Kathryn Hughes - La Carta
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La Carta: resumen, descripción y anotación
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Una mujer cuyo pasado permanece oculto, otra cuyo futuro depende de él.
Tina Craig sueña con dejar a un marido violento que la maltrata. Para eso, trabaja todo lo que puede con el fin de ahorrar el dinero suficiente que le permita hacerlo, además de colaborar en una tienda solidaria con tal de irse de casa. Y un día, repasando los bolsillos de un abrigo de segunda mano, encuentra una vieja carta, una misiva que nunca ha sido abierta y que jamás fue echada al correo, pues no está franqueada. Tina la abre y la lee, y esa decisión alterará, para siempre, el curso de su vida.
Billy Stirling sabe que ha sido un idiota, pero tiene la esperanza de arreglar las cosas. El 4 de septiembre de 1939 se sienta a escribir la carta que confía en que le sirva para cambiar su futuro. Y de hecho, lo hará, aunque de una manera que jamás llegó a imaginar
En la actualidad.
Para ella, el placer radicaba en los pequeños detalles. El suave zumbido de un abejorro rechoncho y peludo que revolotea de una flor a otra, ajeno al hecho de estar realizando una tarea de la que depende toda la raza humana. El embriagador aroma y el deslumbrante colorido que desprendían los guisantes de olor que cultivaba en el huerto, pese al hecho de que podría haberle cedido ese espacio a sus homónimos comestibles. Y contemplar cómo su esposo se frotaba la espalda dolorida mientras cavaba a los pies del rosal para introducir el fertilizante, sin protestar, pese a que habría mil cosas que preferiría estar haciendo en lugar de aquello.
Cuando se agachó para arrancar unas malas hierbas, sintió cómo la mano de su nieta se deslizaba hacia la suya, tan pequeñita, cálida e inocente. Otro pequeño detalle, el que mayor placer le proporcionaba, el que siempre le dibujaba una sonrisa en el rostro y le aceleraba el corazón.
—¿Qué estás haciendo, abuela?
Ella se dio la vuelta para contemplar a su amada nieta. El sol había sonrosado las mejillas de la niña, que además tenía la nariz manchada de tierra. Su abuela sacó un pañuelo para limpiársela con suavidad.
—Estoy arrancando estas malas hierbas.
—¿Por qué?
La abuela se quedó pensativa un instante.
—Pues... porque este no es su sitio.
—Ah. ¿Y cuál es su sitio, entonces?
—Solo son malas hierbas, cariño, no pertenecen a ningún sitio. La nieta extendió el labio inferior y frunció el ceño.
—Eso no está bien. Todo el mundo debe tener algún sitio.
La abuela sonrió y la besó con dulzura en la cabeza mientras miraba de reojo a su esposo. Pese a que su cabello, antaño tan oscuro, ahora estaba salpicado de canas, y pese a que tenía el rostro surcado de arrugas, los años no le habían mermado en exceso, y ella daba gracias a diario por haberlo conocido. Sus caminos se habían cruzado, contra todo pronóstico, y ahora su lugar en el mundo se encontraba donde estuviera el otro.
Volvió a darse la vuelta hacia su nieta.
—Tienes razón. Volvamos a dejarlas donde estaban.
Mientras cavaba un pequeño agujero, se maravilló de lo mucho que se puede aprender de los niños, de lo mucho que se llega a subestimar, o incluso desdeñar, su sabiduría.
—¿Abuela?
La voz de la niña la sacó de su ensimismamiento.
—¿Sí, cariño?
—¿Cómo os conocisteis el abuelo y tú?
Se puso en pie y agarró la mano de su nieta. Se apartó un mechón dorado de su rostro menudo.
—A ver por dónde empiezo. Es una larga historia...
PRIMERA PARTE
Marzo de 1973
Esta vez iba a morir, no le cabía ninguna duda. Era consciente de que apenas le quedaban unos pocos segundos de vida y rezó mentalmente para que el final llegara pronto. Podía sentir el tacto cálido y pegajoso de la sangre que se deslizaba por su nuca. El cráneo se le había partido con un crujido desagradable cuando su marido le estampó la cabeza contra la pared. Tenía algo en la boca que parecía gravilla; comprendió que se trataba de un diente e intentó escupirlo desesperadamente. Su marido le aferraba el cuello con tanta fuerza que le resultaba imposible tomar aliento o emitir sonido alguno. Los pulmones le pedían oxígeno a gritos y la presión que sentía al fondo de las cuencas de los ojos era tan intensa que estaba segura de que se le iban a saltar los globos oculares. La cabeza empezó a darle vueltas, y entonces, gracias al cielo, comenzó a perder el conocimiento.
