Rafael Gonzalez - El sueño de Espartaco
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- Libro:El sueño de Espartaco
- Autor:
- Editor:RGG
- Genre:
- Año:2015
- Índice:4 / 5
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El sueño de Espartaco: resumen, descripción y anotación
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EL SUEÑO
DE ESPARTACO
Rafael. G. González
Ilustraciones del autor
Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente,
sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados.
© Rafael G. González
E-mail: leojover@hotmail.com
1ª Edición. 2015 España
Todo lo que vemos y representa a
nuestros ojos, no es más que un sueño
dentro de otro sueño .
E. A. Poe
ÍNDICE
A MODO DE INTRODUCCIÓN
Cierto día, Blas Santorio se despertó preso de un angustioso sueño. Aturdido aún por el recuerdo de la pesadilla reciente, incorporó pesadamente su obesa complexión y la reclinó sobre el cabecero de la cama. El sudor le caía por la frente y la sobaquina en forma de gotas resbaladizas. Sin apenas dar tiempo a que los pensamientos se reorganizasen en su cerebro intentó reconstruir el sueño complejo y fantasmagórico que lo había traumatizado.
Tras vanos escarceos por su memoria sólo logra, sin embargo, recordar confusamente escasos fragmentos del sueño. Recuerda cosas y acontecimientos envueltos en espesa bruma y personas sin rostro reconocible que pululan por él como seres reales que jamás conoció en este mundo; pero lo que más le impresiona es la certidumbre de haber creído en la realidad de un sueño tan macabro.
Son éstos episodios que pugnan estérilmente por permanecer vivos en su memoria. Recuerda vagamente haber presenciado la duplicidad de dos personas longevas, en la más decrépita de las senectudes, luchar para no caer rodando por un terraplén de sedimentos tan oscuros como el carbón. En el fondo yacen dos lápidas con sendas fechas: Año 1889 y año 1989. En el ímpetu de la lucha ambos caen por el terraplén. Uno se deshace en su caída como pura mantequilla, en tanto el otro es rescatado in extremis por Blas sin comprender muy bien el por qué de su intromisión.
Sabe que esa persona a la que ha rescatado tiene por lo menos cien años y, debido a su longevidad, pocas esperanzas de vida. No obstante, Blas se arriesga aún sabiendo que su esfuerzo y la pericia temeraria empleada en el rescate son a todas luces incongruentes. ¿Qué lo mueve a ese altruismo misántropo? Nada concreto que pueda detectar como un sentimiento humanitario. Blas Santorio está desorientado. Nunca se consideró un bienhechor hacia sus congéneres: antes al contrario, ya que su desconfianza hacia la sociedad de los hombres, marcaban su carácter ostensiblemente.
Surge en su memoria una cábala de números infundados y dispares. Fechas sin un aparente por qué. Números esculpidos sobre piedras de lápidas abandonadas a su suerte en un campo devastado y estéril.
En un principio Blas intentó clasificar las fechas, pero no les encontró correlación ninguna, salvo la coincidencia entre la edad del ser decrépito que había rescatado y la distancia entre años esculpidos en las lápidas. Indagó más sobre ellas y descubrió que en su sueño había más fechas y, sorpresivamente, cree dar con el misterio de los números tétricos: 1957–1973–1989. En principio no le dicen nada. Son números surgidos al azar como sucedería en una máquina tragaperras; pero algo misterioso les une que Blas acaba de descubrir con el sobresalto y la perplejidad de quién descifra un misterio incontestable y oculto al entendimiento humano. Blas asocia los números con fechas que dicen mucho con acontecimientos traumáticos acontecidos en su vida pasada y coinciden. Incluso las fechas y su distanciamiento entre sí parecen llevarle al número dieciséis. Ese era el número de años que distanciaba los acontecimientos más relevantes de su vida y que de alguna manera lo habían marcado.
