Sun Yat-Sen —caudillo revolucionario, fundador de la Primera República china, de la que fue efímero presidente— es una de las figuras más interesantes de la Historia contemporánea china. La autora relata en este libro la inquieta, azarosa y fructífera existencia de tan destacado personaje y, al mismo tiempo, nos informa de unas circunstancias que han tenido honda repercusión en la política mundial.
Pearl S. Buck
El hombre que cambió a China
(Historia de Sun Yat-Sen)
ePub r1.0
Titivillus 14.02.15
Título original: The man who changed China: The story of Sun Yat-Sen
Pearl S. Buck, 1953
Traducción: A. Rivero
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
PEARL SYDENSTRICKER BUCK (Hillsboro, 1892 - Danby, 1973). Novelista estadounidense y Premio Nobel de Literatura en 1938, que pasó la mayor parte de su vida en China y cuya obra, influida por las sagas y la cultura oriental, buscaba educar a sus lectores. Recibió el premio Nobel en 1938. Hija de unos misioneros presbiterianos, vivió en Asia hasta 1933.
Su primera novela fue Viento del este, viento del oeste (1930), a la que siguió La buena tierra (1931), ambientada en la China de la década de 1920 y que tuvo gran éxito de crítica, recibiendo por ella el premio Pulitzer. Es un relato epopéyico de grandes relieves y detalles vívidos acerca de las costumbres chinas; está considerada, en esa vertiente, como una de las obras maestras del siglo.
La buena tierra forma la primera parte de una trilogía completada con Hijos (1932) y Una casa dividida (1935), que desarrollarían el tema costumbrista chino a través de sus tres arquetipos sociales: el campesino, el guerrero y el estudiante. Por la trilogía desfilan comerciantes, revolucionarios, cortesanas y campesinos, que configuran un ambiente variopinto alrededor de la familia Wang Lung. Se narra la laboriosa ascensión de la familia hasta su declive final, desde los problemas del ahorro económico y las tierras hasta la aparición de la riqueza y de conductas y sentimientos burgueses.
En 1934 publicó La madre, y en 1942 La estirpe del dragón, otra epopeya al estilo de La buena tierra donde apoyó la lucha de los chinos contra el imperialismo japonés, en un relato que parte de una familia campesina que vive cerca de Nankín. También escribió numerosos cuentos, reunidos bajo el título La primera esposa, que describen las grandes transformaciones en la vida de su país de residencia. Los temas fundamentales de los cuentos fueron la contradicción entre la China tradicional y la nueva generación, y el mundo enérgico de los jóvenes revolucionarios comunistas.
En 1938 publicó su primera novela ambientada en Estados Unidos, Este altivo corazón, a la que le siguió Otros dioses (1940), también con escenario norteamericano, donde trata el tema del culto de los héroes y el papel de las masas en este sentido: el personaje central es un individuo vulgar que por azar del destino comienza a encarnar los valores americanos hasta llegar a la cima.
A través de su libro de ensayos Of Men and Women (1941) continuó explorando la vida norteamericana. El estilo narrativo de Pearl S. Buck, al contrario de la corriente experimentalista de la época, encarnada en James Joyce o Virginia Wolf, es directo, sencillo, pero a la vez con resonancias bíblicas y épicas por la mirada universal que tiende hacia sus temas y personajes, así como por la compasión y el deseo de instruir que subyace a un relato lineal de los acontecimientos.
Entre sus obras posteriores cabe mencionar Los Kennedy (1970) y China tal y como yo la veo, de ese mismo año. Escribió más de 85 libros, que incluyen también teatro, poesía, guiones cinematográficos y literatura para niños.
Notas
[1] Sin miedo a la muerte.
I
MADUREZ PARA UN CAMBIO
L A antigua y extensa China estaba madura para un cambio. «El dragón durmiente», la llamaban sus vecinos; pero el dragón se sentía incómodo y comenzaba a despertar.
¿Qué era la China de hace cerca de cien años?
Era el país más extenso del mundo, con excepción de Rusia, y una tercera parte mayor que los Estados Unidos. Era el país más antiguo de la tierra, y la tierra más variada de este mundo: eso era China.
Los sabios chinos enseñaban ya a su pueblo, quinientos años antes de Jesucristo, a ser bueno con el prójimo, a ser industrioso, civilizado y fuerte. Los pintores ejecutaban grandes obras de arte; los arquitectos construían hermosos templos, casas y palacios; los escultores esculpían magníficas estatuas; los tejedores elaboraban preciosos brocados de satén y de seda; los labradores trabajaban los campos hasta convertirlos en verdaderos jardines; los eruditos escribían libros y enseñaban en las escuelas.
Mucho antes del descubrimiento de América, otros pueblos de Asia, y de todo el mundo conocido, sentían admiración por China y por su noble civilización: una civilización tan maravillosa que hacía innecesarios los ejércitos y la armada.
Más de una vez habían logrado gobernar en Pekín conquistadores extranjeros, pero los chinos no necesitaban luchar. Sabían que con el tiempo, en realidad muy corto, su superior civilización se impondría sobre los conquistadores por las armas. El factor tiempo contaba siempre a favor de China. Y cuantos llegaban a vivir al país, terminaban por hacerse chinos.
¿Qué perturbación, pues, existía en la China de 1866? En cuanto a lo externo, el pueblo era el mismo de siempre. Las ciudades bullían de hombres y mujeres dedicados a la tarea de vender y comprar; las tiendas estaban llenas de compradores y los establecimientos hacían un buen negocio.
Los labradores llevaban sus vegetales, sus granos y sus frutos a los grandes mercados; los pescadores voceaban por las calles su pescado; los carniceros colgaban las carnes limpias y sanas a la vista de todos. Los niños reían y jugaban en las aldeas. Los mayorcitos ayudaban a sus padres en los campos, y las niñas trabajaban al lado de sus madres en las grandes y alegres casas de las haciendas.
Las fiestas de Año Nuevo y las de las estaciones seguían celebrándose con el mismo alborozo, la misma risa y las mismas viandas; y, en los templos, los dorados dioses recibían a los adoradores que llegaban a darles gracias y a orar.
Todo seguía lo mismo, y, sin embargo, nada era igual.
Quizá los niños no se dieran cuenta de ello, pero los mayores sí. El gran país, tan extenso en el mapa, se hallaba inquieto. Hacía sólo dos años que había sufrido una terrible rebelión: la rebelión organizada por Taiping, en la cual un crecido número de descontentos y desgraciados habían seguido a un caudillo medio loco que tuvo la pretensión de derrotar al Gobierno manchú de Pekín.
¿Por qué había un Gobierno manchú en la capital de China? Porque, doscientos años antes, gentes audaces e ignorantes, procedentes de la norteña Manchuria, habían invadido el país apoderándose del trono. En el transcurso de aquellos doscientos años, todos aquellos invasores se habían mostrado chinos en muchas cosas; pero, al propio tiempo, se habían debilitado. Se habían enriquecido y ablandado, dedicándose a la diversión y al holgorio en los palacios y en los jardines imperiales en vez de preocuparse por el bienestar del pueblo.