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Luis González González - Todo lo que debe saber sobre el Antiguo Egipto

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Luis González González Todo lo que debe saber sobre el Antiguo Egipto

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Agradecimientos

Las primeras páginas de un libro siempre suelen estar destinadas a los elogios que el autor hace a todos aquellos que le han prestado su ayuda, por mínima que esta sea. Puede sonar a tópico, pero es la pura verdad. Detrás de estas páginas están muchos buenos amigos que las han hecho posibles. Sin el apoyo y la ayuda de estos compañeros de armas, jamás habría podido llevar a cabo este proyecto. A mi querido amigo Carlos Fernández, por todo su apoyo y sus grandes ideas. A Francisco y a Teresa, del Instituto de Estudios del Antiguo Egipto, por haber contestado pacientemente a todas mis preguntas y no haber sucumbido en el intento. Al fotógrafo canadiense Keith Schengili-Roberts, por las buenas confidencias de todos sus viajes y porque amablemente me cedió algunas de sus mejores fotografías. A Nacho Ares, buen amigo y el mejor maestro que jamás habría podido tener, que me ha permitido aprender al amparo de su infinito talento, un auténtico compañero, el cual no sólo me ha cedido la gran mayoría de las fotografías expuestas en la obra, sino que en estos últimos meses me ha sufrido pacientemente y me ha ayudado muchísimo en los momentos en los que el desánimo hacía aparición. A todos aquellos que me han prestado su colaboración, gracias eternas.

No puedo olvidarme de tres personajes que han marcado profundamente mi vida, que me enseñaron cosas muy importantes y me hicieron descubrir un mundo excitante y maravilloso. Un trío de ases que cambió mi vida para siempre: Juan Antonio Cebrián, Jesús Callejo y Carlos Canales, gracias.

Prólogo

Historia y egiptomanía

La primera vez que fui a Egipto acababa de cumplir veintiún años. Viajaba solo y me adentré en la aventura que desde hacía años había soñado. Cuando con apenas trece me había picado la oca de Amón leyendo el libro de C. W. Ceram Dioses, tumbas y sabios, que me inoculó el veneno para siempre, comenzó para mí una suerte de camino vital que con el paso del tiempo se ha convertido en una forma de vida. Todo lo que gira a mi alrededor se vincula con el mundo de la egiptología. Mis libros, mis trabajos de investigación e incluso esos pequeños detalles decorativos que ilustran la biblioteca de mi casa, absolutamente todo, está relacionado con el antiguo Egipto.

Tampoco me confieso un obsesionado por ello. Los que me conocen saben que no hay cosa que más odie que, fuera de los circuitos convencionales, alguien me pregunte por cuestiones de Egipto en mi vida social.

La egiptomanía, tal y como la entendemos en la actualidad, que en mi caso no tiene, ni mucho menos, un ejemplo claro, es el entusiasmo que siente una persona por todo aquello relacionado con el mundo de los faraones. En su vertiente más moderna, nace casi a la par que la expedición de Napoleón al Valle del Nilo en 1798, cuando los sabios que lo acompañaban trajeron en sus barcos un acopio de datos imborrable que fue capaz de hacer olvidar la terrible derrota contra los ingleses.

En realidad esa egiptomanía siempre ha estado presente en la historia de Occidente. No creo que se haya perdido el recuerdo de esa cultura ancestral que desarrolló a lo largo de casi tres mil años una etapa de nuestro pasado, quizá, de las más brillantes. Tanto a finales de la Antigüedad con Roma como en la Edad Media, en el Renacimiento y, por supuesto, en los últimos siglos de nuestra historia más cercana, Egipto siempre ha tenido una presencia muy clara que justifica que de alguna forma esa egiptomanía siempre haya estado en boca de todos desde hace casi cinco mil años. Porque ya cuando se unificó el país hacia el 3000 antes de nuestra era de la mano de un faraón misterioso, llamado Menes o Narmer —todavía no está claro—, la fascinación, admiración, respeto, desconcierto e incluso miedo que generaba Egipto en sus vecinos han sido algunos de los ingredientes que han acompañado su historia desde una fecha tan antigua.