Corrían el año 1989 y era un verano excesivamente caluroso. Intuía que algo importante y decisivo iba a pasar en su vida que la cambiaría como ocurrió en 1957 fecha en la que, con tres años, una voz misteriosa le susurró cosas ininteligibles; y en 1973 fecha en la que su padre cayó fulminado por una apoplejía. Desde entonces, desde la repentina muerte de su padre, nada había sido igual para él. Con su padre vivo, tal vez otro gallo hubiera cantado. Su vida no hubiera seguido el camino de la desidia y el abandono y su madre no hubiera hecho de él un pelele con quién suplir su propia soledad. Porque era así. Blas echó mano de su billetera de bolsillo (cartera peculiar donde sólo guardaba curiosidades y papeles con reseñas filosóficas) y sacó de ella una esquela mortuoria:
ESQUELA MORTUORIA
+
ROGAD A DIOS EN CARIDAD
POR EL ALMA DE
LUIS SANTORIO SAHUQUILLO
REQUIESCAT IN PACE
EL 24 DE MARZO DE 1973,
A LA EDAD DE 58 AÑOS.
______(E.P.D)______
RECUÉRDENLO EN SUS ORACIONES
Estaba en lo cierto. En esas fechas algo murió en su vida también, pues cambió el sino de su destino y ya nunca fue el que había sido. A partir de la primera fecha ya nunca más creyó en el amor. Después de la segunda nunca más creyó en la justicia divina; y ahora ¿qué le deparaba el díscolo y caprichoso destino que le avisaba en su sueño de una nueva renuncia?
Blas rumió perplejo ese pensamiento, inmóvil, recostado sobre el cabecero de su cama y sorprendido de ser poseedor de tamaña clarividencia. No podía evitar rememorar su pasado más reciente. Se preguntaba si la vida realmente no es más que un sueño; si morir es despertar; si uno es el actor de su propia obra y si así es, ¿por qué no habría él de poder cambiar el guión?
Después de todo su vida hasta ahora no era lo que se dice una vida en jauja; ni bonita ni plácida. Un banco en el parque, junto al cementerio, era todo su presente. La tierra de la avenida del parque reverberaba como una sábana derritiéndose al sol del mediodía cuando él paseaba sus 130 kilos de masa corporal a la curiosidad de los paseantes. ¿Qué ocupación mejor podía tener un hombre apuntado inútilmente en las listas del INEM en espera de empleo, que la de visitar periódicamente la tumba de su padre y hacerle así compañía? Por lo demás, resultaba harto improbable que nadie quisiera emplear a un tipo como Blas, adiposo y que a duras penas podía moverse con la mínima agilidad que todo trabajo requiere.
Cuando la empresa en la que Blas prestaba sus servicios quebró y, consecuentemente, Blas fue despedido –de ese suceso había transcurrido curiosamente dieciséis cabalísticos años como en su sueño– a él le dio por agrandar desmesuradamente su complexión física. Atiborró su estómago con litronas de cerveza y tostadas untadas con mantequilla, sentado en su banco favorito del parque, resguardado por las sombras de los cipreses del cementerio junto a la tapia del parque. Absorto en el rutinario soliloquio frente al nicho pintado de cal blanca donde moraba su difunto padre, Blas caía en espejismos absorbentes. Confundía la sombra alargada de los cipreses con hileras de soldados uniformados, centinelas que impasibles custodiaban la lápida deslumbrante donde los efluvios danzaban por las inmediaciones del camposanto, mezclados con el perfume penetrante de las flores mortuorias.
Blas, todavía recostado en su cama, hacía un esfuerzo por rememorar esos olores tan peculiares. Olores que olfateaba en su mente —como si su mente realmente poseyera olfato— en un intento de atrapar la memoria. Una amalgama de olores lo transportó a su pasado. Olores a vainilla y crisantemos. Esos olores volátiles le producían cosquilla en las vibrisas de la nariz y le estimulaban el imperecedero apetito.
Pasaba los días intentando filtrar una angustia que se parecía mucho a la misma angustia existencial. Una angustia que se apropiaba impunemente de su vida. El día inmediatamente posterior a su sueño él había mirado con cierto fastidio el circular irritante de las bicicletas muy cerca de su banco; el transcurrir de la mañana idéntica a un cromo repetido. Había dado el último trago a una botella de cerveza —una litrona de color ámbar— y se había despedido del banco propiciándole una caricia imperceptible.
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