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Allan Massie - Los Césares

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Allan Massie Los Césares

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Más allá de la leyenda o los fríos datos históricos, los hombres que gobernaron el inmenso Imperio Romano desfilan en estas páginas con todas las grandezas y miserias de su doble faceta: como seres humanos y personajes públicos.

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PRÓLOGO

Hace ya mucho tiempo que la Vida de los doce Césares de Suetonio figura en la lista de mis libros favoritos; es posible que todo aquel que haya disfrutado de una relación semejante con un biógrafo tan interesante y ameno califique de atrevimiento mi intención de escribir un libro sobre el mismo tema, y es posible también que algunos de ellos consideren mi esfuerzo innecesario. No obstante, al menos en mis primeras lecturas de Suetonio, ése era el libro que a mí me habría gustado tener a mi lado. Y ésa podrá ser la primera excusa para justificar el haber escrito éste.

Más adelante, en los días en que estuve viviendo en Roma, mis frecuentes paseos por la colina Palatina y mis ávidas lecturas sobre la historia de la ciudad y del imperio suscitaron en mí la curiosidad de saber qué tipo de hombres fueron aquellos emperadores, cuál era la naturaleza de su poder y de qué forma les afectó. Dudo que sea posible pasar mucho tiempo en esa galería del Capitolio donde se exhiben los bustos de los emperadores, sin reflexionar sobre temas de esta índole. Este libro es un intento de responder a esas preguntas.

Es evidente que no se pueden dar respuestas definitivas a interrogantes históricas. Por mucho que sepamos, no podemos saber lo suficiente para hacerlo. Sin embargo, una de las fascinaciones de la historia antigua es la naturaleza limitada e independiente de las pruebas. Sería por supuesto absurdo pretender que sabemos ya todo aquello sobre la Roma antigua que lo que se ha conservado de ella nos permite saber; se seguirán haciendo todavía más descubrimientos. No obstante tenemos que basar nuestro conocimiento de la historia de Roma y de las personalidades de los principales actores que la configuraron en la lectura de unos cuantos libros y en una cantidad de inscripciones y edictos que no pueden constituir más que un pequeño fragmento de lo que existió en el pasado.

Tomemos al propio Suetonio como ejemplo. Conocemos los títulos de los diecisiete libros que escribió. Pero, con la excepción de fragmentos de sus Escritores ilustres, el único que se conserva es la Vida de los doce Césares. Si tenemos en cuenta las numerosas, bien conocidas y vividas anécdotas de la historia de Roma que proceden de este libro, podemos hacer cálculos aproximados de lo que hemos perdido; podemos también darnos cuenta de lo insípido e inadecuado que habría sido nuestro conocimiento si también esto hubiera desaparecido.

Los dos autores que escribieron con mayor autoridad sobre la historia del primer siglo del imperio son Suetonio y Tácito. Estrictamente hablando ninguno de los dos era contemporáneo de los acontecimientos que relataba, aunque ambos vivieron en la época de los emperadores de la dinastía Flavia, ya que Suetonio nació en el año 70 d.  C. y Tácito en el 55. Ambos disfrutaban de una u otra forma de acceso a la información que utilizaron en su obra, Tácito como senador y yerno del gran general Agrícola, Suetonio como director de las Bibliotecas Imperiales; no obstante, cuando tuvieron que escribir sobre los Julio-Claudios, eran sólo historiadores, la mayoría de cuyas fuentes se habían perdido, tratando como lo estaban haciendo de acontecimientos que tuvieron lugar antes de que ellos nacieran. A la imaginación le resulta fácil amalgamar textos diferentes sobre la historia antigua, pero se debe recordar que, dado el hecho de que Julio César, el protagonista del primero de sus estudios biográficos, nació ciento setenta años antes de que naciera el propio Suetonio, había la misma distancia en el tiempo entre él y Suetonio que la que hay entre un historiador nacido en 1920 que escribiera hoy en día sobre Charles James Fox y Pitt the Younger. Del mismo modo que hasta Tácito, al escribir sobre Tiberio, era como ese mismo historiador escribiendo sobre Gladstone.

