© Debora MacKenzie, 2020.
© de la traducción: Joandomènec Ros, 2020.
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PARA JAMES, JESSICA Y REBECCA, QUE LO HICIERON TODO POSIBLE.
LO QUE OCURRE, Y QUE INTENTAN LIBRARNOS DE ELLO.
PREFACIO
En noviembre de 2019, un coronavirus de un pequeño murciélago común pasó, de alguna manera, a un ser humano, o quizás a unos pocos. Y ello se tradujo o bien en que el virus ya podía difundirse fácilmente entre los humanos, o bien en que evolucionó con rapidez, como estos virus pueden hacerlo. En diciembre, ya había un grupo de personas con neumonía grave en hospitales de Wuhan (China), y no se trataba de la gripe.
No se hizo lo suficiente para contener este nuevo virus hasta el 20 de enero, cuando China le dijo al mundo que era contagioso. Para entonces, había ya tantos casos en la ciudad de Wuhan que hubo que confinarla tres días después para con tener el virus; pero para entonces ya se había extendido por toda China, y por otros países. El virus recibió el nombre de SARS-CoV-2, y 19, por el año en el que apareció. Mucha gente la llama simplemente coronavirus.
Tres meses después del confinamiento de Wuhan, unos dos mil millones de personas de todo el planeta se hallaban asimismo sujetos a alguna forma de contención, y todo el mundo, en todas partes, se enfrentaba a la infección por parte del virus, con pocos tratamientos efectivos y ninguna perspectiva de obtener una vacuna a corto plazo.
La COVID-19 ha infectado a todo el mundo humano. Esta pandemia ha sido como un perro enorme que haya agarrado con sus dientes a nuestra frágil y compleja sociedad y la haya sacudido. Ha muerto muchísima gente. Mucha más seguirá muriendo, ya sea por el virus o por la pobreza a largo plazo, por la disrupción política y económica y por los sistemas sanitarios sobrecargados que serán la herencia de la pandemia. Algunos aspectos de nuestra sociedad cambiarán a peor, y algunos quizás a mejor; en todo caso, estos cambios serán permanentes.
Y, durante todo este período, hemos estado sometidos a un aluvión de noticias y reportajes de interés, de análisis instantáneos, de desgarradores informes de primera línea, de instrucciones gubernamentales revisadas y de nuevos consejos médicos, y, probablemente, del mayor y más abrumador flujo global de investigaciones científicas de la historia, todas las cuales intentan predecir qué es lo que vendrá después y descubrir la manera de mitigar el destrozo producido por esta enfermedad.
Pero todo esto ya lo sabe el lector.
Y, aun así, la pregunta sigue vigente: ¿Cómo pudo ocurrir esto? Estamos en el siglo XXI . En gran parte del mundo disponemos de medicamentos milagrosos y retretes de cisterna, ordenadores y cooperación internacional. Ya no morimos de peste.
Por desgracia, como ahora todos sabemos, sí, nos morimos de peste. Pero lo que resulta especialmente triste para una periodista científica como yo, que escribe sobre enfermedades para ganarse la vida, es que esta pandemia no ha sido lo que se dice una sorpresa. Los científicos llevaban décadas advirtiendo, con una urgencia creciente, de que esto iba a ocurrir. Y los periodistas como yo transmitíamos sus advertencias de que se acercaba una pandemia y no estábamos preparados para afrontarla.
¿Qué nos puso en esta situación? De manera muy resumida, en el mundo hay cada vez más habitantes, muchos de los cuales han ejercido cada vez más presión sobre los recursos naturales para obtener el alimento, el trabajo y el espacio vital que necesitan. Esto significa introducirse en la naturaleza que alberga nuevas infecciones, e intensificar los sistemas de producción de alimentos de maneras que pueden generar enfermedades. La COVID-19, el Ébola y otras enfermedades peores provienen de la destrucción de bosques. Algunas cepas preocupantes de gripes y bacterias resistentes a los antibióticos provienen del ganado doméstico. Pero hemos desatendido la inversión en todo aquello que frustra la aparición de las enfermedades infecciosas: salud pública, puestos de trabajo y viviendas decentes, educación y saneamiento.
Después, el impacto de los nuevos patógenos que sacamos a la luz se ve magnificado por nuestra conexión global cada vez mayor, pues nos hacinamos en ciudades y comerciamos y viajamos en una red global de contactos cada vez más densa, de modo que cuando la sanidad pública fracasa y aparece el contagio en algún lugar, este se desplaza a todas partes. Sabemos mucho acerca de cómo vencer a las enfermedades, pero nuestras estructuras de gobierno fragmentadas, la falta de responsabilidad global y la pobreza persistente en muchas regiones son la garantía de que estos fallos van a producirse... y propagarse.
A pesar de dichos fallos, sabemos qué es lo que necesitamos: comprender mucho mejor las infecciones potencialmente pandémicas, una detección rápida de nuevos brotes y maneras de responder rápidamente a estos. En este libro analizaré todos estos aspectos. Hasta ahora, hemos sido incapaces de aunar todos estos elementos de manera efectiva, allí donde más se los necesita.
En 2013, dos laboratorios, uno chino y otro estadounidense, investigaron una tribu de virus de murciélagos que casi con toda seguridad son el origen de la COVID-19. Reconocieron la amenaza de inmediato. Un laboratorio los calificó de «prepandémicos» y una «amenaza para su emergencia futura en poblaciones humanas». El otro escribió que «todavía suponen una amenaza global considerable para la salud pública».
No se hizo nada. Podríamos haber descubierto más facetas de estos virus, diseñado algunas vacunas, buscado test y tratamientos, estudiado cómo estos virus podrían introducirse en poblaciones humanas, y haber confinado a dichas poblaciones. No ocurrió nada de esto. Nadie tenía encomendado llevar a la práctica todos los asuntos relacionados con una amenaza de este tipo, incluso cuando esta se materializó.
Pero era absolutamente necesario que estuviéramos preparados ante la posibilidad de que uno de estos virus se hiciera global, que fue lo que uno de ellos hizo. No hace falta que se lo recuerde al lector. Test. Respiradores. Medicamentos. Vacunas. Equipos de protección para médicos y enfermeras. Un plan para declarar cuarentenas y aislamientos anticuados que impidiesen que este tipo de virus se extendiera. Un plan para tratar el impacto económico. Medidas para contener la amenaza del virus y que ni siquiera necesitáramos estas cosas. Los expertos y los gobiernos se han pasado casi dos décadas hablando y hablando acerca de cómo debíamos prepararnos para afrontar la pandemia, y aun así no estábamos preparados.
Y este tipo de virus no era (ni es) siquiera la única amenaza vírica que nos acecha, pero estamos igual de mal preparados para las demás. Escribí el siguiente texto para la revista New Scientist en 2013, el año en que se descubrieron los virus del tipo COVID. Hablaba de una visita a la sala de estrategia de la Organización Mundial de la Salud (OMS), entonces nueva y flamante, y de lo que podría ocurrir si la gripe aviar, H7N9, el virus que por aquel entonces preocupaba, se hiciera pandémica: