Pola Oloixarac
Las teorías salvajes
Literatura Random House
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Para Maxie y EK
Toda la práctica, toda la humanidad
del trato y la conversación es mera máscara
de la tácita aceptación de lo inhumano.
M INIMA M ORALIA , 5
This thing of darkness I acknowledge mine.
T HE T EMPEST (V, I, 275)
PRIMERA PARTE
1
En los ritos de pasaje practicados por las comunidades Orokaiva, en Nueva Guinea, los niños que van a ser iniciados, varones y niñas, son primero amenazados por adultos que se agazapan tras los arbustos. Los intrusos, que se supone son espíritus, persiguen a los niños gritando “Eres mío, mío, mío”, empujándolos a una plataforma como la que se usa para matar cerdos. Los niños aterrorizados son cubiertos por una capucha que los deja ciegos; son llevados a una cabaña aislada en el bosque, donde se convierten en testigos de secretas ordalías y tormentos que cifran la historia de la tribu. No es infrecuente, narran los antropólogos, que algunos de los niños mueran en el curso de estas ceremonias. Finalmente los niños sobrevivientes regresan a la aldea, vestidos con máscaras y plumas como los espíritus que los amenazaron al principio, y participan de la caza de cerdos. Regresan ya no como presas sino como predadores, gritando la misma fórmula que habían escuchado de labios enemigos: “Eres mío, mío, mío”. Entre los Nootka, Kwakiutl y Quillayute, en el noroeste del Pacífico, son los lobos —hombres con máscaras de lobos— que amenazan a los pequeños iniciados, persiguiéndolos a punta de lanza hasta empujarlos al centro de los rituales del miedo; al cabo de esas torturas esotéricas son introducidos en los secretos del Culto del Lobo.
La vida de la pequeña Kamtchowsky se inició en la ciudad de Buenos Aires, durante los “años de plomo”; el acceso a la conciencia coincidió con la “primavera alfonsinista”. Su padre, Rodolfo Kamtchowsky, provenía de una familia polaca radicada en Rosario durante la década del 30. Era el único varón de la casa; la prematura muerte de su madre lo había llevado a vivir con sus tías. Ya en primero inferior demostró habilidades excepcionales para el pensamiento abstracto; en cuarto grado su maestra de matemática, que había estudiado en la universidad, se refirió con elogios a su inventiva formal. El pequeño Rodolfo fue a contárselo a sus tías, que se asustaron un poco y decidieron que cuando cumpliera trece años lo mandarían a Buenos Aires a estudiar. Rodolfo era un chico alegre, aunque muy tímido; hablaba poco y a veces parecía no registrar lo que le decían. Cuando llegó el momento, Rodolfo se mudó a la casa de otra tía, frente al Parque Lezama. Entró en la escuela técnica Otto Krause y más tarde se recibió de ingeniero en tiempo récord.
Su elección de carrera y su carácter retraído no fomentaban las relaciones con chicas; en la facultad apenas había conocido a dos, y no podía asegurar que reunieran méritos suficientes para adjudicarse la denominación “chicas”; tenían el estilo de retaca amorfa que luego heredaría su hija. Pronto se volvería evidente que el destino y la opción intelectual habían hecho de Rodolfo un elemento forzosamente fiel, monógamo y heterosexual. Era natural que apenas la Providencia le acercara una mujer (una perteneciente al conjunto “Chicas”), Rodolfo se aferraría a ella como ciertos moluscos nadadores viajan por el océano hasta que clavan su apéndice muscular en el sedimento como un hacha, cuya concha o manto tiene la facultad de segregar capas de calcio alrededor de la película mucosa que lo lubrica; al cabo de un tiempo ésta se rompe y el molusco regresa a la deriva, que varía entre el océano y la muerte.