Oyó el largamente olvidado sonido de la campana de la escuela y de repente volvió a tener cinco años. Las conversaciones de los demás niños quedaron sofocadas de repente por aquel timbre incesante. Cuando les gritó que parasen, se dio cuenta de que había recuperado la voz.
Se quedó contemplando el techo del dormitorio durante un rato y después achicó los ojos para mirar el despertador que acababa de arrancarla de aquel sueño. Sintió un sudor frío que le corría por el espinazo y se aferró a las mantas, para después taparse hasta la barbilla en un intento por disfrutar de su calidez durante unos segundos más. Aún tenía el corazón acelerado a causa de la pesadilla y dejó escapar el aire suavemente por la boca. Hacía tanto frío en el dormitorio que su cálido aliento salió en forma de vaho. Se levantó de la cama con gran esfuerzo y torció el gesto cuando rozó con los pies descalzos el suelo de madera, áspero y frío. Miró de reojo a Rick, que por suerte aún estaba dormido como un tronco, purgando entre ronquidos los efectos de la botella de whisky que se había bebido la noche anterior. Se aseguró de que el tabaco siguiera sobre la mesilla de noche, tal y como lo había dejado. Si había algo que garantizaba provocar la ira de Rick, era que no fuera capaz de encontrar sus cigarrillos por la mañana.
Entró sin hacer ruido en el baño y cerró la puerta con cuidado. Seguramente haría falta una explosión como la de Hiroshima para despertar a su marido, pero Tina no pensaba correr el riesgo. Llenó una palangana para asearse, el agua salía tan congelada como siempre. A veces tocaba elegir entre alimentarse ellos o alimentar al calentador. Rick había perdido su empleo en los autobuses, así que había poco dinero para calefacción. Aunque sí había para beber, fumar y apostar, recalcó Tina mentalmente.
Bajó al piso de abajo, llenó la tetera y la puso sobre el fogón. El repartidor había pasado ya y Tina sacó, distraída, los periódicos a través de la ranura del correo: The Sun para ella y The Sporting Life para Rick. El titular de portada llamó su atención. Era el día del Grand National. Dobló la espalda y se estremeció al pensar en todo el dinero que Rick despilfarraría en esa carrera. Seguramente a la hora de comer estaría demasiado borracho como para llegar por su propio pie hasta la oficina del corredor de apuestas, así que a Tina le tocaría ir en su lugar. La oficina de apuestas estaba al lado de la tienda benéfica en la que Tina echaba una mano los sábados, y se había hecho muy amiga de Graham, el corredor de apuestas, con el paso de los años. Pese a trabajar toda la semana como taquígrafa en una correduría de seguros, Tina siempre estaba deseando que llegara el sábado para ir a la tienda benéfica. Rick le había dicho que era absurdo que se pasara el día clasificando prendas de muertos sin cobrar nada, cuando podría trabajar en una tienda de verdad y contribuir aún más a las arcas familiares. Para Tina, aquello era una excusa para pasar el día lejos de Rick. Además, le gustaba charlar con los clientes y mantener conversaciones normales en las que no tuviera que pensarse dos veces lo que iba a decir.
Encendió la radio y bajó un poco el volumen. Tony Blackburn siempre conseguía hacerla sonreír con sus chistes malos. Justo estaba anunciando la nueva canción de Danny Osmond, The Twelfth of Never, cuando la tetera comenzó a chiflar. Tina la retiró del fuego antes de que el ruido se volviera demasiado estridente y echó dos cucharadas de hojas de té en la vieja tetera desgastada. Se sentó a la mesa de la cocina, mientras esperaba a que estuviera listo el té, y abrió el periódico. Contuvo el aliento al oír la cisterna del retrete en el piso de arriba. Oyó el crujir de los tablones del suelo, mientras Rick regresaba lentamente a la cama, y suspiró aliviada.
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