William Bynum es catedrático emérito de Historia de la Medicina en el University College de Londres. Es autor de numerosos libros entre los que destacan Science and the Practice of Medicine in the Nineteenth Century, Oxford Dictionary of Scientific Quotations y Great Discoveries in Medicine. Vive en Suffolk, Reino Unido.
El ser humano siempre ha hecho ciencia porque desde tiempos remotos ha querido dar sentido al mundo y aprovechar plenamente su potencial. Desde los antiguos filósofos griegos a los científicos de hoy, los hombres y las mujeres han imaginado, examinado, experimentado, calculado, y a veces han hecho descubrimientos tan trascendentales que todos empezaron a entender el mundo –y a sí mismos– de una manera completamente nueva.
Este libro narra un gran relato de aventuras: la historia de la ciencia. Lleva a los lectores desde las primeras civilizaciones que miraban a las estrellas y al suelo hasta los telescopios de hoy en día explorando el espacio y los ordenadores para descifrar los componentes básicos de la vida. Ahonda en la superficie del planeta, traza la evolución de la tabla periódica de los elementos químicos, y nos introduce en la física que explica la electricidad, la gravedad y la estructura de los átomos. Relata la búsqueda científica que dio con la molécula del ADN y abrió inimaginables nuevas vías de exploración.
Una pequeña historia de la ciencia arroja nueva luz sobre la apasionante e impredecible naturaleza de la actividad científica. Cuidadosamente ilustrado y escrito con un estilo directo y accesible, este libro es un tesoro que puede ser compartido por jóvenes y adultos.
Para Álex y Peter
CAPÍTULO 1
Los comienzos
La ciencia es especial. Constituye el mejor modo del que disponemos para conocer cómo funciona el mundo y todo lo que hay en él… lo cual nos incluye a nosotros.
La gente lleva miles de años haciéndose preguntas acerca de lo que ve a su alrededor, y las respuestas que ha obtenido han variado mucho con el tiempo, del mismo modo que la ciencia. La ciencia es dinámica; se construye sobre las ideas y los descubrimientos que una generación transmite a la siguiente, y da pasos de gigante hacia delante cuando se realiza un descubrimiento completamente nuevo. Lo que no ha cambiado nunca es la curiosidad, la imaginación y la inteligencia de aquellos que se dedican a hacer ciencia. Es posible que hoy en día dispongamos de más conocimientos, pero las personas que pensaban en profundidad acerca de su mundo hace tres mil años eran tan inteligentes como nosotros.
Este libro no trata sólo de microscopios y tubos de ensayo, aunque ambos sean los elementos que la mayoría de la gente imagina al pensar en ciencia. Durante la mayor parte de la historia humana, la ciencia se ha utilizado junto con la magia, la religión y la tecnología para tratar de comprender y controlar el mundo. La ciencia puede representar algo tan sencillo como observar la salida del Sol cada mañana, o tan complicado como identificar un nuevo elemento químico. La magia podría consistir en mirar las estrellas para predecir el futuro o tal vez en alguna superstición, como mantenerse apartado del camino de un gato negro. La religión puede llevarte a sacrificar un animal para apaciguar a los dioses o rezar para que la paz se instaure en el mundo. La tecnología está relacionada con los conocimientos para encender un fuego o fabricar un nuevo ordenador.
La ciencia, la magia, la religión y la tecnología fueron utilizadas por las primeras sociedades humanas que se asentaron en los valles de los ríos de India, China y Oriente Medio. Dichos valles eran fértiles, lo que permitía plantar cada año cosechas suficientes para alimentar a una gran comunidad. Esto proporcionó a algunos miembros de estas comunidades tiempo suficiente para concentrarse en un tema, experimentar y experimentar, y convertirse en expertos en él. Los primeros «científicos» (aunque en aquella época no recibieran este nombre) eran, con toda probabilidad, sacerdotes.
Al principio, la tecnología (relacionada con el «hacer») era más importante que la ciencia (relacionada con el «saber»). Antes de cultivar con éxito, confeccionar ropa o cocinar la comida, es necesario saber qué hacer y cómo hacerlo. No hace falta saber por qué algunas bayas son venenosas o algunas plantas comestibles, para aprender a evitar las primeras y plantar las segundas. Tampoco hace falta que exista una razón para que el Sol salga cada mañana y se ponga cada noche, porque es algo que seguirá pasando cada día. Pero los seres humanos no sólo son capaces de aprender cosas acerca del mundo que les rodea, también son curiosos, y es esa curiosidad la que anida en el corazón de la ciencia.