Existe más material contemporáneo a la época en cuestión sobre Julio y Augusto que sobre emperadores posteriores. Tenemos el relato de Salustio de la conspiración de Catilina, el enorme volumen de cartas y discursos de Cicerón. Las memorias del propio César sobre las guerras civiles y de las Galias, y la relación del propio Augusto, escrita en un estilo sobrio y conciso, las Res Gestae, así como fragmentos de sus otros escritos. Por añadidura, se puede extraer mucha evidencia fortuita, además del sabor de la época, de la obra de los poetas Virgilio, Horacio y Lucano. Y Livio escribió sobre los años que precedieron a la Guerra Civil.

Augusto, Tiberio y Claudio escribieron todos ellos sus autobiografías, que no se han conservado pero que fueron utilizadas por historiadores griegos y romanos, entre ellos Plutarco y Dión Casio, así como Suetonio y Tácito. Veleyo Patérculo escribió un libro valioso para rectificar el hostil retrato que Tácito hizo de Tiberio. Otras pruebas contemporáneas las suministran los ensayos de Séneca, el tutor de Nerón, y las Cartas e Historia Natural de Plinio el Viejo. La obra de Josefo sobre la Guerra Judía, aunque requiere ciertos alegatos, como les ocurre a todas las historias escritas por hombres que han desempeñado un papel de importancia en la historia que cuentan, proporciona un retrato excelente de la Roma imperial, vista por un hombre educado fuera del ámbito de la cultura greco-romana.

Sin embargo, el peso total de toda la evidencia mencionada es insuficiente para inclinar a su favor la balanza, cuando se ponen en el otro platillo las obras de Suetonio y Tácito. No sería exagerado decir que nuestra visión del imperio romano es esencialmente la de ellos. Es cierto que aunque se hubieran perdido la Vida de los doce Césares de Suetonio y las Historias y Anales de Tácito, habríamos conseguido saber mucho de los últimos años de la República y del primer siglo del imperio, gracias a monedas, inscripciones y el trabajo de historiadores posteriores, pero a este conocimiento le habría faltado la vivida personalidad y el estímulo para la imaginación que poseen las obras de Suetonio y Tácito. Habría sido una historia mucho más árida, y Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón no habrían ocupado nunca el lugar que han ocupado en la mente de Europa desde la Edad Media; y se sabría tan poco del Año de los Cuatro Emperadores como de aquellos años turbulentos de los siglos III y IV, y Domiciano sería tan poco conocido y glorificado como los numerosos tiranos antes y después de Diocleciano. El que ese primer siglo del imperio sea aún, a pesar de la magistral concentración de Gibbon en los días de la decadencia de Roma, el período mejor conocido del imperio, el único que se ha apoderado en modo alguno de la imaginación, se debe a las obras de Suetonio y Tácito.

Y, naturalmente, ésas han sido las fuentes de las que he sacado la mayor parte de mi información.

Tengo una profunda deuda de gratitud al trabajo de muchos historiadores modernos, demasiado numerosos para mencionarlos aquí. Pero sería una imperdonable falta de corrección el no citar a sir Ronald Syme, cuyas obras incomparables: La revolución romana y Tácito deben contarse en el número de las obras históricas más significativas de tiempos recientes. He extraído también información de otros historiadores académicos y valorado las colecciones de documentos recopiladas por A. H. M. Jones, V. Ehrenburg y M. P. Charlesworth; he encontrado también mucha información de utilidad e interés en la Revista de Estudios Romanos y en el estudio de Graham Webster sobre el ejército romano.

Existen también trabajos de historia popular. Este tipo de trabajo tiene una profunda deuda de gratitud con el doctor Michael Grant, el gran maestro de este siglo en el arte de popularizar la Antigüedad, y con Robert Graves, cuyas novelas de la serie Claudio y su picante e idiosincrática traducción de Suetonio despertaron mi interés en el tema. Me gustaría mencionar, como expresión de pietas personal, a John Buchan, cuya obra Augustas es la mejor biografía que conozco de cualquier personaje de la Antigüedad. De la misma manera quisiera atraer la atención al ensayo de Norman Douglas sobre Tiberio, publicado en Siren Land.

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