A Marisa
y a los compañeros de viaje a quienes he querido
y que ya han llegado
Título original: L’infinito viaggiare
Claudio Magris, 2005
Traducción: Pilar García Colmenarejo
Ilustración de cubierta: Versailles 1985, fotografía de Luigi Ghirri
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
NOTA
Respecto a la edición original, que salió en francés en la traducción de Françoise Brun en 2002 en la Colección «Voyager avec» dirigida por Maurice Nadeau (edición La Quinzaine Littéraire-Louis Vuitton), este volumen añade nuevos capítulos (sobre China, Irán, Vietnam) y algunos textos han sido modificados o incorporados en gran parte en otros; también el Prefacio ha sido revisado e integrado. Deseo darle las gracias en especial a Renata Colorni, que ha alentado la edición italiana de este libro.
El infinito viajar reúne cerca de cuarenta crónicas de viaje publicadas en el Corriere della Sera, e incluye un prefacio donde Magris contrapone dos formas de entender el viaje en nuestra cultura: la concepción clásica del viaje circular, que implica el retorno final, y la moderna, en la que el desplazamiento es rectilíneo y cuya meta no es otra que la muerte. Muerte que se intenta diferir mediante «vivir, viajar y escribir», tres facetas de una experiencia que está en el origen de una nueva forma de la literatura donde se diluyen las fronteras entre relato, ensayo y libro de viajes. Los textos abarcan un amplio espectro geográfico, empezando en España hasta China, Irán o Vietnam, y en ellos se conjura la indiferencia con una curiosidad que es afán de conocimiento.
Claudio Magris
El infinito viajar
ePub r1.0
Titivillus 14.04.17
PREFACIO
1. Los prefacios siempre son sospechosos; inútiles si los libros que presentan no los requieren o indicios de su insuficiencia si los necesitan, incluso se exponen a estropear la lectura, a surtir el efecto de la explicación de un chiste o la anticipación de su final. Pero quizá el prólogo sea adecuado en una recolección de páginas de viaje, porque el viaje —en el mundo y en el papel— es de por sí un continuo preámbulo, un preludio de algo que siempre está por venir y siempre a la vuelta de la esquina; partir, detenerse, volver atrás, hacer y deshacer las maletas, describir en el cuaderno el paisaje que, mientras se atraviesa, huye, se disgrega y se recompone como una secuencia cinematográfica con sus fundidos y reajustes, o como un rostro que cambia con el paso del tiempo.
El prefacio es una especie de maleta, un neceser que forma parte del viaje; al partir, cuando se meten dentro las pocas cosas previsiblemente indispensables olvidando siempre algo esencial; durante el camino, cuando se va recogiendo lo que se quiere llevar a casa; al regresar, cuando se abre el equipaje y no se encuentran las cosas que nos habían parecido más importantes y aparecen en cambio objetos que no se recuerda haber metido dentro. Lo mismo sucede con la escritura; algo que mientras se viajaba y se vivía parecía fundamental, se ha desvanecido, en el papel ya no está, en tanto que toma cuerpo imperiosamente y se impone como esencial algo que en la vida —en el viaje de la vida— apenas habíamos notado.
El viaje siempre recomienza, siempre ha de volver a empezar, como la existencia, y cada una de sus anotaciones es un prólogo; si el recorrido del mundo se transfiere a la escritura, este se prolonga en el traslado de la realidad al papel —tomar apuntes, retocarlos, borrarlos parcialmente, reescribirlos, desplazarlos, variar su disposición—. Montaje de las palabras y las imágenes, captadas desde la ventanilla del tren o cruzando una calle y doblando la esquina. Solo con la muerte, recuerda Karl Rahner, gran teólogo del camino, cesa el status viagiatoris del hombre, su condición existencial de viajero. Viajar, pues, tiene que ver con la muerte, como bien sabían Baudelaire o Gadda, pero también es diferir la muerte, aplazar lo máximo posible la llegada, el encuentro con lo esencial, tal como el prefacio difiere la verdadera lectura, el momento del balance definitivo y del juicio. Viajar no para llegar sino por viajar, para llegar lo más tarde posible, para no llegar posiblemente nunca.
