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Agradecimientos
S on muchas las personas a las que debo agradecer la posibilidad de contar estas historias, sobre todo y por encima de todo a los presidentes del Gobierno de España y a los de los gobiernos regionales, que me dieron oportunidad de conocer de primera mano sus experiencias, objetivos, compromisos e ilusiones. Pero también merecen mención especial, y mi agradecimiento, los compañeros con los que compartí vida profesional y confidencias presidenciales, así como los que han escrito libros que me han servido de recordatorio. El tiempo lleva al olvido, pero las páginas bien escritas siempre permanecen.
Y por supuesto, en estas líneas es indispensable incluir a Ymelda Navajo y Mónica Liberman, almas de La Esfera de los Libros, que me propusieron escribir sobre los presidentes de la democracia.
Prólogo
C uatro décadas han transcurrido desde que se celebraron las primeras elecciones democráticas en España, cuatro décadas que siguieron a casi cuatro décadas de dictadura. Cuatro décadas de esperanza, dificultades y transformaciones profundas que dieron un vuelco al país. Cuatro décadas en las que fue necesario tomar decisiones difíciles, pero indispensables para crear una democracia, asentarla y consolidarla.
Un año antes del 15-J, el 15 de junio de 1977 —fecha que marcó el inicio de esa democracia, pues se celebraron las primeras elecciones con participación de todos los partidos políticos—, el rey Juan Carlos señaló con su dedo entonces poderoso a un presidente al que nadie daba como posible sustituto de Carlos Arias Navarro, último presidente de los gobiernos de Franco, al que el monarca confirmó en su cargo porque necesitaba unos meses de tiempo para que se dieran los cambios legales necesarios que le permitirían poner en marcha el proceso democrático. Para ello, contó con la ayuda inestimable de otro presidente, el de las Cortes, Torcuato Fernández-Miranda.
El rey arrancó a Arias Navarro, de mala manera, su dimisión. Mala manera porque este se resistía, pero don Juan Carlos se resistió más aún a que continuara en su puesto y, además, tenía diseñada la operación que colocaría a Suárez en la presidencia del Gobierno y que ha sido muy contada: logró la colaboración de muy pocos consejeros del reino pero, sobre todo, con la del mencionado Torcuato, que maniobró todo lo que pudo y más para que Adolfo Suárez formara parte de la terna que el Consejo del Reino entregaba al rey para que eligiera presidente. Suárez era en ese momento ministro secretario general del Movimiento, había sido exgobernador de Segovia y exdirector general de RTVE. Un hombre por tanto de incuestionable trayectoria franquista.
La espina de ser designado, no elegido, se la quitó Adolfo Suárez antes de que se transcurriera un año de su nombramiento, después de poner en marcha, impulsado por el rey, una serie de iniciativas que fueron recibidas con distinto entusiasmo por parte de la sociedad española, entre ellas la legalización del Partido Comunista. Se la quitó, pues, el 15-J, cuando fue elegido presidente en urna, con una mayoría de españoles avalándole como el candidato más votado.
Adolfo Suárez fue el primero de los seis presidentes de la democracia, pero en ese tiempo una treintena de españoles han ostentado el cargo de presidentes de un gobierno autonómico, entre los que destacan siempre los de las comunidades históricas —País Vasco, Cataluña y Galicia—, así como los andaluces por la vastedad de esa región que ha marcado el ritmo político al ser la de mayor número de habitantes. Como ocurre con Cataluña, Madrid o Valencia, a las que los políticos de todo signo han dedicado siempre especial atención.
