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A mi querido primo Jorge Vicente Ameal
El tiempo se estaba agotando. El corazón se le salía del pecho. Pero dentro de lo posible debía mantener la calma. La cámara en miniatura disparaba lentamente, cada documento era vital, pero también lo era mantener la tapadera, no ser descubierto. Su vida no tenía apenas valor, sólo la información que el enemigo podría arrancarle. El enrarecido ambiente del despacho de la embajada lo asfixiaba. El silencio en la estancia era sepulcral y contrastaba con la agitación que se sentía tras la puerta: conversaciones, pisadas, máquinas de escribir, teléfonos, el sonido cotidiano de la burocracia.
Apenas unos minutos lo separaban de la tragedia. El trabajo que desempeñaba era tanto o más importante que el de los generales en el campo de batalla. Sus descubrimientos podrían ayudar a ganar la guerra. Una labor decisiva. Tan arriesgada como jugar a la ruleta rusa. Sentía la presión de un arma sobre la nuca, aunque no hubiera ninguna; necesitaba salir pronto de allí. Los documentos, sellados como «alto secreto», revelaban posiciones del ejército enemigo en el frente, hangares, fábricas de armamento y la ubicación de las baterías antiaéreas cerca de la costa. Telegramas cifrados y cartas de altas personalidades indicaban que estaba próxima una invasión.
Si la puerta se abría en aquel momento no sólo él estaría perdido, también la lucha contra los ejércitos de ocupación. Había que fotografiar, memorizar lo que no se pudiera copiar y, sobre todo, la tarea más difícil, filtrar la información clasificada al Alto Mando una vez abandonado el lugar. No se podía dejar pista alguna.
Bajó las escaleras de forma rápida aunque discreta, quitándose de vez en cuando el sombrero ante una dama, dando una larga calada a su cigarro, pensativo, como un funcionario más. Atravesó la puerta sin ser detenido, sin preguntas, la calle era el escenario entre frío e iluminado de la libertad. Callejeó sin mirar atrás, cambiando varias veces de dirección, dando quiebros y simulando un interés irreal por lo más mundano que lo rodeaba. Podían estar siguiéndolo, por ello nunca realizaba el viaje a casa por el mismo camino.
Sabedor ya de que estaba libre de sospecha, se relajó. Comió y durmió. A las cinco de la tarde había quedado con su contacto. Se encontrarían en un viejo cine cuya sala olía a una mezcla de sudor, tabaco y naftalina. Otro miembro de la red le había comprado la entrada; también la de su acompañante. Nadie debía relacionarlos, ni verlos juntos. En la oscura sala, sin percibir ningún rasgo claro entre ellos, se intercambiaron un sobre y un carrete. Los guardarían en la doblez de sus pantalones, en el doble forro de sus camisas, en un falso bolsillo de sus gabardinas.
El enlace se encargaría de entregar a un correo humano el microfilm; el otro leería sus nuevas instrucciones lejos de miradas indiscretas. A pesar del riesgo corrido por la mañana, la lucha continuaba sin tregua. No había tiempo de titubear. Después, cada uno saldría del cine por separado. Jamás conocerían la identidad del otro.
Su nombre no engrosaría los libros de historia. La epopeya de aquel hombre cuya silueta ya se empezaba a difuminar antes de abandonar la sala sólo serviría, salpicada de más ficción que verdad, para dar forma a una película o a una novela décadas después, «inspirada en hechos reales». Olvidada en el desván de la historia, su labor sería tanto o más importante que la de los grandes hombres de la contienda, cuyas decisiones se apoyaron innumerables veces en información obtenida por sus servicios secretos, por los agentes a sus órdenes, por sus hombres infiltrados entre el enemigo.
La lucha a muerte tras la línea de batalla entre estas agencias y el despliegue de sus operaciones clandestinas conformaron la «guerra secreta», lejos de condecoraciones y aplausos; la mayoría de los hombres que la libraron murieron sin pompas fúnebres ni registros en los libros de honor. Sin medallas al mérito ni salvas al aire.
Aquel hombre fue espía, su nombre en clave fue conocido por sus jefes y enemigos; el verdadero, tan sólo por unos cuantos. La mayoría jamás sabremos de sus acciones, de su coraje y su sufrimiento, tampoco de sus dudas y temores. Porque la principal labor del espía es no existir, ni revelar su paradero, nunca decir una palabra de más. Jamás retrasarse. Desaparecer cuando toca, quizá para siempre.
Hoy ya nadie lo recuerda, pero aquellos documentos que fotografió poniendo en riesgo su vida ganaron una batalla. Todos juntos sirvieron para ganar una guerra. Ésta es su historia.
A MODO DE INTRODUCCIÓN
Existió una guerra secreta. Se libró lejos de las trincheras, en oficinas de embajadas de países neutrales, en pisos francos de zonas ocupadas, en los angostos túneles que horadaban el subsuelo de Londres y daban cobijo contra los bombardeos al Gabinete de Guerra; también en campamentos y cuarteles camuflados bajo la apariencia de fábricas y ciudadelas en los que trabajaban los mejores criptógrafos, los científicos más ingeniosos desarrollando tecnología puntera u operadores de radio encargados de interceptar mensajes del enemigo, siempre alerta, sin descanso.
Se libró también en los despachos de los mandamases de la Gestapo, el SD y la Abwehr y en las reuniones clandestinas que organizaron los opositores a Hitler y sus secuaces desde dentro, con el objetivo principal de acabar de forma certera y de una vez por todas con el hombre que había puesto en jaque a Europa, sembrando los campos del Viejo Continente de millones de muertos.
Una guerra secreta que convirtió en héroes a viejos villanos y en traidores a gentes con una alta consideración de sí mismas y de sus (in)quebrantables valores. Una lucha de radioescuchas y códigos secretos, de máquinas de encriptado y cámaras en miniatura, de sabotajes y fugas espectaculares; de valijas diplomáticas y cartas escritas con tinta invisible; de lápices detonadores y «ratas explosivas»; de cadáveres que aún tenían una misión que cumplir antes de iniciar su descanso eterno y ejércitos de cartón piedra y tanques de goma. De hombres que bajo la apariencia de ciudadanos corrientes desarrollaron una doble identidad que les permitió acceder a los rincones más profundos de la información secreta. Unos salieron victoriosos. Muchos pagaron caros su osadía y su patriotismo.
Es prácticamente imposible relatar en un solo libro la historia completa de los servicios secretos nazis, así como de los aliados, pues resultaría una empresa interminable a la par que tediosa, que ni mucho menos es la intención de este trabajo, cuyos principales y humildes cometidos son la divulgación y el entretenimiento. Como en ocasiones anteriores en las que decidí sumergirme en un período tan complejo, virulento, triste aunque apasionante para el investigador y el curioso como es la segunda guerra mundial, he intentado contar de la forma más fidedigna posible aquellas crónicas que parecían relegadas al olvido, apenas divulgadas, aquellas que, aun siendo menores o aparentemente pequeñas en tan decisivo conflicto, despertaron en mí un interés especial y que, por ello, he querido compartir con los lectores.