Edgar Allan Poe - La carta robada
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Edgar Allan Poe
La carta robada
Títulos originales: The Purloined Letter
Traducción: Jorge Luis Borges & Adolfo Bioy Casares & José Luis López Muñoz
A la obra escrita de un hombre debemos muchas veces agregar otra quizá más importante: la imagen que de ese hombre se proyecta en la memoria de las generaciones. Byron, por ejemplo, es más perdurable y más vivido que la obra de Byron. Edgar Allan Poe es más visible ahora que cualquiera de las páginas que compuso y aun más que la suma de esas páginas.
Dos escritores norteamericanos hay sin los cuales la literatura de nuestro tiempo sería inconcebible o, por lo menos, muy distinta de lo que es: Poe y Walt Whitman. De Walt Whitman proceden el verso libre, el amor de las muchedumbres y de las empresas de nuestra época atareada; no menos rico es el influjo de Poe y harto más diverso. El concepto del arte como una operación de la inteligencia y no como un don del espíritu fue formulado por primera vez en su The Philosophy of Composition, que data de 1846, y se prolonga en Baudelaire, en el simbolismo, y en Paul Valéry. Cinco años antes había publicado Murders in the Rue Morgue, que inventa el género policial y cuya progenie es innumerable. Su mejor prosa debe buscarse en el cuento fantástico, al que agrega una premeditación y un rigor que hasta entonces no eran propios del género. Alguien lo acusó de imitar a los románticos alemanes. Poe replicó: «El horror no es de Alemania; es del alma». Lo fue también de su destino.
Nació en Boston en 1809. Hijo de actores de la legua, le gustaba soñarse descendiente de una antigua estirpe normanda; ese anhelo romántico no es menos real que las pobres circunstancias de su nacimiento. Huérfano de temprana edad, fue recogido por un hombre de negocios, John Allan, cuyo apellido tomó. Con sus padres adoptivos fue a Inglaterra; los años que pasó como alumno interno en un viejo colegio pueden adivinarse en el extraño cuento «William Wilson», donde se juega con el tema del doble. Menos fidedigno es el viaje a Rusia que tan amplio lugar ocupó en su diálogo. De regreso a su patria estudió en la Universidad de Virginia, donde frecuentó, con el riesgo que es de prever, la compañía de tahúres. Después vendría el alcohol. En 1827 se alistó en el ejército y fue cadete en la Academia Militar de West Point. Ya había empezado a publicar, sin mayor resonancia. Su voluntaria negligencia hizo que le dieran la baja. En 1835 se casó con su prima, Virginia Clemm, de trece años. Según parece, el matrimonio no llegó a consumarse. En 1845 su mujer murió de tuberculosis. Las circunstancias son complejas; se ha dicho que Edgar estaba enamorado de la madre, María Clemm, y no de la hija. Durante esos diez años ejecutó lo mejor de su obra. Ya viudo buscó la intimidad de otras mujeres que le inspiraron inolvidables piezas poéticas. Más de una vez el solitario desengañado pensó en esa puerta abierta, el suicidio. Perdido en los delirios del alcohol, murió en un hospital de Baltimore. Un compañero de la sala recordaría sus últimas palabras; eran las de uno de sus personajes, el náufrago, cuya muerte soñó en Arthur Gordon Pym (1838), libro que prefiguraba a Moby Dick y es, como éste, una pesadilla del color blanco. (Arthur Gordon Pym es, evidentemente, una variación de Edgar Allan Poe.) Las neurosis y la pobreza de Poe fueron, a no dudarlo, desdichas, pero la vida le deparó una incesante felicidad: la invención y la ejecución de una obra espléndida. También podría decirse que la desdicha fue su instrumento necesario.
Fuera de alguna desafortunada incursión en el género humorístico, la palabra pesadilla es aplicable a casi todas las narraciones de Poe. Para este libro hemos elegido cuatro de sus más apasionadas piezas y el relato policial The Purloined Letter. A diferencia de los ulteriores cuentos de Wells, MS Found in a Bottle no quiere parecer verídico, pero es tan concreto y tan poderoso como lo son las alucinaciones; en The Facts in The Case of M. Valdemar el horror físico se agrega al horror de lo sobrenatural; en The Man of the Crowd los temas centrales son la soledad y la culpa; The Pit and the Pendulum es una exaltación gradual del terror.
