Prefacio del autor
—Nada de rencores —dijo el editor.
«Muy bien —pensé para mí—, pero ¿por qué he de guardar ningún rencor? Trato simplemente de realizar mi tarea… de escribir un libro como se me ha ordenado».
—¡Nada contra la Prensa! —volvió a decir el editor—. ¡En absoluto!
«¡Por favor, por favor! —dije para mis adentros—. ¿Por quién me tomará?». Así debe ser. Nada contra la Prensa. Después de todo, ellos creen estar cumpliendo con su obligación, y, si se les ha proporcionado una información inexacta, me figuro que no pueden tener toda la responsabilidad. Pero ¿qué opinión tengo acerca de la Prensa? ¡Chist! No, ni una palabra sobre esa cuestión.
Este libro ha sido precedido de El Tercer Ojo y de El médico de Lhasa. En el momento de empezar, he de decir que no se trata de una ficción, sino de la verdad. Todo cuanto escribí en aquellos otros libros es verdad y producto de mi experiencia personal. Lo que voy a escribir ahora se refiere a las ramificaciones de la personalidad humana y del yo, tema en el cual nosotros, los del Lejano Oriente, nos destacamos.
Sin embargo, basta de prefacio. ¡Lo importante es el libro mismo!
Dedicada
a mis amigos de Howth, Irlanda.
Fueron amigos míos cuando «los vientos soplaban gratamente». Fueron también leales, comprensivos y más grandes amigos aún cuando los vientos ingratos soplaron malignos; porque las gentes de Irlanda saben lo que es la persecución y saben qué opinar de la verdad. Así pues...
A Mr. y Mrs. O’Grady,
a la familia Loftus,
al Dr. W. I. Chapman
y
a Brud Campbell
(por mencionar sólo unos pocos)
¡Muchas gracias!
Título original: The Rampa Story
T. Lobsang Rampa, 1960.
Traducción: Manuel Amblard
ePub base v2.1
Notas
Historia de Rampa narra como T. Lobsang Rampa llegó finalmente a convertirse en escritor, el mandato y el proceso que le llevó a continuar la tarea que iniciara con El tercer ojo y El médico de Lhasa. En 1960, los sabios de su país —los Lamas Telépatas, los Clarividentes y los Sabios de la Gran Memoria— dejaron oír de nuevo su voz: Rampa debía proseguir la narración de su historia, incidiendo esta vez, para conocimiento de los occidentales, en la posibilidad de que un yo abandone voluntariamente un cuerpo y ocupe otro. De este modo, Rampa cuenta su viaje de China a Europa al final de la segunda guerra mundial, cómo llegó a ser prisionero de los chinos, de los japoneses y de los rusos. En Hiroshima asistió a los efectos devastadores de la primera bomba atómica. Después fue a Estados Unidos y otra vez regresó a Inglaterra, desempeñando los más diversos oficios, y aquí radica la esencia de su revelación, habitando diferentes cuerpos.
T. Lobsang Rampa
Historia de Rampa
ePUB v1.0
aggelos09.03.13
Capítulo primero
Las cimas dentadas del rocoso Himalaya se adentraban profundamente en la púrpura vívida del cielo crepuscular tibetano. El sol, al ponerse, se ocultaba tras la enorme cordillera, lanzando coloraciones centelleantes e iridiscentes sobre la dilatada espuma de nieve que sopla perpetuamente de los más elevados picachos. La atmósfera era clara como el cristal, vigorizadora y ofrecía una visibilidad casi ilimitada.
A primera vista, el paisaje se hallaba totalmente desprovisto de vida. Nada se movía en él, nada se agitaba, salvo la larga flámula de la nieve aventada muy en lo alto. Aparentemente nada podía vivir en aquellas montañas yermas. Se diría que no había habido allí vida alguna desde el comienzo de los tiempos.
Sólo cuando uno lo sabe, cuando se los han enseñado una y otra vez, puede percibir, con dificultad, los tenues indicios de que allí viven seres humanos. Solamente la costumbre puede guiar nuestros pasos en este paraje agreste y prohibido. Luego puede uno ver solamente la entrada, envuelta en sombras, de una cueva profunda y tenebrosa; cueva que no es sino el vestíbulo de una miríada de túneles y de aposentos que convierten en un panal esta austera cadena de montañas.
Con anterioridad de muchos meses, los lamas de mayor confianza, actuando como humildes portadores, habían recorrido penosamente los cientos de kilómetros que hay desde Lhasa, a fin de transportar los Secretos antiguos a donde estuvieran a salvo para siempre de los vándalos chinos y de los traidores comunistas tibetanos. Aquí también, con infinito trabajo y sufrimiento, habían sido traídas las Imágenes Doradas de pasadas Encarnaciones, para ser instaladas y veneradas en el corazón de la montaña. Los Objetos Sagrados, las escrituras viejas de siglos y los sacerdotes más sabios y venerables estaban aquí en seguridad. Desde hace siglos, con pleno conocimiento de la inminente invasión china, los Abades leales se habían reunido periódicamente en cónclaves solemnes para probar y elegir a aquéllos que habían de ir a la Nueva Mansión distante. Fueron sometidos a prueba unos sacerdotes tras otros, sin que ellos lo supieran, y se estudió su historial, de modo que sólo los más puros y los más adelantados espiritualmente fuesen los elegidos. Hombres cuya preparación y cuya fe eran tales que pudiesen, de ser necesario, resistir las peores torturas que los chinos pudieran darles, sin revelar ninguna información vital.
Así, finalmente, dejando Lhasa, invadida por los comunistas, habían venido a su nueva casa. Ningún avión que transportase material de guerra podría volar a esta altura. Ningún ejército enemigo podría soportar este árido paraje, un paraje desprovisto de tierra, rocoso y traicionero, con peñascos que se deslizan y abismos que abren sus fauces. Un paraje tan alto, tan pobre de oxígeno, que sólo las endurecidas gentes de la montaña podrían respirar allí. En aquel lugar, al fin, en aquel santuario de las montañas, había Paz. Paz en la que trabajar para la salvaguarda del futuro, para preservar la Sabiduría Antigua y prepararse para el tiempo en que el Tíbet resurgiera y se librara del agresor.
Hacía millones de años, aquello había sido una cordillera de volcanes llameantes que vomitaban rocas y lavas sobre la cambiante faz de la Tierra joven. Entonces el mundo era casi dúctil y sufría las angustias del parto de una nueva era. Tras años sin número, las llamas se extinguieron y las rocas, casi fundidas, se enfriaron. La lava se había derramado por última vez y chorros de gas que venían de la profunda entraña de la Tierra expelieron la restante al aire libre, dejando un sinfín de canales y de túneles desnudos y vacíos. Sólo poquísimos habían sido cerrados por las rocas que caían, pues los demás permanecieron intactos, duros como el vidrio y veteados con las huellas de los metales que se fundieron antaño. Desde esas paredes manaban fuentes de la montaña, puras y que centelleaban ante cualquier rayo de luz.
Siglos tras siglos los túneles y las cavernas permanecieron desprovistos de vida, desolados y solitarios, conocidos sólo de los lamas viajeros astrales, que podían visitar todo y ver todo. Los viajeros astrales habían recorrido la región buscando un refugio como aquél. Ahora, cuando el Terror campeaba en el país del Tíbet, los pasadizos de antaño fueron poblados por una élite de gentes espirituales, destinadas a resurgir en la plenitud de los tiempos.