2. El viaje, pues, como persuasión. Quizá haya sido sobre todo en los viajes donde he conocido la persuasión, en el sentido dado a esta palabra por Cario Michelstaedter; esa vida autosuficiente, libre y colmada que Enrico, el personaje de mi novela Otro mar, persigue con autodestructivo y vano empecinamiento. La persuasión, la posesión presente de la propia vida, la capacidad de vivir el instante, sin sacrificarlo al futuro, sin aniquilarlo en los proyectos y los programas, sin considerarlo simplemente un momento que se ha de hacer pasar pronto para alcanzar cualquier otra cosa. Casi siempre se tienen demasiadas razones para esperar que nuestra existencia pase lo más rápidamente posible, que el presente se convierta lo más deprisa posible en futuro, que el mañana llegue cuanto antes, porque se espera con ansia el diagnóstico del médico, el comienzo de las vacaciones, la ultimación de un libro, el resultado de una actividad o de una iniciativa, y así se vive no por vivir, sino para haber vivido ya, para estar más cerca de la muerte, para morir.
El viaje apremiante y apremiado, impuesto cada vez más frenéticamente por el trabajo y por su necesaria espectacularización —especialmente a ese mánager de sí mismo y del Espíritu que es el intelectual, énfasis y caricatura del mánager industrial—, es la negación de la persuasión, de la parada, del vagabundear, se parece más bien a la eyaculación precoz que Joseph Roth, retomando en su novela Los cien dios un cotilleo sobre la materia referente a Napoleón, atribuye al Empereur, el cual más que hacer el amor quiere inmediatamente haberlo hecho, despachado y liquidado ya. El viaje del conferenciante, entre un aeropuerto y otro, entre un hotel y otro, no es diferente de este orgasmo agobiado.
Pero cuando yo viajaba por los vastos países danubianos o por los periféricos microcosmos, encaminándome en una dirección determinada, siempre dispuesto a hacer digresiones, paradas y desviaciones repentinas, vivía persuadido, como ante el mar; vivía sumergido en el presente, en esa suspensión del tiempo que se verifica al abandonarnos a su leve discurrir y a lo que la vida nos trae —como una botella abierta bajo el agua y rellenada por el fluir de las cosas, decía Goethe viajando por Italia—. En un viaje vivido de tal manera, los lugares pasan a ser etapas y a la vez moradas del camino de la vida, paradas fugaces y raíces que inducen a sentirse en casa en el mundo. Está el viaje más allá de las columnas de Hércules y está el viaje mínimo de Pickwick, a los manantiales de Hampstead; o el de una habitación a otra en la propia casa, expedición no menos aventurada ni menos rica en encantos y riesgos. Los capitanes de altura de Fiume y Trieste que atravesaban los océanos llamaban burlonamente «capitan de cadin» (de palangana) a los que recorrían solo pequeños trayectos entre Trieste e Istria o entre Fiume y las cercanas islas del Quarnero, pero también en ese golfo el bóreas provoca tempestades en las que se puede naufragar.
Asimismo, en los capítulos de este libro se va a las antípodas e incluso a los microcosmos de la Bisiacaria o a los nanocosmos de Ciceria, y el paso del viajero querría semejarse a la andadura de Lawrence Sterne. Viajar sintiéndose siempre, a un tiempo, en lo desconocido y en casa, pero a sabiendas de que no se tiene, no se posee una casa. Quien viaja es siempre un callejeados un extranjero, un huésped; duerme en habitaciones que antes y después de él albergarán a desconocidos, no posee la almohada en la que apoya la cabeza ni el techo que le resguarda. Y así comprende que nunca se puede poseer verdaderamente una casa, un espacio recortado en el infinito del universo, sino tan solo detenerse en ella, por una noche o durante toda la vida, con respeto y gratitud. No por azar el viaje es ante todo un regreso y nos enseña a habitar más libre y poéticamente nuestra propia casa. Poéticamente vive el hombre en esta tierra, dice un verso de Hölderlin, pero solo se sabe, como dice otro verso, que la salvación crece allá donde crece el peligro.