El señor John Allan, a quien tantos justificados disgustos dio su hijo adoptivo, no sospechó nunca que éste le daría también un nombre inmortal.
He escrito en el principio de esta página dos altos nombres americanos, Whitman y Poe. El primero, como poeta, fue infinitamente superior al segundo; pero ahora Edgar Allan Poe está mucho más cerca de mí. Hace casi setenta años, sentado en el último peldaño de una escalera que ya no existe, leí The Pit and the Pendulum; he olvidado cuántas veces lo he releído o me lo he hecho leer; sé que no he llegado a la última y que regresaré a la cárcel cuadrangular que se estrecha y al abismo del fondo.
Jorge Luis Borges
Nil sapientiae odiosius acumine nimio.
Seneca
En un desapacible anochecer del otoño de 18…, me hallaba en París, gozando de la doble fruición de la meditación taciturna y del nebuloso tabaco, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en su biblioteca, au troisième, N.° 33, Rue Dunôt, Faubourg St. Germain. Hacía lo menos una hora que no pronunciábamos una palabra; parecíamos lánguidamente ocupados en los remolinos de humo que empañaban el aire. Yo, sin embargo, estaba recordando ciertos problemas que habíamos discutido esa tarde; hablo del doble asesinato de la Rue Morgue y de la desaparición de Marie Rogêt. Por eso me pareció una coincidencia que apareciera, en la puerta de la biblioteca, Monsieur G., Prefecto de la policía de París.
Le dimos una bienvenida sincera, porque el hombre era casi tan divertido como despreciable, y hacía varios años que no lo veíamos. Estábamos a oscuras cuando entró, y Dupin se levantó con el propósito de encender una lámpara, pero volvió a sentarse sin haberlo hecho, porque G. dijo que había venido a consultarnos, o más bien a consultar a Dupin, sobre un asunto oficial que les daba mucho trabajo.
—Si se trata de algo que requiere reflexión —observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha—, lo examinaremos mejor en la oscuridad.
—Ésa es otra de sus ideas raras —dijo el Prefecto, que llamaba raro a todo lo que no comprendía, y vivía, por consiguiente, entre una legión de rarezas.
—Es la verdad —respondió Dupin, ofreciéndole un sillón y una pipa.
—¿Cuál es el problema? —interrogué—, ¿otro asesinato?
—No, nada de eso. El asunto es muy simple y no dudo que lo resolverán mis agentes; pero he pensado que a Dupin le gustaría oír los detalles. Son muy extraños.
—Extraños y simples —dijo Dupin.
—Y bien, sí. El problema es simple, y sin embargo nos desconcierta.
—Quizá es precisamente la simplicidad lo que los desconcierta.
—¡Qué desatinos dice usted! —exclamó el Prefecto, riendo efusivamente.
—Quizá el misterio es demasiado simple —dijo Dupin.
—Y ¿cuál es, por fin, el misterio? —le pregunté.
—Se lo diré a ustedes —contestó el Prefecto—. Se lo diré en muy pocas palabras; pero antes de empezar, les advertiré que este asunto exige la mayor reserva y que perdería mi puesto si llegara a saberse que lo he divulgado.
—Prosiga —dije.
—O no prosiga —dijo Dupin.
—Un alto funcionario me ha comunicado que un documento de la mayor importancia ha sido robado de las habitaciones reales. El individuo que lo robó es conocido; lo vieron cometer el hecho. El documento sigue en su poder.
—¿Cómo lo saben? —interrogó Dupin.
—Lo sabemos —contestó el Prefecto— por el carácter del documento y por el hecho de no haberse ya producido ciertos resultados que surgirían si el documento no estuviera en poder del ladrón.
—Sea usted un poco más explícito —dije.
—Bien, me atreveré a decir que ese documento otorga a su poseedor un determinado poder en un determinado sector donde ese poder es incalculablemente valioso.
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