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Félix Ovejero - La deriva reaccionaria de la izquierda

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Félix Ovejero La deriva reaccionaria de la izquierda
  • Libro:
    La deriva reaccionaria de la izquierda
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2018
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La deriva reaccionaria de la izquierda: resumen, descripción y anotación

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Obrar es fácil, pensar es difícil; pero obrar según se piensa es aún más difícil.

GOETHE

El miedo a la verdad conduce al autoengaño.

ERNST TOLLER

CONCLUSIÓN
SEÑALES DE UNA CRISIS

Cuando comenzó la crisis económica, no faltaron quienes proclamaron el fin del capitalismo. No era la primera vez, aunque en esta ocasión no se trataba tan solo de los sospechosos habituales. A su manera, también lo dijeron no pocos conservadores, como Sarkozy con aquello de que «le laissez faire, c’est fini». La cuestión, precisaba el entonces presidente de la República, era nada menos que «refundar el capitalismo sobre bases éticas». Las acusaciones apuntaron tanto al sistema como a sus gestores o, para decirlo con un léxico más aséptico y mejor ajustado, al diseño institucional y al perverso sistema de incentivos. Si el primero había desencadenado unos enormes costurones en el bienestar, el segundo había alentado conductas indecentes y, además, allanado el camino para que unos miserables acumularan fortunas con la codicia y el egoísmo como fuentes de actuación y con la mentira y la temeridad irresponsable como procedimientos.

Ahora sí, se dijeron no pocas gentes de izquierdas, es la nuestra. Y comenzaron a escrutar señales aquí y allá en busca de cambios de tendencia y brotes verdes. Que si Syriza, Podemos, el 15-M u Occupy Wall Street. Cada semana parecía que la revolución era cosa de horas. La realidad no podía desmentir los deseos. Solo confirmarlos. Y deseos había muchos. Basta con recordar la avidez con la que fue recibida la solvente investigación de Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI. Una obra de varios centenares de áridas páginas y hechuras académicas convertida en libro de aeropuerto. Eran tantas las ganas de mayo que bastaron cuatro gotas para anticipar las mayores tormentas.

Pero no, no llegó la hora de la izquierda. Más bien al contrario. Si una tendencia de fondo se puede reconocer en este tiempo es la revitalización de partidos de extrema derecha que, en envases diferentes, apuestan por defender recreadas identidades nacionales como fundamento de las fronteras políticas. Y poco más, aunque no falten algunos, dispuestos a ver dirección y sentido en cualquier esquina de la historia, que encuentran cada mes un Macron. Otro espejismo. Explicable, eso sí. Son tiempos inciertos en los que es fácil dejarse llevar por la natural disposición de nuestro cableado mental a encontrar orden en la historia.

En todo caso, lo que parece poco discutible es que la izquierda ni está ni se la espera. Fotos ha habido muchas, han dado vueltas al mundo y asomado por bastantes portadas; pero, si lo tasamos con las clásicas unidades de medida de la acción colectiva (huelgas generales, movilizaciones sostenidas en el tiempo) o de cristalización política (resultados electorales de partidos con programas anticapitalistas), el saldo está lejos de justificar entusiasmos. Basta con comparar nuestro presente con cualquier década del pasado siglo (corto, en la acepción de Hobsbawm), el que arrancó con los potentes partidos socialdemócratas centroeuropeos y la Revolución rusa y remató con partidos comunistas crecidos en torno a aquel vaporoso concepto de eurocomunismo y al programa común de la izquierda francesa. Había multitudes y había proyectos nada tibios. Proyectos políticos que hoy no defiende ni la izquierda más radical conseguían el aval de mayorías políticas.

¿Cómo es posible que la peor crisis del capitalismo sea también la crisis de la izquierda? O formulado con otra pregunta: ¿por qué la izquierda ha ido extinguiéndose como proyecto político capaz de interesar a los ciudadanos? Las respuestas, naturalmente, no faltan. Algunas apelan a circunstancias históricas de largo recorrido, aunque bien precisas, en particular a la caída del muro y la crisis del socialismo real. Es posible, aunque esa tesis se enfrente a la indiscutible evidencia de la irrelevancia política de los partidos que simpatizaban con aquel modelo de socialismo. La izquierda que triunfaba poco tenía que ver con el socialismo real y, en ese sentido, es difícil relacionar la crisis de la primera con la crisis del segundo. Salvo tal vez para los Cambridge Five, el socialismo real, para bien o para mal, ya estaba amortizado hacía tiempo cuando cayó el muro.