Existe una razón muy sencilla para que sepamos más de las comunidades de Babilonia (el actual Iraq) que de otras civilizaciones antiguas, y es que utilizaban la escritura sobre tablas de arcilla. Miles de estas tablas, escritas hace casi seis mil años, han llegado hasta nuestros días y nos proporcionan información sobre cómo veían su mundo los babilonios. Éstos eran extremadamente organizados y mantenían un cuidadoso registro de las cosechas, las existencias almacenadas y las finanzas. Los sacerdotes dedicaban gran parte de su tiempo a estudiar los hechos y las cifras de la vida en la Antigüedad, y también eran los principales «científicos»: tasaban las tierras, medían las distancias, inspeccionaban el cielo y desarrollaban técnicas para contar. Algunos de sus descubrimientos siguen utilizándose hoy en día. Igual que nosotros, usaban marcas de conteo para llevar cuentas; estas marcas consisten en realizar cuatro palos verticales y cruzarlos en diagonal con un quinto; es posible que las hayas visto en las tiras cómicas donde los presos de una prisión mantienen la cuenta de los días que llevan encarcelados. Y aún más importante: los babilonios fueron quienes establecieron que un minuto tendría sesenta segundos y una hora, sesenta minutos, así como que un ángulo contaría con 360 grados y una semana, con siete días. Es curioso pensar que no existe una razón lógica para ello; podrían haber usado otras cifras. Pero el sistema babilonio fue reproducido en otros lugares y al final ha quedado establecido.
Uno de los puntos fuertes de los babilonios era la astronomía, esto es, la observación del cielo. Después de muchos años empezaron a reconocer patrones en la posición de las estrellas y los planetas por la noche. Creían que la Tierra constituía el centro de todo, y que había poderosas y mágicas conexiones entre nosotros y las estrellas. En tanto la gente creía que la Tierra era el centro del universo, no la consideraba un planeta. Dividieron el cielo nocturno en doce partes y le dieron a cada una un nombre asociado con un determinado grupo (o «constelación») de estrellas. Como si se tratara de un juego celestial de unir los puntos, los babilonios distinguían dibujos de objetos y animales en algunas constelaciones, como pueden ser una balanza o un escorpión. Éste fue el primer zodíaco, la base de la astrología, que se centra en la influencia de las estrellas sobre nosotros. En la antigua Babilonia, la astrología y la astronomía estaban íntimamente ligadas, y eso se perpetuó a lo largo de los siglos. Hoy en día mucha gente sabe bajo qué signo del zodíaco ha nacido (yo soy Tauro, el toro), y lee su horóscopo en el periódico o en las revistas en busca de consejos sobre su vida. Pero la astrología no forma parte de la ciencia moderna.
Los babilonios constituían tan sólo uno de los diversos e influyentes grupos que se extendían por Oriente Medio en la Antigüedad. Los más conocidos serían los egipcios, que se establecieron a lo largo del río Nilo ya en el 3500 a.C. Ninguna civilización anterior o posterior ha estado tan subordinada a un solo elemento natural. Los egipcios dependían del Nilo para su mera existencia: la crecida anual del poderoso río provocaba que las orillas se llenaran de un ciemo muy rico que preparaba la tierra para las cosechas del año siguiente. Egipto es un país extremadamente cálido y seco, lo que ha propiciado que muchas cosas hayan pervivido hasta nuestros días y nos permitan admirarlas y aprender de ellas, como un montón de imaginería y muestras de su escritura pictográfica, llamada jeroglífica. Tras la conquista de Egipto por parte primero de los griegos y después de los romanos, desapareció la capacidad de escribir y leer jeroglíficos, de modo que durante casi dos mil años su significado permaneció oculto. En 1798 un soldado francés encontró una tableta redonda en una pila de escombros de un pequeño pueblo cerca de Rosetta, en el norte de Egipto, que mostraba una proclama escrita en tres lenguajes: jeroglífico, griego y una forma aún más antigua de egipcio llamada demótico. La piedra Rosetta se trasladó a Londres, donde todavía puede contemplarse en el Museo Británico. Constituyó un descubrimiento prodigioso. Los eruditos podían leer el griego y de ese modo traducir los jeroglíficos, lo que permitió descodificar la misteriosa escritura egipcia. A partir de entonces empezamos a entender de verdad las creencias y las prácticas del Antiguo Egipto.