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Lucy Hughes-Hallett - El gran depredador

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Lucy Hughes-Hallett El gran depredador

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DAnnunzio retrato pintado por su amante Romaine Brooks en 1910 I ECCE - photo 8

D’Annunzio, retrato pintado por su amante,

Romaine Brooks, en 1910.

I
ECCE HOMO
El gran depredador En septiembre de 1919 Gabriele DAnnunzio poeta aviador - photo 9
El gran depredador

En septiembre de 1919 Gabriele D’Annunzio, poeta, aviador, nacionalista, demagogo y héroe de guerra, asumió el liderato de 186 amotinados del ejército italiano. Al volante de un Fiat rojo intenso tan cargado de flores que algún observador pensó que era un coche fúnebre (a D’Annunzio le encantaban las flores) los dirigió en una marcha por la ciudad portuaria de Fiume, en Croacia, parte del extinto Imperio Austrohúngaro, sobre cuyo desmembramiento estaban deliberando en París los despiadados dirigentes aliados. Un ejército que representaba a los Aliados se interpuso en su camino. Las órdenes del Alto Mando aliado estaban claras: parar a D’Annunzio, disparándole a muerte si era necesario. Pero aquel ejército era italiano, y una gran parte de sus miembros simpatizaba con lo que estaba haciendo D’Annunzio. Uno tras otro los oficiales empezaron a desoír las instrucciones recibidas. Según dijo después D’Annunzio a un periodista, resultaba casi cómica la forma en que las tropas regulares iban retirándose, o desertando, para seguir su estela.

Cuando llegó a Fiume el número de los que le seguían ascendía a unos dos mil. Le dieron la bienvenida multitudes eufóricas que habían estado toda la noche en vela, esperándole. Un oficial, a su paso por la plaza Mayor a primera hora de la mañana, la encontró llena de mujeres en traje de noche y con un arma en la mano, una imagen que capta a la perfección la naturaleza de aquel lugar —una mezcla de fiesta fantasmagórica y campo de batalla— durante los quince meses que D’Annunzio dirigió Fiume como Duce y dictador, desafiando a las potencias aliadas.

Gabriele D’Annunzio era un hombre de opiniones políticas apasionadas, aunque no muy coherentes. Era el más grande de los poetas italianos —tanto en su propia consideración como en la de muchos otros— desde Dante. Era «il Vate», el bardo nacional. Era el portavoz del movimiento irredentista, cuyos seguidores aspiraban a recuperar aquellos territorios que una vez habían sido italianos, o eso decían, y que habían quedado irredenti (sin recuperar) cuando los italianos se liberaron de la dominación extranjera del siglo anterior. Su objetivo —de todos conocido— al entrar en Fiume había sido convertir aquel lugar, con una importante población italiana, en parte de Italia. A los pocos días de su llegada ya había quedado patente que su objetivo no era realista, pero antes que admitir la derrota D’Annunzio decidió ampliar su visión de lo que podía lograr en aquel pequeño feudo. No se trataba solo de un trozo de territorio que se disputaban unos cuantos: D’Annunzio decidió que iba a establecer allí una ciudad-estado modelo, tan innovadora desde el punto de vista político y tan brillante culturalmente que todo el mundo, apagado y agotado por la guerra, se quedaría atónito al contemplarla. Definió a Fiume como un «faro que luce en medio de un océano de abyección». Era un fuego sagrado cuyo chisporroteo, al volar al viento, encendería el mundo. Era la «Ciudad del Holocausto».

Aquel lugar se transformó en un laboratorio político. Socialistas, anarquistas, sindicalistas, y algunos que a principios de aquel mismo año habían comenzado a definirse como fascistas, se congregaron allí. Llegaron representantes del Sinn Féin y de todos los grupos nacionalistas desde la India hasta Egipto, discretamente seguidos por agentes británicos. Luego había otros cuyo reino no era de este mundo: la Unión de Espíritus Libres que Tienden a la Perfección, que se reunían bajo una higuera en el casco viejo de la ciudad para hablar del amor libre y de la abolición del dinero; y el YOGA, una especie de club político cum banda callejera descrito por uno de sus miembros como «una isla de bendición en el mar infinito de la historia».

El Fiume de D’Annunzio era una especie de País de Cucaña, un espacio al margen de la legitimidad donde no se aplicaban las reglas consideradas normales. Era también un País de Cocaína, que se llevaba con mucho estilo en el bolsillo del chaleco, metida en una cajita dorada. Desertores y veteranos de guerra sedientos de adrenalina buscaron allí un refugio contra la monotonía de la depresión económica y el tedio de la paz. Les siguieron traficantes de droga y prostitutas —cuenta un visitante que nunca había conocido servicios sexuales tan baratos— y también aristócratas diletantes, jóvenes desbocados, poetas y amantes de la poesía de todo el mundo occidental. En 1919 Fiume era un imán que atraía a una confraternidad internacional de idealistas descontentos, como lo sería Haight-Ashbury en San Francisco, en 1968. Pero, a diferencia de los hippies, los seguidores de D’Annunzio pretendían hacer la guerra, además del amor. Constituían una mezcla explosiva. Todos los departamentos de Asuntos Exteriores europeos enviaron agentes a Fiume, ansiosos de enterarse de en qué andaba D’Annunzio. Los periodistas abarrotaban los hoteles.

D’Annunzio ya era un novelista de renombre, un poeta venerado y un dramaturgo a cuyos estrenos asistía la realeza y en los que siempre había disturbios. Ahora clamaba que en Fiume estaba creando una obra de arte cuyo material eran las vidas humanas. La vida pública de Fiume era una representación ininterrumpida de teatro callejero. Un observador la comparó con un eterno Catorce de Julio: «canciones, bailes, cohetes, fuegos artificiales, discursos. ¡Y elocuencia, elocuencia, elocuencia!».

Cuando la ocupación de Fiume tocó a su fin, el sueño de D’Annunzio de una sociedad ideal había degenerado en una pesadilla de conflictos étnicos y rituales violentos. Durante más de un año a ninguna de las grandes potencias le convenía dar el primer paso para expulsarle de allí, pero cuando en cierta ocasión llegó al puerto un barco de guerra italiano y bombardeó su cuartel general, D’Annunzio capituló tras cinco días de resistencia. Sin embargo, mientras duró su mandato, Fiume fue justamente lo que él había querido que fuera: el escenario de una obra teatral extraordinaria y viva, con una audiencia a escala mundial y un reparto de miles de actores representando una obra en la que se anunciaban algunos de los temas más oscuros del próximo medio siglo.

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