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Robert Hughes - Roma

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Robert Hughes Roma
  • Libro:
    Roma
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
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  • Año:
    2011
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Robert Hughes uno de los mejores críticos contemporáneos del arte y de la - photo 1

Robert Hughes, uno de los mejores críticos contemporáneos del arte y de la cultura, nos guía por el pasado y el presente de Roma, desde sus orígenes etruscos y su misteriosa fundación hasta la ciudad de los años sesenta del siglo pasado: la Roma de Fellini y de la «dolce vita». Profundo conocedor de su historia, su arte y su cultura, nos conduce en un recorrido fascinante por cerca de tres mil años de esplendor y decadencia de la que ha sido, en muchos sentidos, la capital del mundo, y evoca las grandes figuras de su pasado, desde César a Mussolini. Hughes nos habla de política, de religión y de arte, relacionándolos entre sí: las vidas de los artistas —Miguel Ángel, Caravaggio, Piranesi, Chirico…— nos ayudan a entender sus obras y a situarlas en su tiempo, en un relato en que también los grandes monumentos, como el Foro de Augusto o la Basílica de San Pedro, asumen el papel de otros tantos personajes.

Este es un libro espléndido, que aúna sabiamente conocimiento y pasión.

Robert Hughes Roma Una historia cultural ePub r11 casc 270416 Título - photo 2

Robert Hughes

Roma

Una historia cultural

ePub r1.1

casc 27.04.16

Título original: Rome

Robert Hughes, 2011

Traducción: Enrique Herrando

Diseño de cubierta: Jaime Fernández

Editor digital: casc

ePub base r1.2

Capítulo 2 AUGUSTO Hasta la llegada de la fotografía y posteriormente de la - photo 3

Capítulo 2

AUGUSTO

Hasta la llegada de la fotografía y posteriormente de la televisión, que en la práctica las sustituyó, las estatuas propagandísticas fueron indispensables para perpetuar la iconografía de los líderes. Se realizaban cantidades ingentes de ellas por todo el mundo para loar las virtudes y hazañas de héroes militares, de figuras políticas y de individuos que ejercieran cualquier clase de autoridad sobre cualquier clase de personas. La mayoría de ellas son espantosas obras kitsch, aunque no todas, y uno de los iconos de poder más logrados de la historia es una estatua de mármol que se desenterró en una villa que en tiempos perteneció a la emperatriz Livia, esposa de Octavio y madre del futuro emperador Tiberio, cerca del emplazamiento de la Prima Porta, una de las principales entradas a la antigua Roma. Es un retrato de su marido, Cayo Julio César Octavio, conocido en el mundo y en la historia como el primero de los emperadores romanos: Augusto (63 a. C.-14 d. C.).

La estatua quizá no sea, en sí misma, una gran obra de arte; pero es competente, eficaz y memorable, una copia en mármol de lo que probablemente era un retrato griego en bronce, que muestra al héroe vestido de militar, en el acto de pronunciar un discurso ante el conjunto del Estado o, más probablemente, ante su ejército en vísperas de la batalla. Como imagen de poder sereno y autosuficiente que se proyecta sobre el mundo, tiene pocos parangones en el campo de la escultura. No requiere del espectador ningún conocimiento especial de la historia romana. Pero hay pocas cosas en ella que se expliquen del todo por sí mismas. Tómese, por ejemplo, el motivo que se observa en la coraza que lleva puesta, el cual muestra, como habría sabido la mayoría de los romanos instruidos —aunque eso difícilmente se puede esperar de nosotros— la recuperación por parte de Augusto de uno de los estandartes militares del ejército, capturado y arrebatado por los partos en la frontera oriental en 53 a. C.: la cancelación, por consiguiente, de una insoportable ignominia. También ayuda saber que la pequeña figura del dios del amor, Eros, que se halla junto a la pierna derecha de Augusto, esta ahí para recordamos que su familia, los Julio, afirmaba descender de la diosa Venus; la presencia de esta refuerza así la creencia de que Augusto era un dios vivo, mientras que el delfín que está a su lado hace referencia a la destrucción de la flota de Marco Antonio y Cleopatra por Augusto en la batalla naval de Accio.

