Luis González y González - Todo es historia
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- Libro:Todo es historia
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1989
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Título original: Todo es historia
Luis González y González, 1989
Editor digital: IbnKhaldun
ePub base r1.1
E l deseo de saber historia es universal en un doble sentido: asalta a los seres humanos en algunos instantes de su vida, máxime en los postreros, y las acciones humanas pretéritas, principalmente las atribuidas a los poderosos, atraen la curiosidad de los vivos. El ansia de conocer toda clase de fechorías de nuestros antepasados suele ser la obsesión mayúscula de quienes profesan la obligación de escribir historias para la gente menuda cautiva en las aulas escolares, para los adultos necesitados de apuntalar su amor a la patria, para las víctimas de ciertas tradiciones, para los simples curiosos y para los científicos sociales. La avidez de sabiduría histórica por parte de alguien que escribe sucedidos desde los veintiún años al través de cuarenta y dos, está en el origen de esta ensalada de historias, extraídas por Antonio Saborit de un caos de artículos. Ninguno es de provecho para infantes y adolescentes; dos o tres quizá sirvan para vigorizar el patriotismo; otros tantos tal vez sean útiles para los filósofos y los humanistas, y ojalá la mayoría guste a los lectores sin adjetivos, a quienes leen desinteresadamente.
Los trece ensayos que engordan el tomo se distinguen por edad, meta, método y vestidura. Aunque son hermanos, el más viejo, “El optimismo inspirador de la independencia” cumple en 1989 cuarenta y un años de haberse impreso por primera vez y el menor, que lleva el rótulo de “Las tradiciones se despiden”, va para los tres años. Once no alcanzan aún la mayoría de edad. Unos aparecieron en las obras colectivas Historia ¿para qué?; La economía mexicana en la época de Juárez, y De historia e historiadores; otros, en mis libros de retazos anteriores a éste, y los demás en las revistas Nexos y Vuelta. Ninguno es novedad y algunos se han publicado repetidas veces más que por solicitud de los lectores por la urgencia del autor de surtir pedidos con ensayos éditos a falta de inéditos.
Mientras algunos colegas sabían desde niños lo que iban a ser de grandes y se casaron muy jóvenes con una línea de asuntos históricos, otros no hemos podido sentar cabeza. La presente compilación es un testimonio de la mala costumbre, muy de guerrillero que no de soldado de uniforme, de caer en un punto y salirse de él entre más pronto mejor, de andar a salto de mata y no avecindarse en ningún sitio. Este volumen me delata como guerrillero. Con todo, lo incluido en él cabe agruparlo en dos filas. Una la forman los ensayos sobre el quehacer del historiador y la otra los artículos sobre temas a veces vírgenes y a veces muy manoseados, ya de sabiduría pura, ya celebratorios o críticos, pero siempre de historia de la nación mexicana.
En el principio de la mayoría de estos retazos hubo un empujón. De mis ganas de saber historias sólo nacieron las “Nueve aventuras de la bibliografía mexicana”, “El optimismo inspirador de la independencia”, “Teoría de la microhistoria” y “Municipio en vilo”. Alejandra Moreno Toscano me empuja a escribir sobre “La múltiple utilización de la historia”. En 1972, el entonces secretario de Industria y Comercio me pide que contribuya con una panorámica de “La era de Juárez” a la conmemoración del primer centenario de la muerte del Benemérito de las Américas. “Los treinta y tres padres de la patria” fue una de las obligadas contribuciones anuales para celebrar el alzamiento en piedras y palos del señor cura de Dolores. Don Wigberto Jiménez Moreno, a solicitud de un precandidato a la presidencia de la República, me propuso que hiciéramos la lista razonada de los pelotones generacionales de México, y me asignó como tarea: esbozar las generaciones que se sucedieron en la cúspide del país de la Reforma a la Revolución. El jefe de la campaña electoral para la presidencia de la República de Miguel de la Madrid me invita en 1981 para exponer ante el candidato la trayectoria de nuestra cultura nacional desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, en ocho minutos. De tal proeza proviene, después de inflarlo, “El linaje de la cultura mexicana”. El último artículo es respuesta a una de las periódicas preguntas que tiene por costumbre hacer el director de Nexos.
