., 2019
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ISBN: 978-84-9164-560-3
Depósito legal: M. 7.302-2019
Fotocomposición: Creative XML, S. L.
Impresión: Cofás
Encuadernación: De Diego
Impreso en España- Printed in Spain
ÍNDICE
Prólogo
« T ENÍAS una pastilla de cianuro. Si pasaba el peligro, la escupías. Si no, la tragabas». El titular saltaba a los ojos y obligaba a leer la entrevista de arriba abajo, sin saltarse una línea.
Marina Vega, en el 2008, respondía así a las múltiples preguntas que le hacía Natalia Junquera, periodista de El País , quien, tras muchas averiguaciones, había conseguido localizar a una mujer de vida apasionante que, sin embargo, era una perfecta desconocida para los españoles. Suele ocurrir con las mujeres, también con los hombres, que se dedican a la procelosa actividad del espionaje, sobre la que existe mucha literatura y fantasía, con biografías exageradas y casos hinchados para provocar más morbo. Sin embargo, la mayoría de quienes han prestado un servicio inconmensurable a su país lo han mantenido en secreto.
Marina es uno de esos casos que no se han conocido hasta muchos años después de que haya enterrado incluso parte de sus recuerdos. Pero su memoria le ha dejado recuperar algunos de ellos, lo cual ha permitido conocer los episodios que ha protagonizado sin que otras personas contaminen los hechos. La mejor historia es la que cuentan sus propios protagonistas porque nadie como ellos para describir el clima, los sentimientos, las peculiaridades de los momentos que les tocaron vivir. Es la razón de que los investigadores se dejen los ojos descifrando legajos, cartas mal redactadas, retazos de manuscritos.
Pocos saben que hubo españoles colaborando con los miembros de la Resistencia francesa que se jugaron la vida y trataron de pasar información sobre los movimientos de los alemanes que ocupaban su país. Entre esos españoles había al menos una mujer, Marina, que sentía una profunda animadversión hacia Franco y arriesgó su vida para poner en contacto entre sí a miembros de la Resistencia al mismo tiempo que se ocupaba de guiar a quienes necesitaban cruzar la frontera para salvarse a sí mismos o a otros compañeros.
No hay muchas Marina Vega en el ámbito del espionaje, pero sí hay más mujeres que, como ella, asumieron que no podían cruzarse de brazos mientras el mundo caía devastado ante sus ojos en la Primera o la Segunda Guerra Mundial, o mientras España sufría una cruenta guerra civil de gravísimas consecuencias.
Cada vez que se cuentan historias sobre mujeres que se adentraron en el peligrosísimo e inquietante mundo del espionaje aparecen con un retrato casi idéntico: atractivas, utilizaban su físico para entrar en los círculos más exquisitos e influyentes dentro del poder. Actrices o cantantes que no despertaban sospechas, o patriotas que no dudaban en convertirse en amantes de hombres importantes a los que sacaban información con artes consideradas femeninas. Algunas de ellas fueron muy conocidas, pero la mayoría de las espías tenían un perfil como el de Marina: pasaban inadvertidas, no querían destacar en nada y preferían mantenerse en un segundo plano para moverse sin llamar la atención. Cuidaban que su físico fuera anodino y estaban preparadas, o se habían preparado ellas mismas, para responder con inteligencia si se producían situaciones en las que podían ser descubiertas. En muchas de ellas su principal salvoconducto fue la intuición, un sexto sentido que se adjudica siempre a las mujeres y que en los asuntos de espionaje, efectivamente, sirvió en muchos casos para desconfiar de quien no merecía confianza o, por el contrario, revelar todos los secretos a aquel o aquella que, intuían, sabrían valorarlos o trasladarlos a la persona que daría buena cuenta de la información.
Muchas de esas mujeres nunca verán su nombre en un cuadro de honor; otras lo vieron cuando su propia personalidad y trayectoria les llevó a escribir su biografía y revelaron informaciones que habían guardado precisamente porque durante mucho tiempo se habían entrenado para preservar el anonimato, y, cuando ya no era necesario, el pudor les impedía contar lo que habían hecho en los tiempos en los que a su alrededor se rompía el mundo, su mundo.
Entre esas mujeres que habían buscado el anonimato en sus años jóvenes se encuentra Audrey Hepburn, quien, según cuenta en sus memorias, cuando tenía quince años colaboró con la Resistencia holandesa bailando —era estudiante de ballet— en locales donde podía conseguir información sobre los alemanes.
Hija de inglés y holandesa, vivió entre Bélgica y Holanda tras el divorcio de sus padres, y fue en este último país donde colaboró con la Resistencia.
No hay más pruebas que su propia confesión, pero la opinión más generalizada es que la mentira o la invención interesada están muy alejadas de la personalidad que desarrolló la cotizadísima actriz a lo largo de su carrera, y por tanto dan credibilidad a su autobiografía en la que, por otra parte, narra lo que hizo en aquella época como si cualquiera en su lugar hubiera hecho lo mismo por su país. Como si diera por hecho que, ante la invasión de los alemanes, cualquier ciudadano holandés estaba obligado a defender los intereses de su patria con los medios que tenía a su alcance. El suyo era el baile, así que no dudó en aprovechar sus conocimientos para introducirse en lugares frecuentados por alemanes y tratar de entablar conversación y ver la manera de conseguir algún dato que pudiera ser relevante para los militares holandeses.
No es la única mujer con proyección pública que ha insinuado, o más que insinuado, que en su biografía hay que incluir episodios de espionaje. La mayoría de las mujeres que tuvieron un papel de relevancia se han llevado o se llevarán el secreto a la tumba, porque si fueron espías, no colaboradoras circunstanciales, recibieron una formación previa y fueron instruidas para no contar nunca que trabajaron para servicios de inteligencia. O para contarlo solo al cabo de mucho tiempo, sin comprometer a nadie que hubiera conocido durante su trabajo y, por supuesto, sin desvelar datos que pudieran poner en riesgo futuras operaciones o incluso la seguridad de su país.
La historia, ayudada por la literatura y el cine, está plagada de heroicos espías que se dejaron la piel en las dos guerras mundiales y en la llamada guerra fría que sostuvieron Estados Unidos, y otros países occidentales, contra la Unión Soviética. Hombres, siempre hombres. Las mujeres eran tan escasas que se convertían en la excepción que confirmaba la regla.
Los espías arriesgaban su vida al buscar información en el bando enemigo y, tarea de máximo riesgo, hacerla llegar después a sus superiores con unos medios precarios, fáciles de detectar. Los sistemas de comunicación durante las dos guerras mundiales estaban muy lejos de sofisticaciones, así operar a través de la radio para pasar información secreta a los superiores era una aventura cotidiana en la que cayeron algunos de los mejores profesionales del espionaje, detectados por potentes antenas que no tenían más objetivo que recorrer ciudades y vastos territorios tratando de localizar señales sospechosas.
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