La vio caminando por avenida Corrientes. Era una petisa de cabello oscuro y polera ajustada, ojos negros pintados de negro, como un antifaz. Si bien Rodolfo había estado al tanto de datos empíricos similares, cuya única cualidad formidable era su capacidad para volverse perfectamente comunes y generalizables, algo en aquel aluvión de detalles —en los pliegues alternando bajo la nalga, en el boleto de colectivo que sobresalía del bolsillo trasero— fue percibido como sobrenatural. Algo implicaba un exceso respecto de lo que Rodolfo esperaba del mundo. Este pasaje entre el conjunto de datos ambientales y su cualidad personal e intransferible de testigo, sintetizado en “ella”, propició la experiencia de la decisión en Rodolfo. La siguió por la calle, como si la vigilara; podía ver que otros también la miraban. Al tiempo que confirmaba en los oteos ajenos la existencia del elemento en ciernes (y de algún modo, su valor), dedujo imposible que ella no hubiera notado que venía siguiéndola desde hacía al menos diez cuadras; pero este pensamiento no tenía importancia alguna para la etapa presente (ya intuía lo programático del proceso), y resolvió dejar de pensar.
Entonces ocurrió el milagro; empezó a llover y Rodolfo tenía un paraguas. El joven ingeniero apuró el paso; emocionado, observó cómo ella aceptaba, riendo, su protección contra los elementos, un poco distraída. Entraron al bar La Giralda a calentarse y secarse: Rodolfo prácticamente no se había mojado, conque sólo haría lo primero; enrojeció un poco, pero ella no pareció notarlo. Ella se sacó la polera, revelando el rastro de un corpiño color carne, y Rodolfo disimuló su erección sentándose lo más rápido que pudo. Pidieron chocolate caliente, ella engulló unas medialunas. Esa misma tarde, algo impresionado por su verborragia y la de su amiga, pero encantado ante su capacidad, evidentemente innata, para hablar e imaginársela desnuda al mismo tiempo, Rodolfo le contó que su tía de Buenos Aires le había dicho que sus tías de Rosario debieron trabajar de prostitutas para lograr su manutención. Su joven interlocutora cursaba el segundo año de Psicología; comentó lánguidamente que, en realidad, él creía que era su propia madre quien se dedicaba a esos comercios. Al terminar la frase, ella miró su reflejo en la ventana, practicando la escucha psicoanalítica “en flotante”; luego indagó su reacción. La madre de Rodolfo había muerto de cáncer y había pasado sus últimos años sin poder levantarse de la cama; asombrado, Rodolfo Kamtchowsky mordió el churro bañado que tenía en la mano y se quedó pensando.
Al día siguiente, pasó a buscarla por la facultad. La Facultad de Psicología funcionaba en la sede de Filosofía y Letras de la calle Independencia; se encontraba dividida en las áreas de estudios “psicosociales” y “humanísticos”. Como Rodolfo, la madre de la pequeña Kamtchowsky pertenecía a la primera generación de clase media en lanzarse más o menos masivamente al mercado de las carreras universitarias. En el año 68, el número de egresados de la carrera de Psicología se duplicó; desde entonces presentó un crecimiento explosivo, con picos de más de cuatrocientos egresados entre 1973 y 1975. La llegada del peronismo al poder modificó de raíz los programas de estudios de las facultades, volviendo a las asignaturas invitadas opcionales de un plan de estudios inclinado hacia las variedades de la doctrina marxista. En el año 73, la modificación del plan de estudios en Psicología promovió un fuerte énfasis en lo social, que orientó la carrera hacia áreas comunitarias y el trabajo de campo. En detrimento de la formación profesional enfocada en asignaturas y obligaciones curriculares distintivas de cada carrera, el enfoque epistemológico marxista invocaba la prioridad de las luchas populares y, de manera secundaria, los pruritos específicos de los campos de conocimiento que no dependían del imperativo partidario. La matrícula de ingresantes exhibió un volumen sorprendente; del total de mujeres que emprendían una carrera universitaria, más del cuarenta y cinco por ciento optaba por estudiar Psicología; en la facultad, la proporción de población femenina era de ocho a uno.