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Sinopsis
Cuarenta años después de que Deng Xiaoping abriera China al comercio global e iniciara su conversión en una potencia económica, los gobernantes chinos están convencidos de que ha llegado el momento de que su país recupere la cumbre de la jerarquía mundial que ocupó en el pasado.
El presidente Xi Jinping se siente investido de ese mandato histórico para recuperar la autoestima de la nación. Y, para ello, ha diseñado una estrategia sólida y ambiciosa, pero también controvertida.
En este relato fascinante, que descubre el mundo post pandemia, el veterano diplomático español Fidel Sendagorta describe esta nueva realidad en la que China quiere ser un líder global, Estados Unidos intenta hacer lo posible para evitarlo y Europa ve con perplejidad cómo se encuentra atrapada entre los desafíos de China y el deterioro de la relación transatlántica.
ESTRATEGIAS DE PODER
China, Estados Unidos y Europa en la era de la gran rivalidad
Fidel Sendagorta
La trampa de Tucídides tendida
bajo el arco cruel de la victoria,
resuenan de nuevo en la partida
las rimas y redobles de la Historia.
Vasallos del poder y de la gloria,
los imperios barruntan su caída,
la fortuna ya sólo pretendida
en el tiempo voraz de la memoria.
Llegaron dinastías aurorales
que practican el gesto desdeñoso
en lívidos espejos orientales.
Y el oráculo frío y minucioso
escrutaba las crípticas señales
de un destino feroz y prodigioso.
FS
Prólogo Hoy ya nadie discute que el escenario geopolítico del presente siglo está marcado por la irrupción de China como una gran superpotencia global. Y que estamos asistiendo a una pugna en todos los frentes para sustituir o, como mínimo, neutralizar a Estados Unidos como la única superpotencia en lo económico, en lo tecnológico, en su « soft power » o, por supuesto, en lo militar. Y ése es el punto de partida del excelente libro de Fidel Sendagorta que tengo el honor de prologar.
Esto que hoy es obvio no lo era tanto hace relativamente poco, cuando algunos defendíamos hace más de dos décadas que el centro de gravedad del planeta se iba a situar en el estrecho de Malaca y nos escuchaban con escepticismo, cuando no con cierta ironía displicente.
El peso y la significación de Estados Unidos, después de la apabullante victoria de Occidente en la guerra fría del siglo pasado, y su liderazgo global («la potencia indispensable» de la que hablaba Madeleine Albright) eran indiscutibles. Pocos intuían que ese mundo aparentemente «unipolar» iba a durar muy poco tiempo.
Parecía que el mundo en su conjunto, después de la implosión de la Unión Soviética, iba a avanzar en la senda de la democracia liberal, de la economía de mercado basada en la iniciativa privada, y de la extensión de las sociedades abiertas, en las que la libertad y la igualdad individuales garantizan la protección frente a los abusos de poder y la arbitrariedad de los gobernantes, a través de la división de poderes y la independencia de la Justicia. Desafortunadamente, no ha sido así.
Por otra parte, la irrupción de China, siguiendo las pautas marcadas por Deng Xiaoping, era aparentemente no agresiva, centrada en el desarrollo económico y social interno y sin la menor ambición hegemónica o de «exportación» de su modelo económico, político y social. Algo que la diferenciaba claramente de la Unión Soviética. Y aceptando su inserción en los mecanismos institucionales y económicos derivados de la globalización, hasta el punto de que Occidente, en gran medida, asumió que la «homologación» de China, en términos políticos (es decir, su «democratización»), era la consecuencia inevitable —y deseable— de su crecimiento económico y de la creación de nuevas clases medias urbanas acostumbradas a los intercambios internacionales. Nada distinto de las experiencias «occidentales» que muchos hemos vivido, por ejemplo en España, y que parecían modelos aplicables a sociedades incluso tan distintas como la china.
Hoy sabemos que esa apreciación —y esa esperanza— ha sido también un error. Hemos caído, de nuevo, en la propensión occidental de ver el mundo a través de nuestras anteojeras, pensando que los demás piensan como nosotros ante fenómenos que nos parecen similares. Y que sus culturas (y su civilización, como es el caso de China) no difieren en lo básico de nuestras propias experiencias históricas y vitales.
Dicho de otro modo, que la conformación de los valores occidentales, desde el humanismo cristiano, el Renacimiento, el Siglo de las Luces y la Ilustración, y las llamadas revoluciones burguesas era aplicable a otras culturas y a otras geografías.
La propia asunción de la doctrina marxista-leninista por el Partido Comunista Chino (PCCh) aparentaba ser la muestra de la aceptación de los parámetros mentales de Occidente por parte de una sociedad que quería romper radicalmente con su pasado.
Pura apariencia y, en el mejor de los casos, un mero paréntesis efímero en su tradición milenaria. Una tradición que descansa, por lo menos, desde el convulso período de la Primavera y el Otoño (cuando Confucio imparte su doctrina) y del período sangriento de los Reinos Combatientes, siglos antes de nuestra era.
Desde entonces, podemos trazar una continuidad (llena de conflictos, derrocamientos y desórdenes de todo tipo) en algunos trazos culturales esenciales (algunos de ellos, además, no específicamente sólo chinos, sino comunes a otras sociedades asiáticas). Podemos referirnos al respeto a la jerarquía y al poder, siempre que al uso de la fuerza por parte de éste se le añada un comportamiento de ejemplaridad moral, o situar la armonía social y familiar por encima de la libertad individual, y someter ésta al interés colectivo, definido por el poder, la tradición y los ritos ancestrales. Y confiar la administración de la cosa pública no a los elegidos por los ciudadanos, sino a los mejores a través de sistemas predefinidos de selección dominados por la excelencia en el estudio y la formación y, por supuesto, su adscripción a los valores del poder dominante.
En este contexto, China no pretende «exportar» su modelo, como sí lo hemos intentado los occidentales o los soviéticos. De hecho, no lo ha hecho nunca, tratando a sus vecinos como vasallos y/o tributarios, y considerando al resto del mundo como «bárbaros». Hoy, China se esfuerza en extender su influencia globalmente, pero, como siempre, sobre la base de la aceptación ajena de su fuerza y de su superioridad, no esencialmente militar (que también), sino económica, comercial y estratégica.
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