No es cosa, a las alturas de la conclusión, de abordar las razones de la crisis. Aunque sí cabe establecer algunas conjeturas sobre sus territorios, sobre las explicaciones posibles. Inevitablemente, todas ellas se perfilan en el perímetro enmarcado por la voluntad y la realidad, por cambios en los actores y cambios en el mundo. Unas apelan a la responsabilidad de los actores (los partidos, sus principios, proyectos o programas) y otras a los escenarios (cambios sociales, marcos políticos institucionales, nuevas tecnologías). No caben más opciones, aunque se pueda poner el acento en unas cosas u otras, como, por cierto, asumía implícitamente el propio Marx el 14 de abril de 1856, cuando sostenía, a cuenta de 1848, que «el vapor, la electricidad y el telar mecánico eran unos revolucionarios mucho más peligrosos que los ciudadanos Barbès, Raspail y Blanqui». Sin ánimo de exhaustividad, vale la pena mencionar algunas de las explicaciones más comunes y, siquiera brevemente, sopesarlas. En buena medida, se recuperan las consideraciones con las que comenzó este libro.

I. Los principios. La tesis, recurrente en los medios de comunicación, se puede resumir en la siguiente fórmula: «Nuevos tiempos requieren nuevos valores». No es raro que esta preceda a argumentaciones que reclaman la sustitución de los principios acuñados en la Ilustración y las revoluciones democráticas por otros comunes en las sociedades precapitalistas, muy apreciados por tradiciones románticas o directamente antiilustradas y reaccionarias. Según este punto de vista, los partidos deberían abandonar los clásicos ideales, los resumidos en los primeros capítulos, cuando se cartografió la identidad socialista, para abrazar retóricas multiculturales, nacionalistas o identitarias.

Las dificultades de la tesis son de principio. Por dos razones, al menos. La primera, porque la idea de revisar los principios, en un partido, resulta absurda. Los principios identifican a un partido y, como tales, resultan inmodificables sin que el partido cambie, sin que sea otro partido. Es como ir a jugar al fútbol y decir: «Sí, pero ahora cogeremos el balón con la mano». La segunda, y más en general, porque la idea de caducidad de los valores carece de sentido. Nuestras teorías empíricas y hasta nuestras tecnologías, de distinta manera, caducan. Pero la igualdad entre los ciudadanos no es el telégrafo ni la teoría geocéntrica. Ningún cambio en el mundo ni en nuestra información sobre cómo es este nos llevará a abandonar la defensa de la igualdad. Si acaso, los cambios en dicho mundo nos llevarán a modificar el modo de aplicar el principio y defender su prioridad sobre cualquier otro principio.

2. La institucionalización. Como se dijo en las páginas introductorias, en una política racional las propuestas institucionales son el resultado de traducir los principios en una realidad particular. Sobre la base de ciertos conocimientos (empíricos) de esa realidad y (teóricos) de las instituciones y los principios, hacemos propuestas para cambiar las cosas. Si las personas son egoístas, diseñamos sistemas de incentivos o de competencia; si los recursos son escasos, procuramos atender a (igualar) las necesidades básicas antes que a la satisfacción de los deseos; si nuestras teorías nos muestran problemas informativos (de coordinación, de asimetrías, de competencia cognitiva, de racionalidad), optamos por instituciones (de control, competencia, transparencia) que aseguren la buena realización de los principios; si conocemos la existencia de sesgos cognitivos que impiden las elecciones en las mejores condiciones, configuramos los escenarios de elección de tal modo que se muestren especialmente sensibles a las preferencias reales de los agentes (a aquello que estos preferirían con mejor información o que realmente quieren pero que, por las distorsiones de los propios escenarios, no pueden elegir). En estos terrenos, se impone antes que nada abandonar los pseudodiagnósticos que ofician como conjuros (

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