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A mi nieto Lucas, cuya grave dolencia me retuvo en Chile algunos meses, reflexionando sobre este ensayo y acerca de las pocas cosas que son verdaderamente importantes en la vida.
D EL CÓMO Y PORQUÉ DE ESTE LIBRO
En realidad, este libro pretende ser un intento de aproximación a la imagen de España en el extranjero o a la historia del estereotipo: entre el español militante y apasionado y el español indolente y decadente, y se desarrolla entre los siglos XV al XXI . Pero mi editora me ha vedado este título. Ni siquiera me lo admite como subtítulo: ¡qué le vamos a hacer! Dicho lo cual y cumplida la pena de titulación, lo que este escrito pretende es lo que acaba de ser enunciado en estas primeras palabras.
En todo caso, el ensayo que sigue a continuación tiene ya su tiempo. Mucho tiempo. La vida académica y profesional («fundacional», sería apropiado decir en mi caso) me ha llevado a dar muchos tumbos fuera de España; a vivir y a trabajar, a veces bastantes años, en otros países. Pero, como tantas ideas de naturaleza intelectual, el «gusanillo» de la curiosidad por el qué dirán «otros» sobre los españoles me lo contagió uno de mis maestros en Inglaterra, Joaquín Romero Maura. Hace casi medio siglo, recibí una cariñosa postal suya desde Washington, donde se reproducía un cuadro de Manet, conservado en la Phillips Collection, y llamado Ballet Espagnol: en realidad, una escena de baile popular español (andaluz), de moda en los escenarios europeos desde 1830. Por eso, el autor de La Rosa de Fuego —libro y espejo por el que nos mirábamos todos los que entonces iniciábamos en Oxford nuestra vida académica— añadió la siguiente apostilla irónica: «¿Para qué viajar, si siempre nos encontramos con lo mismo?». Y aunque, por aquellos años, andaba yo dándole muchas más vueltas a Lewis Namier y a las estructuras de la política clientelar ochocentista que a los arrebatos de William Beckford o Giacomo Casanova por el baile español, casi desde entonces empecé a coleccionar lecturas, notas e ilustraciones sobre el tema de la imagen de España; reiterada, pero distraídamente, y sin sistema ni propósito concreto.
Por fin, años más tarde, entre 1987 y 1989, le di cierta forma académica elemental al tema en unas conferencias que impartí en el Instituto Di Tella de Buenos Aires y en El Colegio de México, y, con algo más de detalle, en unos cursos de doctorado en la Universidad de Valladolid y en el Instituto Universitario Ortega y Gasset. En los años noventa (también del siglo pasado), ensayé una prueba de resistencia, en lógica y coherencia, con una versión inglesa, y un público académico mayormente angloamericano, en las universidades de Notre Dame (Indiana), Rice (Texas), Georgetown, y en la Library of Congress, de donde saqué más dudas estimulantes que respuestas concluyentes. Con ocasión de la Expo de Sevilla del 92, promocioné y dirigí un congreso de varios días y multitud de participantes sobre la imagen de España en el extranjero, que me dejó el vértigo de la diversidad de países, periodos y temas de asunto tan inabarcable. Algo de aquello se rescató hace menos de tres años en una publicación (editorial Fórcola) apoyada por Jaime García Legaz desde la Secretaría de Estado de Comercio (dentro de un ambicioso y, en mi opinión, sugerente programa sobre la imagen de España, que su sucesora en el cargo, naturalmente, se apresuró a cancelar). Y, poco antes, hace cosa de cuatro años, mi discurso de recepción en la Academia de Historia de la Argentina (una versión en castellano de lo que había redactado en inglés para unos cursos en Estados Unidos) me sirvió de pretexto para estructurar algo parecido a la presente «Introducción».
Pero ahí estaba la trampa intelectual. Porque una cosa es un guion, y otra muy distinta desarrollar un ensayo que se tenga en pie; sobre todo, en torno a interpretaciones basadas en estereotipos. Interpretaciones en las que uno no cree, salvo —que no es poco— en la medida que sí lo han creído, desde hace siglos, millones de personas, y lo siguen creyendo todavía hoy día. Representaciones que, por elementales y primitivas que sean, por otra parte y como veremos, han tenido y tienen consecuencias. A mayor complicación, es difícil enhebrar un relato coherente sobre pautas que no respetan el propio paradigma filosófico del que parten: la supuesta realidad «rocosa» (stereós) que caracteriza como único al «tipo» en cuestión, y desde la cual se supone pueden deducirse y predecirse determinados comportamientos. Pero es el caso que la historia de la imagen de España es la historia de una contradicción en la lógica de sus propios términos filosóficos, en la medida que hay dos estereotipos principales y, además, de naturaleza contrapuesta: el español militante (y apasionado), frente al español indolente (decadente y hasta degenerado). A mayor abundancia, los tiempos históricos son muy prolongados, más entrecortados y solapados que puntuales y ordenados, y, para mayor complicación, resultan abrumadores: se trata de caracterizaciones que, como en otros países europeos, nacen en el Renacimiento, pero, en el caso de España, llegan muy peraltadas por la exaltación milenarista que rodea a la «recuperación» de Granada (cuyo profundo impacto internacional no hubiera comprendido sin la asistencia del profesor Ladero Quesada) y a la aventura americana. Por fin, es inevitable —por más que, con frecuencia, resulte un ejercicio un tanto melancólico— contrastar la realidad de las imágenes en relación, a veces, frente, a la realidad de los hechos. Y ese es el exclusivo alcance histórico de este relato; no se busque aquí lo que no se pretende: una historia de España al uso. Dicho lo cual, tampoco se me malinterprete: este no es un alegato ideológico (pro o contra leyendas negras o doradas), sino un ensayo de historia profesional. Así pues, aquí nada se propone; si acaso, se expone: de modo que —y parafraseando a Pierre Chaunu—, las «fobias» y las «filias» solo me interesan como un objeto curioso de psicología social. Como, además, se trata de un relato plagado de contradicciones, pleno de excepciones, y cuyos periodos, aun cuando marcados en su tipología, con frencuencia se solapan en sus tiempos, más que a trabajos de un Cíclope —que también—, a uno le parece estar atrapado en el mito de Sísifo con una roca imposible de remontar.