Hundirse en la erudición hasta llegar al fondo de los manuscritos olvidados y polvorientos y de las piedras que hablan es un deporte difícil que permite el rescate de argumentos novedosos y de fama a los buzos de la historia. Desgraciadamente ninguno de estos ensayos surge de fondos archivísticos. Casi sin excepción provienen del trato con impresos, de andar y oír y de la loca de la casa. La mayoría tuvo, en alguna de sus publicaciones anteriores, una espesa pelambre de referencias bibliográficas. Todos se investigaron a ciencia y conciencia. Nunca dejé de inquirir si mis fuentes habían sufrido alteración, si eran del tiempo y el lugar que decían ser, si sus autores eran competentes y veraces y hasta dónde podía comprenderlas, y por lo mismo, usarlas.
Aunque me gusta más ser narrador que intérprete de las acciones humanas del pasado, procuro, por deformación profesional, explicar los hechos referidos mediante el análisis de sus antecedentes y las intenciones de sus protagonistas. Le dejo al lector la tarea de interpretar los sucesos por leyes y por causas materiales. Aunque procuro disponer la materia histórica en orden cronológico, muchas veces caigo en narraciones de figura dialéctica o axiomática. Nunca me he puesto a diseñar un molde que caracterice este taller donde siempre ha habido un único operario. Mis moldes tratan de adecuarse a los argumentos de mis novelas verídicas.
Estas páginas, obvio es decirlo, son ajenas a la literatura, pese al deseo del autor de escribir para solaz de los lectores. Los literatos vienen al mundo con la torta de cualquier recién nacido y además con la pluma de escribir entre los dedos. Los asistentes a mi debut vital me contaron que sólo traía la torta. Si mi estilo es crudo y sin matices es así por razones naturales, que no por sinceridad y simplificación voluntarias. Pero ahora que me acuerdo, el que diga cómo escojo temas, de qué manera hurgo entre los papeles y mis hábitos de escribir, no tienen interés alguno para nadie. Es de suponerse que me he puesto a contar tamañas fruslerías con la única mira de construir un prólogo de longitud honorable.
Sobra lo dicho, pero sí es necesaria una nota última para agradecer al viejo amigo Héctor Aguilar Camín el que haya abierto el portón de Cal y Arena, al nuevo amigo Antonio Saborit por haberse echado a cuestas la lata de escoger y corregir este manojo de textos, a mi peluquera literaria Armida y a la mecanizadora de mis manuscritos desde el ayer de la máquina de escribir hasta el presente de la computadora, Aurora del Río de Valdivia.
San José de Gracia, marzo de 1989.
C uando iniciaba la carrera de historia en El Colegio de México parientes y amigos me preguntaban ¿para qué sirve lo que estudias? Como yo no sabía contestar para qué servía una de las profesiones más viejas y hermosas del mundo, pues la había escogido por mera afición al cuento o discurso histórico, sondeaba a mis ilustres profesores sobre la utilidad de estudiar “lo que fue” para la vida comunitaria de hoy. El maestro Ramón Iglesias decía: “No creo que el historiador pueda jugar un papel decisivo en la vida social, pero sí un papel importante. La historia no es puramente un objeto de lujo”. Recuerdo vagamente que al doctor Silvio Zavala no le caía bien la pregunta aunque siempre la contestaba con la fórmula de Dilthey: “sólo la historia puede decir lo que el hombre sea”. Historia=Antropología. El maestro José Miranda sentenció en uno de sus arranques de escepticismo: “El conocimiento histórico no sirve para resolver los problemas del presente; no nos inmuniza contra las atrocidades del pasado; no enseña nada; no evita nada; desde el punto de vista práctico vale un comino”. Para él la historia era un conocimiento legítimo e inútil igual que para don Silvio.
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