Podemos sentimos inclinados a suponer que el Augusto de Prima Porta es una obra única, pero casi con toda seguridad no lo es. Los romanos se deleitaban en la clonación, la copia y la diseminación de imágenes eficaces; eficaces, quiere decirse, sobre todo desde el punto de vista ideológico. Si pensamos en este Augusto como un «original», probablemente nos equivoquemos. Por todo el Imperio había escultores produciendo efigies estandarizadas de Augusto como salchichas, principalmente en mármol, pero alguna también en bronce. Los artistas eran más a menudo griegos que romanos, y su producción estaba organizada, hasta donde se puede discernir, en eficaces sistemas casi fabriles. El arte romano clásico y las técnicas de Andy Warhol tienen más cosas en común que las que se podría suponer en un principio. Había que saturar un enorme imperio con las imágenes de su emperador deificado. Como se decía en un estudio del año 2001: «Un reciente recuento de las cabezas, bustos y estatuas de cuerpo entero [de Augusto] que han llegado hasta nosotros alcanzó una cifra superior a los 200, y recientes cálculos aproximados de su producción en la antigüedad suponen que esta fue de entre 25 000 y 50 000 retratos en piedra en total».

Augusto (el nombre es un título otorgado por el Senado, que significa «digno de veneración», y tenía implicaciones de numinosidad, de semidivinidad) era el hijo de la sobrina de Julio César, al que el propio César adoptó como hijo suyo. No se sabe bien qué tipo de relación tuvo el joven Octavio con su tío abuelo, pero no hay ninguna duda de que la influencia que César tuvo en él fue definitiva. En particular, el joven admiraba su arrojo político y militar. No tardó un segundo en vengar la muerte de César. Los ejércitos del Triunvirato destruyeron los de los rebeldes en la batalla de Filipos en el año 42 a. C. Bruto y Casio se suicidaron.

Los triunviros, bajo cuyo control total se hallaba ahora Roma, emprendieron una violenta purga contra las clases senatorial y ecuestre del Estado. En el transcurso de esta surgieron profundas fisuras entre Octaviano y Marco Antonio, y el resultado final fue la breve Guerra Perusina (41-40 a. C.), en la que Marco Antonio montó una revuelta sin tapujos contra Octaviano. Los arqueólogos han desenterrado no pocos vestigios de esta: bolas de piedra y plomo para honda con mensajes groseros grabados en ellas. «Voy a darle por el culo a Octaviano». «Octaviano tiene la polla floja». Fue una pequeña guerra brutal en la que se alzó con la victoria Octaviano, que mandó sacrificar a unos 300 prisioneros de rango senatorial o ecuestre en el altar del dios Julio durante los Idus de marzo. La rivalidad entre Marco Antonio y Octaviano quedó resuelta, más o menos. En el nuevo orden de las cosas, Octaviano asumió el control de las provincias occidentales de Roma, mientras que Marco Antonio conservó el poder sobre las orientales, entre ellas la más célebre y fatídica para él: Egipto.

Entonces llegó el fiasco diplomático y militar de la aventura amorosa de Marco Antonio con la última de los monarcas ptolemaicos de Egipto, Cleopatra (69-30 a. C.). La reina del Nilo ya había tenido una relación con César (48-47 a. C.) y le había dado a este un hijo. Ahora ella y Marco Antonio se entregaron a su famoso amorío, que comenzó en el año 41 a. C. Este dio gemelos. Las monedas y otras efigies de Cleopatra que han llegado hasta nosotros no parecen hacer justicia a lo que aquellos que la conocieron (sobre todo Marco Antonio) consideraban su irresistible belleza. Puede que Blaise Pascal, muchos siglos después, tuviera razón cuando observó que, si ella hubiera tenido la nariz más corta, toda la historia del mundo habría sido distinta. Pero hay algunas cosas que nunca sabremos.

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