Otros presidentes, sin embargo, han logrado protagonismo no por la relevancia de sus respectivas regiones, sino por su personalidad, sus propuestas, la manera de luchar con uñas y dientes por la defensa de sus ciudadanos, con frecuencia a costa de graves enfrentamientos con el Gobierno central, aunque el presidente de turno fuera de su mismo partido. Fue el caso del extremeño Juan Carlos Rodríguez Ibarra, que las tuvo tiesas con Rodríguez Zapatero, al que le presentó su dimisión —y ZP la aceptó de inmediato, con excesiva presteza— porque no compartía su punto de vista respecto a Cataluña, entre otras cuestiones. Adivinaba Ibarra que se estaban sentando las bases para fomentar el independentismo. O fue el caso de José Bono, un socialista que se hizo fuerte e importante en la presidencia de Castilla La Mancha, lo que llevó a Zapatero a ofrecerle el ministerio de Defensa primero y la presidencia de las Cortes después. Bono también presentó la dimisión como ministro a Zapatero, pues tampoco estaba de acuerdo con sus decisiones sobre Cataluña y el nuevo Estatut.
Con frecuencia la relevancia de una comunidad autonómica ha estado marcada por la personalidad o no personalidad de su presidente, y quizá el caso más significativo es el de Extremadura, una región que no se encuentra entre las más relevantes por extensión territorial, número de habitantes o nivel económico, y que sin embargo tanto el mencionado Rodríguez Ibarra como Guillermo Fernández Vara y José Antonio Monago, de diferentes partidos, lograron que se convirtiera en un referente político permanente. En Galicia, Fraga consiguió que su región no pasara inadvertida; no había semana en la que no se produjera algún acontecimiento o una iniciativa que provocara polémica, con admiración una veces y rechazo otras. Fraga marcó tanto el hecho galaico con su arrolladora personalidad que Galicia no volvió a colocarse entre las regiones más emblemáticas hasta la presidencia de Núñez Feijóo. Y antes de Fraga, para bien o para mal, los diferentes presidentes no dejaron excesiva huella. La prueba del algodón es preguntar a cualquier español, incluido algún gallego, la lista de sus presidentes.
Sin embargo, pocos olvidarán mencionar a Juan Hormaechea en Cantabria, por ejemplo, permanentemente en el ojo del huracán. O a José María Aznar en Castilla y León, aunque Aznar pasará a la historia por su controvertido segundo mandato presidencial. Y será Juan Vicente Herrera quien haya dejado el recuerdo de presidente más completo en esa también vasta región, aunque con muchos menos habitantes que Andalucía.
Desgraciadamente los casos de corrupción de algunos presidentes regionales han contaminado el nombre de sus regiones, pagando justos por pecadores, sobre todo en Andalucía, Valencia y Cataluña, aunque Baleares no se queda atrás. En cuanto a las veleidades independentistas, siempre tan problemáticas, se han desarrollado en Cataluña y País Vasco de desigual manera.
En Cataluña ha calado el independentismo provocando el principal problema político que tiene hoy y va a tener en el futuro el presidente del Gobierno de España, mientras que en el País Vasco, una vez «desaparecido» Juan José Ibarretxe, se han apaciguado los ánimos, aunque el nuevo lehendakari , Íñigo Urkullu, no desaprovecha la oportunidad de reivindicar mayores dosis de soberanismo. Incluso el presidente que gobernó entre los dos, Patxi López, coqueteó con la reivindicación permanente de que los vascos tenían más derechos que el resto de los españoles, lo que provocó su distanciamiento con el Partido Popular de Antonio Basagoiti, que le había «regalado» el acceso a la presidencia del Gobierno vasco gratis et amore .
Los «saltos» de las presidencias de gobiernos autonómicos a la política nacional han sido frecuentes, pero no menos frecuentes han sido los «saltos» en dirección contraria, sobre todo cuando se trataba de un ministro al que se mandaba de candidato para ver si arañaba votos al adversario apoyándose en la popularidad que daba ser ministro.
En todos los casos de mala gana, como quien es enviado a galeras; pero también en todos los casos agradeciendo al presidente de turno la oportunidad de ser candidato a trabajar por los ciudadanos de la tierra que ama tanto y a la que tanto debe...