Pues la destrucción de la inteligencia es una peste mucho mayor que una infección y alteración semejante de este aire que está esparcido en torno nuestro. Porque esta peste es propia de los seres vivos, en cuanto son animales; pero aquella es propia de los hombres, en cuanto son hombres.
Nota del autor
Este libro se fundamenta en una hipótesis. En esta premisa radica su debilidad y, a la vez, su principal fortaleza. Redactado en lo más duro del Gran Confinamiento, quizá cuando llegue a manos del lector habrá perdido parte de su vigencia. Si es así en los augurios más negros, el error, aunque agridulce, será más que bienvenido. Si es así por la deficiencia de sus premisas o asociaciones, entonces no hay más excusa que mi pobre razonamiento. Sin embargo, ninguno de estos riesgos supera las ventajas de que el texto, al edificarse sobre hipótesis, sea contrastable. Es decir, cuanto hay escrito en él se debe validar como cierto o falso, con lo que nos ayuda a comprender cómo son las cosas y cuáles son sus causas. Creo que es la mejor manera de que esta obra pueda resultarnos útil, en última instancia, para extraer alguna enseñanza al paso del virus.
Con todo, este libro se basa en una hipótesis política. Por tanto, no presenta un análisis epidemiológico o médico de la pandemia. Ni es mi especialización ni podría hacer una contribución valiosa en esos campos. Por supuesto, inevitablemente se mencionarán estos aspectos, pero siempre con mucho tiento, solo para poner los raíles de mi argumento hacia lo público. En última instancia, lo que se quiere abordar aquí es cómo la pandemia tensiona diferentes aspectos políticos y sociales, muchas veces precipitando dinámicas previas, otras ofreciendo dilemas sin una solución óptima evidente. Si el libro puede aportar algo de luz, modestamente, solo será en estas cuestiones.
Ahora bien, aunque la hipótesis del libro sea política, no quiere dedicarse a enjuiciar a los políticos. De nuevo, sus acciones serán examinadas en múltiples ocasiones para ilustrar pasajes de la obra. Por descontado, se mencionarán tanto ejemplos españoles como de otros países, especialmente del mundo occidental. Aún así, lo que no haré es un análisis pormenorizado de las decisiones adoptadas, de sus errores y de sus aciertos. Igual que los especialistas están mejor equipados para tratar la pandemia, los buenos periodistas conocen con mayor detalle qué pasó en la sala de máquinas del poder. Mi hipótesis quiere ser contrastada desde la ciencia social con la seguridad de que otros lo sabrán hacer mejor en campos alternativos cuando haya que ajustar cuentas.
He procurado que cualquier valoración subjetiva quede lo más acotada posible, lo cual siempre es difícil cuando hay vidas humanas implicadas. Con todo, pienso que no hace falta atosigar con lo que uno desea o siente, como cuando en lo más crudo de la pandemia había quienes anticipaban que tras esta seríamos mejores, peores o iguales. Sería muy presuntuoso por mi parte querer predecir cómo quedará alterada la esencia del ser humano. Mi interés es más bien indagar en cómo podría cambiar la sociedad de lo más general a lo más particular y, para eso, es más útil inclinarse por una hipótesis que por un libelo moralista. Ojalá el tiempo aporte la perspectiva suficiente para contrastarla y entender con mayor claridad qué significa eso de hacer política en tiempos de pandemia.
1
Política y pandemia
El 14 de marzo de 2020 fue uno de los días políticamente más intensos de la historia reciente de España. El día anterior el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, había declarado que se celebraría un Consejo de Ministros extraordinario con un único punto en el orden del día: la aprobación del estado de alarma. Mediante este mecanismo de excepción el Gobierno confiaba en asumir los instrumentos necesarios para lidiar con la pandemia de la COVID-19, y reforzar así los sistemas de salud, coordinar a todas las administraciones y limitar severamente la movilidad de las personas para frenar la expansión de los contagios. El anuncio se retrasó durante largas horas el sábado, todo en un Consejo de Ministros que parecía interminable y, según parece, tenso. Finalmente, no fue hasta la noche cuando el presidente del Gobierno compareció en televisión y anunció que las medidas adoptadas entrarían en vigor a las cero horas del día siguiente. España quedaba, oficialmente, confinada.
Todos los países del entorno ya habían iniciado esa senda o estaban en vías de hacerlo. Algunos estados, como Italia, ya tenían en vigor el estado de alarma, concretamente desde el 31 de enero y con una duración de seis meses. Era el primer lugar de Europa en el que la pandemia había golpeado con fuerza, muy especialmente en las regiones del norte del país. En Portugal las medidas de excepción entraron en vigor el lunes 16 de marzo, pese a que su número de contagios era bastante inferior al nuestro. En cualquier caso, en cuestión de días la situación se fue precipitando en toda Europa occidental, cuyos gobiernos recurrieron a poderes excepcionales para el confinamiento de la población. Prácticamente todas las naciones tuvieron que recurrir a instrumentos que no estaban pensados para lidiar con una pandemia de semejante alcance, con lo que pasaron a operar sin manual de instrucciones. Durante semanas, la improvisación fue la tónica dominante.
El escenario era totalmente incierto ante una nueva enfermedad de la que se sabía muy poco y que amenazaba con provocar un colapso sanitario en cascada. Esto hizo que el panorama cambiara por completo en cuestión de días. Virólogos, epidemiólogos, sanitarios e investigadores saltaron a la arena con una población cada vez más preocupada no solo por el avance del virus, sino también por las consecuencias económicas y sociales de una pandemia que no se había visto en generaciones. Todo, eso sí, hacía de esta crisis la primera gran experiencia compartida del siglo XXI , pues nunca en un mundo cada vez más desarrollado y próspero había existido un «tema de conversación» único. En todos los idiomas y latitudes la palabra era siempre la misma: «coronavirus».
A lo largo de nuestra historia como especie hemos convivido con calamidades de todo tipo, de guerras a hambrunas o enfermedades. Algunas de ellas fueron autoinfligidas, otras se debieron a la mala fortuna. Ahora bien, todas ellas han tenido siempre una vertiente política, ya fuera en su origen o en sus consecuencias. El propósito de este libro es explicitar parte de esos dilemas políticos en un contexto en el que ha estado y está en juego no solo la vida de las personas, sino también su propio futuro en años venideros.
E NFERMAR ES HUMANO
Uno de los médicos más famosos de la Antigüedad, Galeno, fue el encargado de describir una de las primeras pandemias de las que se tiene memoria en Occidente: la peste antonina. Esta plaga —por lo que se sabe, de viruela— azotó al Imperio romano del 165 al 180 y llegó a matar incluso al corregente de la época, Lucio Vero, lo que dejó solo en el trono al emperador Marco Aurelio. El nombre de la enfermedad, antonina, se acuñó en recuerdo de la dinastía imperial bajo la que acaeció. Según cuentan los historiadores de la época, esta plaga tuvo su origen en Seleucia, en Mesopotamia, y se extendió a lo largo de la Galia, desde la cuenca del Rin, y luego a todo el imperio. Aunque no está del todo claro, parece ser que las legiones romanas, con sus viajes, habrían sido uno de los principales focos transmisores. No hay acuerdo sobre si los brotes que hubo posteriormente fueron de otra enfermedad (en concreto, sarampión) o de la misma, pero sí en que los muertos de la peste antonina fueron incontables. Además, esta plaga también podría haber tenido un enorme impacto en el imperio, pues habría debilitado su defensa y lo habría abocado a una inexorable decadencia.