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SINOPSIS
Peter Watson, el gran historiador intelectual del siglo XX , nos muestra cómo surgió, y cómo fue desechada por los científicos, la idea de construir un arma nuclear y cómo un pequeño grupo de conspiradores, asentados en el poder, tomó por su cuenta, tal como lo revelan los documentos desclasificados en estos últimos años, la decisión de construir y emplear la bomba atómica, que nadie quería realmente y que no era necesaria, contra lo que se dice, para acabar la segunda guerra mundial. El libro de Watson, escrito con su habitual garra narrativa, no sólo desvela un pasado desconocido sino que ilumina un presente sujeto todavía a la amenaza nuclear.
PETER WATSON
HISTORIA SECRETA
DE LA BOMBA ATÓMICA
Cómo se llegó a construir
un arma que no se necesitaba
Traducción castellana de
Amado Diéguez Rodríguez
CRÍTICA B ARCELONA
Ya en 1941 me di cuenta de que la bomba no solo era factible sino también inevitable.
Sir James Chadwick, el científico británico
más importante del Proyecto Manhattan,
en una entrevista concedida en 1974,
poco tiempo antes de su fallecimiento
Los Aliados ganamos la segunda guerra mundial porque nuestros científicos alemanes eran mejores que sus científicos alemanes.
Sir Ian Jacob, secretario militar
de Winston Churchill
No es fácil pensar en las armas atómicas sin pensar al mismo tiempo en el fin del mundo.
Iósif Stalin
Cuando te encuentras con algo técnicamente factible, sigues adelante. Luego ya entras en debates, pero solo cuando técnicamente el experimento ha dado sus frutos. Eso es lo que ocurrió con la bomba atómica.
J. Robert Oppenheimer, director científico
del laboratorio de Los Álamos
No me vengan con escrúpulos de conciencia. Esa cosa es ciencia física de primerísimo nivel.
Enrico Fermi, responsable de la primera
reacción nuclear en cadena estable
La primera bomba atómica fue un experimento innecesario ... [los científicos] habían inventado un juguete y tenían ganas de probarlo. Por eso lanzaron la bomba.
Almirante William «Bull» Halsey,
comandante en jefe de la Tercera Flota
El descubrimiento del neutrón por Chadwick constituyó, aunque su intención no fuera esa, el primer paso hacia la pérdida de inocencia del hombre en el terreno de la energía nuclear.
Andrew Brown, autor de la biografía
de James Chadwick
Cuando los hombres justos pecan, añaden al mal toda la potencia de su virtud.
Lewis Mumford, parafraseando
el Libro de Ezequiel, XVIII , 24
Prólogo Encubrimiento, o cuando los justos pecan Es posible que en toda la historia de la humanidad ninguna idea haya tenido consecuencias más inmediatas y trascendentales que el célebre descubrimiento de Albert Einstein de que E=mc , esto es, que la materia y la energía son, básicamente, aspectos distintos de un mismo fenómeno. Einstein publicó su teoría de la energía nuclear en mayo de 1905 y la estuvo puliendo y perfeccionando —con ayuda— hasta que en 1917, en mitad de la primera guerra mundial, quedó perfilada del todo. Veintiocho años después —es decir, al cabo de una sola generación—, el 6 y el 9 de agosto de 1945, la destrucción de Hiroshima y Nagasaki con sendas bombas atómicas pondría fin a la segunda guerra mundial.
La historia demuestra que, aunque son muchas las ideas susceptibles de tener consecuencias —el Renacimiento, la Reforma y las revoluciones científica y romántica constituyen buenos ejemplos—, no siempre resulta sencillo calibrar su incidencia en la realidad. ¿Cuál es el origen intelectual de la Revolución Francesa? ¿Por qué la revolución marxista estalló en Rusia cuando el mismo Marx predecía que lo haría en Gran Bretaña? ¿Por qué el modernismo surgió en Francia —si es que en efecto llegó a surgir— antes que en ningún otro país?
Por otra parte, la cronología de la energía atómica, o nuclear, resulta de una precisión asombrosa en el mundo de las ideas. Todo empezó en 1898 con la identificación del electrón, a la que no tardó en seguir, en 1907, el conocimiento de la estructura del átomo. Más tarde, en 1932, los científicos descubrieron el neutrón y de inmediato comprendieron que su existencia sugería la posibilidad de activar una reacción en cadena en el seno mismo del átomo. Las piezas del puzle, pues, encajaron en un espacio de tiempo pasmosamente breve. Ernest Rutherford, director de los laboratorios Cavendish de Cambridge, llamó a esa época «la edad heroica de la física».
En tanto que autor de varios libros sobre la historia de las ideas, este apretado calendario siempre me había fascinado. Cuando empecé a estudiarlo, enseguida tuve claro que, además, la crónica de la investigación atómica tenía una dimensión humana absoluta y singularmente dramática. Porque la edad heroica de la física del período de entreguerras tuvo por protagonista a una reducida élite de no más de una docena de físicos, químicos y matemáticos de diversa procedencia —Gran Bretaña, Alemania, Francia, Estados Unidos, Dinamarca, Italia, Rusia y Japón— que se conocían y relacionaban entre sí porque habían estudiado en un puñado de universidades y otras instituciones europeas —en Berlín, Cambridge, Copenhague y Gotinga—, colaboraban en sus investigaciones, asistían a las mismas conferencias, iban juntos de vacaciones, se invitaban a sus bodas, difundían sus hallazgos en las mismas y escasas publicaciones especializadas, cooperaban o competían en una impresionante diversidad de actividades científicas y gozaban de un reconocimiento general porque muchos habían sido galardonados con el premio Nobel. Se podría decir que las décadas de 1920 y 1930 fueron las más emocionantes y trascendentales no solo de la ciencia física, sino de la ciencia.
Pero aquellos años fueron extraordinarios también por otro motivo no menos trascendental y sí mucho más dramático: el auge del nazismo en Alemania y del fascismo en Italia.
Con el descubrimiento del neutrón el año anterior a la llegada de Hitler al poder en Berlín, algunos científicos fueron conscientes de la posibilidad teórica de liberar la enorme energía encerrada en el núcleo del átomo, pero esperaban, contra toda esperanza, que dicha posibilidad no llegara a hacerse realidad. Y entonces, en las Navidades de 1938 y los primeros días de 1939, a pocos meses de la guerra, cuatro científicos confirmaron desde Alemania que habían logrado dividir —o fisionar— el núcleo del átomo de uranio, el elemento más pesado y más inestable de la tabla periódica. Era un nuevo y aterrador paso en el camino de la posible invención de las armas nucleares.
Un científico alemán, Werner Heisenberg, posiblemente el más brillante de todos ellos —había obtenido el premio Nobel en 1932, con solo treinta y un años—, diría mucho más tarde que si, en 1939, un puñado de físicos se hubieran negado a seguir investigando la posibilidad de fabricar armas nucleares, los políticos no habrían podido seguir adelante y la carrera atómica se habría truncado.
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