Y es que Egipto es todo y nada al mismo tiempo. El reflejo de su cultura en nuestra sociedad es tan impresionante que en ocasiones me sorprendo de hasta qué punto ha marcado la huella de su glorioso pasado en nuestro entorno. Nadie hace comentarios de los emperadores romanos, más cercanos a nosotros en el tiempo e incluso con un vínculo quizá más directo. Sin embargo, Nefertiti, Ramsés o el inefable Tut-Anj-Amón son personajes que se han colado en nuestras casas, en nuestra vida, como uno más de la familia.

La pregunta es: ¿pero quiénes fueron? Es cierto que el conocimiento de la historia de Egipto es relativamente pobre, si bien nadie puede negar que sus protagonistas, como los que acabo de mencionar, son muy populares.

Hace poco tiempo, participando en un programa de radio en Burgos, pregunté a un joven del público si sabría decirme algún dato histórico del Cid Campeador, ídolo y estandarte de la ciudad y la historia de la región. Pues bien, el muchacho no supo dónde meterse, ignorante de cualquier dato que le pudiera sacar del apuro.

No voy a hablar aquí del problema que tenemos en nuestra educación en materia de humanidades (y de tantas otras cosas). Pero para eso están los libros. A mí me da igual que un profesor enseñe la historia de este u otro pueblo en clase, o que se incluya Egipto en los programas de enseñanza. Lo realmente importante es que a esos jóvenes se les inocule la inquietud suficiente para sentir curiosidad y leer. Ahí está la clave. Y este libro es una de esas fuentes que puede ayudar, seguro que lo hará, a conocer la historia de la cultura faraónica desde sus comienzos hasta la llegada de Roma.

Los sucesos acaecidos en Egipto durante casi tres mil años, muchos de ellos apasionantes, no son fáciles de resumir y sobre todo de presentar de una forma clara y atractiva. Pero Luis González lo ha conseguido. Dejándose llevar en su justa medida por el entusiasmo que acompaña a todo enamorado de Egipto, nos propone un viaje en el que vamos a aprender por qué un pueblo, aparentemente primitivo, que vivía en un espacio geográfico yermo, supo resurgir como el ave Fénix de sus cenizas para construir uno de los mayores imperios de la Antigüedad, cuya huella, fuertemente grabada en el suelo de nuestro pasado, continúa lanzando ecos, aunque ya sean casi dos mil años los que nos separan de su último aliento de vida.

Nacho Ares,

13 de noviembre de 2010

Capítulo I

Los albores de la civilización
LOS PRIMEROS PASOS

Cualquiera que haya visto una sola vez la Gran Pirámide no cesa de asombrarse ante esa magnificencia que fue levantada por el hombre, tal vez, en pro de un servicio divino. Si se hace una rápida panorámica a los monumentos que erigieron los faraones de la IV y V Dinastía, es inevitable preguntarse: ¿cómo y por qué? ¿Cómo consiguieron los faraones de la IV Dinastía tanta destreza en sus obras si la civilización egipcia tan sólo tenía quinientos años de vida? Pero antes de esta Edad de Oro Egipto ya era sin duda una tierra muy antigua, lugar de reposo divino donde los dioses habían materializado sus caprichos. Egipto es una tierra tan vieja que ya en los años del Imperio Romano era antiquísima. Su última reina, Cleopatra VII, murió con treinta y nueve años, dejando atrás su amado Doble País, que ya contaba con más de tres mil años de vida y desarrollo.

El viento del norte ha ido transportando las leyendas de orilla en orilla, de aldea en aldea y de nomo en nomo. Y contaban los más antiguos del lugar que cuando el Valle del Nilo terminó de excavarse y las primeras pisadas humanas arribaron más allá de las fronteras del desierto, surgieron unas migraciones de nómadas que entraron en Egipto desde dos puntos fundamentales: el norte y el sur. A estos dos puntos se los llamó elBajo País y el Alto País respectivamente. Estos términos acompañarán a Egipto desde que el hombre habitó en sus tierras. El país se dividió en nomos, gobernados por un personaje llamado

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